19 de marzo de 1995
Un afamado científico, acusado de abusos sexuales
ASSOCIATED PRESS
BETHESDA, MARYLAND. El doctor Abraham Norton Perina, reconocido inmunólogo y director emérito del Centro de Inmunología y Virología del Instituto Nacional de Salud de Bethesda, Maryland, fue detenido ayer por un presunto delito de abusos sexuales.
Al doctor Perina, de setenta y un años, se lo acusa de tres delitos de violación, tres de corrupción de menores, dos de agresión sexual y dos de abusos sexuales por prevalimiento. La primera de las acusaciones la realizó uno de los hijos adoptivos del doctor Perina.
«Dichas acusaciones son falsas —declaró el abogado de Perina, Douglas Hindley, en un comunicado emitido ayer—. El doctor Perina es un miembro muy destacado y respetado de la comunidad científica, y es su deseo que esta situación se resuelva lo antes posible para poder reanudar sus obligaciones y su vida familiar.»
El doctor Perina recibió el Premio Nobel de Medicina en 1974 por la identificación del síndrome de Selene, una enfermedad que retrasa el envejecimiento. La afección, caracterizada porque el cuerpo de quien la padece se conserva relativamente joven al tiempo que avanza el deterioro mental, se halló entre los opa’ivu’eke de Ivu’ivu — una de las tres islas del estado micronesio de U’ivu — y se adquiría mediante el consumo de una tortuga muy poco común de cuyo nombre se sirvió el doctor Perina para bautizar a la tribu. La carne del animal inactivaba la telomerasa, la enzima de origen natural que desintegra los telómeros y limita el número de divisiones de las células. Los individuos aquejados del síndrome de Selene — llamado así por la diosa de la luna de la mitología griega, inmortal y eternamente joven — podían vivir durante siglos. Perina viajó por primera vez a U’ivu en 1950 como joven médico acompañante del reputado antropólogo Paul Tallent, y pasó muchos años en las islas, donde llevó a cabo un extenso trabajo de campo y adoptó a sus cuarenta y tres hijos, muchos de ellos huérfanos o hijos de miembros pobres de la tribu opa’ivu’eke. Varios niños siguen aún bajo la tutela de Perina.
«Norton es un padre ejemplar y una mente brillante —ha declarado el doctor Ronald Kubodera, colega investigador del laboratorio de Perina y uno de los amigos más íntimos del científico—. Estoy absolutamente convencido de que esas ridículas acusaciones se desestimarán.»
3 de diciembre de 1997
Prisión para un Nobel
REUTERS
BETHESDA, MARYLAND. El doctor Abraham Norton Perina ha sido condenado hoy a dos años de cárcel en la prisión de Frederick.
El doctor Perina obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1974 por demostrar que la ingestión de una tortuga ya extinguida del estado micronesio de U’ivu inactivaba la telomerasa, que limita el número de divisiones de las células. Se descubrió que esta afección, conocida como síndrome de Selene, podía transmitirse a una serie de mamíferos, entre ellos el ser humano.
Perina fue uno de los pocos occidentales que gozó de un acceso ilimitado a tan remotas y misteriosas islas, y en 1968 adoptó al primero de los cuarenta y tres niños autóctonos que ha criado en su casa de Bethesda. Hace dos años Perina fue acusado de violación y de abuso sexual por prevalimiento; el denunciante fue uno de sus hijos adoptivos.
«Es una verdadera tragedia —afirma el doctor Louis Altschur, director del Instituto Nacional de Salud, donde Perina ha ejercido su actividad científica durante años—. Norton posee una mente y un talento desbordantes, y espero de todo corazón que le proporcionen el tratamiento y la ayuda que necesita.»
Ni Perina ni su abogado han querido hacer declaraciones.
Prefacio
Soy Ronald Kubodera, pero solo en las publicaciones académicas. Para el resto del mundo soy Ron. Sí, soy el doctor Ronald Kubodera del que sin duda habrán leído en revistas y periódicos. No, no todas las historias que se cuentan son ciertas; casi ninguna lo es, naturalmente.
Pero en mi caso son ciertas las más importantes, de las que además me enorgullezco. Me siento orgulloso, por ejemplo, de que se me relacione con Norton (y ojo, hace un año y medio no habría tenido ni que decirlo), a quien conozco desde 1970, cuando entré a trabajar en su laboratorio de Bethesda, Maryland, para el Instituto Nacional de Salud. Norton no había recibido todavía el Nobel, pero su trabajo ya había revolucionado la comunidad científica y cambiado para siempre la percepción que los académicos tenían de los ámbitos de la virología y la inmunología, amén (es de justicia señalarlo) del de la antropología médica. También me enorgullece el hecho de que tras establecer una relación como colegas iniciáramos otra igual de intensa como amigos; mi relación con Norton es, sin duda, la más significativa de mi vida. Más importante aún, sin embargo, es que me siento muy orgulloso de seguir siendo su amigo y de que él siga siendo amigo mío, después de lo ocurrido en los dos últimos años.
Naturalmente, no es que yo haya tenido la oportunidad de hablar o comunicarme con Norton con la frecuencia que habría deseado — y él también, sin duda —. Se hace raro no tenerlo cerca, me siento solo. De hecho, hasta que me mudé aquí hace alrededor de un año y medio — un mes después de que se dictara la sentencia contra Norton — no creo que en el curso natural de nuestra cotidianidad pasáramos más de dos días separados. Puede que ni siquiera tanto. (Naturalmente, excluyo circunstancias especiales, tales como las vacaciones esporádicas con mi mujer de entonces o los viajes que realizábamos por separado con motivo de bodas, funerales, etcétera. Pero incluso en esos casos yo hacía un esfuerzo por comunicarme con él a diario, ya fuera por teléfono o fax.) El caso es que hablar con Norton, trabajar con Norton, estar con Norton formaba, simple y llanamente, parte de mi vida cotidiana, más o menos como para muchos ver la tele o leer la prensa a diario; se trata de uno de esos rituales olvidables y sin embargo nada baladíes, uno que te confirma que la vida progresa de manera adecuada. Pero cuando ese ritmo se ve interrumpido, la sensación es más que perturbadora, es caer en una especie de deriva. Así es como me he sentido este último año y medio. Me despierto por las mañanas y hago mi vida, como siempre, pero por las noches aplazo invariablemente el momento de meterme en la cama, deambulo por el piso, me asomo a la noche, me pregunto qué se me ha olvidado. Voy tachando las decenas de tareas insignificantes que en una jornada normal llevo a cabo sin pensar — ¿he abierto y respondido el correo?, ¿he cumplido con los plazos?, ¿he cerrado las puertas con llave? —, hasta que por fin, con mucho pesar, me acuesto. Solo cuando estoy a punto de quedarme dormido recuerdo que la pauta misma de mi existencia ha cambiado, y entonces experimento una punzada de melancolía. Quizá ustedes piensen que a estas alturas bien podría asumir el cambio en las circunstancias de la vida de Norton, y por extensión de la mía, pero algo dentro de mí se resiste; a fin de cuentas, Norton ha formado parte de mi día a día durante casi tres décadas.
Pero si para mí la vida es soledad, mucho más lo es para Norton. Cuando lo imagino en ese lugar me pongo furioso; Norton ya no es joven, ni goza de buena salud, y no creo que la prisión sea el castigo más apropiado o razonable.
Sé que pocos comparten mi opinión. He perdido la cuenta de las veces que he intentado explicar cómo es Norton — su humanidad, su inteligencia, su excelencia — a amigos, colegas y periodistas (y a jueces, jurados y abogados). En el último año y medio ha habido numerosas ocasiones para recordar la traición de sus antiguos amigos, lo deprisa que han olvidado y abandonado a un hombre al que aseguraban apreciar y respetar. Algunos de ellos —personas con las que Norton trató y trabajó durante décadas — prácticamente se esfumaron nada más presentarse los cargos contra él. Peores, no obstante, fueron quienes le dieron de lado cuando fue declarado culpable. En aquel momento comprobé lo desleal e hipócrita que es la mayoría de la gente.
Pero estoy yéndome por las ramas. Una de las dificultades principales de la reclusión de Norton ha sido combatir la intensa monotonía que inevitablemente ha venido a definir su situación. Debo admitir que me quedé un poco sorprendido cuando, menos de un mes después de ingresar en prisión, empezó a quejarse de un aburrimiento supino. Siempre había sido uno de los sueños de su vida — el sueño, creo, de muchos hombres brillantes y desbordados por las obligaciones — disponer de un mes, o de un año, en un lugar acogedor sin un solo compromiso. Sin tener que pronunciar discursos, ni corregir o escribir artículos, ni impartir clases, ni cuidar de los niños ni dirigir proyectos de investigación; ante él solo habría una amplia extensión virgen de tiempo que él tendría la libertad de llenar como más le placiera. Norton siempre se había referido al tiempo como un mar, un paraje vacío, espejeante e infinito, y de hecho aquel sueño — «el tiempo-mar», lo llamaba él — se convirtió en una especie de broma, una clave para referirse a temas a los que esperaba poder dedicarse algún día, pero que no tenía manera de abordar en el presente. De modo que hacía promesas: cuando tuviera tiempo-mar, cultivaría helechos tropicales. Cuando tuviera tiempo-mar, leería biografías. Cuando tuviera tiempo-mar, escribiría sus memorias. Nadie, aún menos el propio Norton, creía que algún día dispondría de ese tiempo-mar, pero ahora, naturalmente, lo tiene, aunque sin el lugar acogedor y sin el indolente y agradable torpor que asociamos a una ociosidad ganada con el sudor de nuestra frente. Mas, por desgracia, parece ser que Norton no está preparado para el ocio; de hecho, ha sido una tortura para él (aunque, naturalmente, reconozco que esto puede atribuirse en gran medida a las desafortunadas circunstancias en las que se le ha concedido un tiempo de esparcimiento). En una carta reciente me decía:
Aquí hay poco que hacer y, llegados a cierto punto, aún menos que pensar. Nunca creí que me vería en semejante estado, tan agotado que me siento exangüe, pero no por falta de sangre, sino de ideas. Puro aburrimiento. He vivido convencido de que un período de vacío prolongado sería para mí un tesoro, que lo colmaría con extrema facilidad. Sin embargo, me he dado cuenta de que el tiempo no está para que lo llenemos en cantidades tan grandes y vírgenes; siempre hablamos de gestionarlo, pero se trata justo de lo contrario… Nuestras vidas están plagadas de ocupaciones porque esos pequeños resquicios de tiempo son lo único que logramos dominar realmente.
Me parece una reflexión muy certera.
No obstante, a pesar de la evidente gravedad de las circunstancias en que Norton se encuentra actualmente, hay quienes han tenido el descaro de insinuar que debería dar gracias por lo que consideran la indulgencia de su situación actual, un argumento que se me antoja no solo obtuso, sino también cruel. Una de esas personas es un hombre llamado Herbert West (cuyo nombre he cambiado a regañadientes), colega investigador de Norton de principios de la década de 1980, que se pasó por Bethesda para ver a Norton de camino a un congreso en Londres. Eso fue antes del juicio pero después de que lo imputaran, cuando Norton se hallaba en lo que equivalía a un arresto domiciliario y le habían quitado la custodia de todos sus hijos. West, a quien yo siempre había considerado más soportable que muchos de los otros colegas de Norton, estuvo allí más o menos una hora y acto seguido me propuso salir a cenar a un restaurante. No me apetecía nada, y me pareció una grosería que me invitara delante de Norton, que al fin y al cabo no podía salir de casa, pero este me animó a que fuera, asegurándome que quería terminar unas tareas y le iría bien estar solo.
Me sentí obligado a cenar con West, y, aunque me costó no pensar en Norton solo en su casa, nos las arreglamos para mantener una conversación sorprendentemente agradable acerca del trabajo de West y el artículo que presentaría en el congreso, así como de otro artículo que Norton y yo habíamos publicado en el New England Journal of Medicine antes de que lo detuvieran y de algunos conocidos comunes, hasta que, en el momento en que nos servían el postre, West dijo:
—Norton ha envejecido una barbaridad.
—Se encuentra en una situación espantosa — repuse.
—Pues sí, bastante — murmuró West.
—Es extremadamente injusto.
West no respondió.
—Extremadamente injusto — repetí, dándole otra oportunidad.
Suspiró y se limpió las comisuras de los labios con la punta de la servilleta, un gesto artificioso y afectado, amén de ostentosa y odiosamente anglófilo. (West había estudiado — hacía décadas, y solo durante dos años — en la Universidad de Oxford gracias a una beca Marshall, dato que tenía la asombrosa capacidad de sacar a colación en cualquier acto social o de negocios.) La tarta de arándanos que tomaba le había teñido los dientes del color amoratado de un cardenal.
—Ron… — empezó a decir.
—Dime.
—¿Tú crees que lo hizo? — me preguntó West.
A esas alturas yo ya había aprendido a que la pregunta no me pillara desprevenido, y también qué respuesta dar.
—¿Y tú?
West me miró y sonrió, a continuación miró hacia el techo, y otra vez se concentró en mí.
—Sí — dijo.
No respondí.
—Tú crees que no — añadió West con un tono ligeramente interrogativo.
También había aprendido qué contestar a eso.
—Que lo hiciera o no es lo de menos. Norton es un genio, y tanto para mí como para la historia es lo único que importa.
Se produjo un silencio.
—No puedo irme muy tarde — dijo por fin West con timidez—. Tengo que leer unos artículos antes de coger el avión mañana.
—Muy bien — repuse. Y terminamos el postre en silencio.
Habíamos ido al restaurante en mi coche y, después de pagar a escote (West pretendía invitarme, pero me impuse), lo dejé en su hotel. En el coche hizo un par de amagos de darme conversación, lo que me enfadó aún más.
En el aparcamiento del hotel nos quedamos callados varios minutos, West expectante, yo disgustado, hasta que por fin él me tendió la mano y yo se la estreché.
—Bueno… — dijo West.
—Gracias por la visita — le dije con sequedad —. Sé que Norton te lo agradece mucho.
—Bueno… — repitió West. No fui capaz de distinguir si había captado mi sarcasmo o no; me pareció que no —. Pensaré mucho en él.
Hubo otro silencio.
—Si lo declaran culpable… — empezó a decir West.
—Eso no va a pasar — repuse.
—Pero si pasa — continuó West —, ¿irá a la cárcel?
—No logro imaginarlo — contesté.
—Bueno, si lo encarcelan — insistió West, y me acordé de lo malcaradamente ambicioso, de lo acaparador que West había sido como colega, y de su impaciencia por abandonar el laboratorio de Norton y abrir uno propio —, al menos dispondrá de un montón de tiempo-mar, ¿no, Ron?
Me quedé tan horrorizado ante tamaña frivolidad que fui incapaz de responder. No había salido aún de mi asombro cuando West me sonrió, se despidió de nuevo y se apeó del coche. Lo vi entrar en el hotel por las puertas dobles y acceder al vestíbulo iluminado, y en ese momento arranqué para volver a casa de Norton, donde yo dormía casi todas las noches. En los meses siguientes el juicio se inició y acabó, y se dictó la sentencia, pero huelga decir que West no volvió a visitar a Norton.
Como iba diciendo, no, la gente no se muestra en absoluto solidaria con la situación actual de Norton. De hecho, lo condenaron y despacharon mucho antes de que fuera condenado y despachado legalmente por un jurado de supuestos semejantes; ¿cómo será para un hombre del intelecto de Norton que doce incompetentes determinen su carácter y dictaminen su destino (si no recuerdo mal, uno de los miembros del jurado trabajaba en una cabina de peaje y otro era peluquero canino), tomando una decisión que vuelve virtualmente insignificante, cuando no del todo intrascendentes, todos y cada uno de sus logros anteriores? Desde ese punto de vista, ¿a quién podría extrañarle que Norton esté ahora deprimido, hastiado y falto de estímulos?
También me gustaría dedicar unas palabras a la cobertura del juicio de Norton por parte de los medios de comunicación, puesto que sería una imprudencia pasar por alto tanto su tenor como su alcance. En primer lugar, diré que, dada la naturaleza de los delitos que se le imputaban a Norton, no me sorprendió lo más mínimo que los medios derrocharan páginas y más páginas contando historias que adornaban, con rimbombancia y una asombrosa indiferencia hacia la verdad, los pocos datos de la vida personal de Norton que habían trascendido al dominio público. (Hay que reconocer que dichas historias destacaban, aunque con reticencias, algunos de sus logros más considerables, pero solo para poner más de relieve su supuesta iniquidad.)
Recuerdo que por aquel entonces Norton y yo pasábamos las noches en vela en su casa, esperando el juicio (fuera, varios equipos de reporteros de televisión se pasaban las jornadas enteras en la acera, delante del césped de la vivienda de Norton, comiendo y charlando bajo la brisa veraniega llena de insectos y zumbidos, como quien va de picnic); recuerdo la cantidad de peticiones que recibimos (por supuesto, no satisfechas) para conceder entrevistas, y que solo una — por desgracia, de Playboy — invitaba a Norton a escribir su propia defensa en lugar de mandar a un escritor joven y voraz a que interpretase su vida y sus presuntas fechorías para el público lector. (En un principio, la propuesta me pareció buena idea, a pesar de la publicación, pero a Norton le preocupaba que cualquier cosa que escribiese se manipulara y usara contra él, a modo de confesión. Naturalmente, no se equivocaba, y desestimamos la idea.) Pero yo también sabía que ser consciente de que no podía hablar en su propia defensa lo disgustaba y entristecía.
Lo más irónico del asunto es que, poco antes de que lo detuvieran, Norton se había planteado escribir sus memorias. Por aquel entonces (en 1995), estaba semijubilado y ya no se veía obligado a bregar con los diversos líos y responsabilidades del laboratorio. Con esto no pretendo insinuar que ya no era la mente más fundamental e indispensable del laboratorio, sino simplemente que empezaba a permitirse el lujo de organizar su tiempo de otra manera.
Sin embargo, Norton no tendría oportunidad de narrar su notable vida, al menos no en las circunstancias que me consta que habría deseado. Pero, como siempre he dicho, la mente de Norton es de esas capaces de superar cualquier desafío. De ahí que en abril, dos meses después de que empezase a cumplir la sentencia, le preguntara en mi carta diaria si no se planteaba escribir sus memorias a pesar de todo. No solo serían una gran contribución para el ámbito de las letras y de las ciencias, le dije, sino que además tendría por fin la ocasión de demostrar a los interesados que él no era lo que el mundo se había empeñado en hacer de él. Le comenté que para mí sería un honor pasarlas a limpio y, si me lo permitía, revisar someramente su texto, como antes había hecho con varios artículos que había presentado para que se publicaran. Sería, escribí, un proyecto fascinante para mí, y a él le serviría de distracción.
Una semana después, Norton me mandó una escueta nota:
Aunque no puedo decir que me apetezca invertir los que podrían ser los últimos años de mi vida tratando de convencer a nadie de que no soy culpable de los delitos que se me atribuyen, he optado por empezar a contar la «historia de mi vida», como tú la llamas. Mi confianza [en ti] es… [muy] grande.
Un mes más tarde recibí el primer capítulo.
Supongo que debería decir unas cuantas cosas a modo de introducción antes de invitar al lector a sumergirse en la extraordinaria vida de Norton. Porque, a fin de cuentas, se trata de una historia centrada en la enfermedad.
Norton, naturalmente, lo contaría todo mejor que yo, pero voy a facilitar al lector algunos detalles del hombre que nos ocupa. Una vez me señaló que su vida no empezó de verdad hasta que se marchó del país y llegó a U’ivu, donde llevó a cabo los descubrimientos que transformarían la medicina moderna y lo harían merecedor del Premio Nobel. En 1950, con veinticinco años, realizó su primer viaje al por entonces misterioso Estado de Micronesia, un viaje que cambiaría su vida — y revolucionaría la comunidad científica — para siempre. En U’ivu vivió con una «tribu perdida», los llamados opa’ivu’eke, en la que a la sazón se conocía (al menos entre los habitantes de U’ivu) como la «isla Perdida» de Ivu’ivu, la mayor del pequeño archipiélago. Fue allí donde descubrió una enfermedad — no documentada, nunca antes estudiada — que afectaba a la población autóctona. Los u’ivuanos eran famosos (y hasta cierto punto aún lo son) por su corta esperanza de vida. Pero en Ivu’ivu, Norton conoció a un grupo de isleños que superaba con creces el promedio de esperanza de vida: en veinte, cincuenta y hasta cien años. Otros dos elementos hicieron todavía más extraordinario el hallazgo: en primer lugar, si bien los afectados no envejecían físicamente, sí sufrían un deterioro mental, y en segundo lugar, la dolencia no era congénita, sino adquirida.
Nunca estuvo el hombre más cerca de la vida eterna que gracias al descubrimiento de Norton. Y sin embargo, jamás una promesa tan maravillosa se desvaneció tan deprisa: un secreto desvelado, un secreto perdido, todo ello en apenas una década.
Pero el trabajo de Norton entre los opa’ivu’eke supuso grandes cambios en ámbitos que trascendían la medicina: en los casi veinte años que pasó con la tribu prácticamente generó un nuevo campo de la antropología médica moderna, y sus textos de aquellos años son ahora básicos en muchos planes de estudios universitarios.
Sin embargo, en U’ivu también se originaron todos sus problemas. De los muchos rasgos que definieron los viajes de Norton a U’ivu, uno de ellos fue el origen de lo que se convertiría en su amor imperecedero por los niños. Para los lectores que no conozcan Ivu’ivu diremos que su paisaje resulta sobrecogedor, tan hermoso como intimidatorio. Todo es más grande, más puro y más fascinante de lo que se pueda imaginar, y allá donde se mire se percibe un panorama más espectacular que el anterior: a un lado, una extensión infinita de agua, tan inmóvil y de un color tan intenso que uno se ve incapaz de contemplarla mucho rato; al otro, pliegues profundos y alargados de montañas cuyas cumbres desaparecen entre una espuma de niebla. Desde su primera visita a Ivu’ivu, Norton contrató como guías a varios u’ivuanos que lo llevaron en busca de paisajes y cosas nunca antes vistas. Décadas después, a instancias de aquellos, volvería a Maryland con los hijos y nietos de tales guías, y los criaría como si fueran suyos, brindándoles una educación de la que no habrían podido disfrutar en U’ivu. Asimismo, se llevó a varios huérfanos, bebés y niños que vivían en condiciones lamentables sin esperanza de una vida mejor.
Casi sin darse cuenta, había reunido una prole de más de cuarenta criaturas. Muchos de esos críos, adoptados en tres fases que se sucedieron a lo largo de casi tres décadas, han regresado a Micronesia, donde actualmente ejercen como médicos, abogados, profesores universitarios, jefes de empresas, maestros y diplomáticos. Otros han optado por quedarse en Estados Unidos, donde trabajan o siguen estudiando. Y lamento decir que hay otros que se han hundido en el pozo de la pobreza, las drogas y la delincuencia. (Cuando se tienen cuarenta y tres hijos, no se puede esperar que todos salgan bien.) Aunque ahora, naturalmente, ninguno de ellos es ya de Norton. Y él, por decisión de ellos, ya no es de sus hijos; el abandono casi masivo durante los últimos apuros de Norton fue, cuando menos, chocante. A fin de cuentas, se trataba del hombre que les había dado un techo, una lengua, una educación, todas las herramientas que necesitaban para un día traicionarlo, como de hecho hicieron. Los hijos de Norton aprendieron demasiado bien el mensaje de Occidente y de Estados Unidos; en algún sitio descubrieron que las acusaciones de perversidad venden bien, unas acusaciones que ni siquiera un premio Nobel, una mente respetada, podría encajar con éxito. Es una lástima; a muchos de ellos yo les tenía gran cariño.
Lo segundo que debería aclarar, supongo, es que a pesar de mi evidente interés en esta narración, no se trata de mi historia. Para empezar, porque soy un hombre discreto. Para acabar, porque de todos modos no me interesa contar mi historia; a fin de cuentas, hoy en día ya hay demasiadas.
Aun así, quisiera decir unas palabras acerca del proceso de compilación y edición de estas páginas. Mi tarea de editor ha sido mínima, en realidad. Debo señalar también que todas las secciones (tituladas por mí) están en verdad formadas por una serie de capítulos que fui recibiendo de Norton desde la cárcel. Cada capítulo iba encabezado asimismo por una carta, pero, dado que dichas misivas son de carácter eminentemente personal, no he considerado oportuno incluirlas aquí. Puesto que este texto fue ideado por capítulos, el lector percibirá que a veces posee un aire espontáneo e informal, y que da por sentado que el lector tiene cierta familiaridad con la vida y la obra de su autor. Ya que soy la persona que mejor conoce a Norton (y ya que el libro fue, en efecto, escrito para mí, a instancias mías), consideré que era mi responsabilidad añadir notas al pie allí donde me parecía que algunos datos adicionales ayudarían al lector a comprender la historia de Norton. (En algunos casos también he agregado notas para completar las crónicas de Norton. Igualmente, he eliminado —de manera juiciosa — algunos pasajes que en mi opinión no enriquecían la narración o carecían de relevancia; dichas supresiones no van en desdoro del retrato global que el propio Norton hace de sí.)
Por último, me parece de justicia enunciar una pregunta que Norton me planteaba en la carta que precedía al primer capítulo: ¿qué espero de este proyecto? La respuesta es muy sencilla: no deseo nada menos que restablecer el buen nombre de Norton, recordar al mundo que lo acontecido antes de estos dos últimos años es inconmensurablemente más importante que lo que haya o no haya podido ocurrir en unos pocos meses. Quizá yo sea un ingenuo, pero tengo que intentarlo. Hacer menos por un hombre que ha dado tanto al mundo de la ciencia y la medicina sería, en suma, imperdonable.
RONALD KUBODERA
Palo Alto, California
MEMORIAS DE
A. NORTON PERINA
Con notas de Ronald Kubodera, doctor en Medicina
PRIMERA PARTE
El arroyo
1
Nací en 1924 cerca de Lindon, Indiana, el típico pueblecito, como tantos otros que veinte años antes de mi nacimiento habían empezado a proliferar, sin prisa pero sin pausa, por el Medio Oeste. Con esto quiero decir que la localidad, tal como la recuerdo, solo destacaba por la absoluta ausencia de detalles característicos. Había silos y graneros rojos (la mayoría de los residentes eran agricultores), y almacenes, iglesias, pastores, médicos, maestros, hombres, mujeres y niños: el esquema de una sociedad estadounidense, pero de una sin florituras, sin adornos, sin accesorios. Había unos pocos borrachos, y un loco, y perros y gatos, y una feria del condado que se celebraba en asociación con Locust, una pedanía situada a escasos kilómetros al oeste y que ya no existe. Los vecinos — éramos ochocientos — nacían, iban a la escuela y ayudaban en casa, y se hacían agricultores, y se casaban con gente del pueblo, y formaban familias propias. Cuando te cruzabas con alguien por la calle hacías un gesto con la cabeza o, en el caso de los hombres, te bajabas un poco el ala del sombrero. Pasaban las estaciones, crecía y se cosechaba tabaco y maíz. Así era Lindon.
En mi familia éramos cuatro: mi padre, mi madre, Owen y yo. Vivíamos en una parcela de cuarenta hectáreas, en una finca desvencijada cuyo único rasgo destacable era una escalera central mastodóntica y otrora lujosa que mucho tiempo atrás había quedado transformada en una ruina de encajes por obra de generaciones y generaciones de termitas.
A poco más de un kilómetro detrás de la casa serpenteaba un arroyo, demasiado pequeño y lento y de temperamento demasiado incoherente para merecer un nombre propio. Todos los meses de marzo y abril, después del deshielo invernal, excedía sus propios límites y se convertía en un río de verdad, crecido y agresivo por los litros y litros de nieve derretida y lluvia primaveral. En aquellos meses, la naturaleza misma del arroyo cambiaba. Se volvía inclemente y decidido, y arrancaba de raíz las sanguinarias diminutas y rutilantes y el serpol que crecían en las riberas empequeñecidas, llevándose las flores río abajo, donde quedaban abandonadas en los matorrales de un dique que alguien había construido mucho antes. Los piscardos, habitantes fijos del arroyo, luchaban contracorriente y se ahogaban. En aquel período, el arroyo poseía voz: un encolerizado rugido de aguas, de potencia, y el estrecho afluente, por lo general tan plácido y falto de carácter, se transformaba en algo temible e impredecible, y a nosotros nos prohibían acercarnos.
Pero, con el calor de los meses de verano, el arroyo — que no nacía en nuestra propiedad, sino en la de los Mueller, que vivían a ocho kilómetros al este — se secaba y volvía a ser un dócil hilillo que se abría camino de manera medrosa por nuestra finca. Justo por encima se concentraba el ruido de los enjambres de libélulas y mosquitos zumbones, y las sanguijuelas chupaban su fondo suave y limoso. Solíamos ir allí a pescar, y también a nadar, y luego remontábamos la colina baja para volver a casa, rascándonos los habones de brazos y piernas hasta que se formaba una costra de piel vieja y sangre nueva.
Mi padre nunca se acercaba al arroyo, pero a mi madre le gustaba sentarse en la hierba a ver cómo el agua le lamía los tobillos. Cuando éramos muy pequeños, la llamábamos — «¡Míranos!» — y ella levantaba la cabeza distraídamente y nos saludaba con la mano, aunque lo mismo podría habernos saludado a nosotros como, pongamos, a un plantón de roble. (Nuestra madre veía bien, pero a menudo se comportaba como si fuese ciega; se movía por el mundo como una sonámbula.) Cuando Owen y yo teníamos siete u ocho años (demasiado jóvenes aún para habernos desencantado de ella), nuestra madre se había convertido en objeto primero de lástima y poco después de burla. La saludábamos cuando estaba en la ribera, con los brazos cruzados bajo las rodillas, y en el momento en que ella nos devolvía el saludo (con todo el brazo y no solo con la mano, como un alga que ondeara bajo el agua), le dábamos la espalda y hablábamos muy alto, fingiendo no verla. Luego, durante la cena, cuando nos preguntaba qué habíamos hecho en el arroyo, nos hacíamos los sorprendidos, los despistados. ¿En el arroyo? ¡No habíamos estado allí! Habíamos jugado en el campo todo el día.
—Pero si os he visto — protestaba ella.
—No —respondíamos al unísono, negando con la cabeza—. Serían otros dos niños. Dos niños que se nos parecían.
—Pero… — empezaba a decir, y la confusión le agarrotaba por un momento el semblante hasta que volvía a relajarse —. Habrá sido eso — concedía, indecisa, y bajaba la mirada a su plato.
Este diálogo se repetía varias veces al mes. Para nosotros era un juego, pero inquietante. ¿Nos seguía la corriente nuestra madre? Aunque la cara que ponía — de auténtica preocupación, de miedo, como se decía por aquel entonces, «a no estar bien», a no poder confiar o creer en su vista o su memoria — era muy real, espontánea. Preferíamos creer que estaba haciendo teatro, porque la alternativa, que estaba loca o, peor todavía, que era tonta de remate, resultaba demasiado aterradora para planteárnosla seriamente. Luego, en nuestro cuarto, Owen y yo la imitábamos —«Pero… pero… pero… ¡erais vosotros!»— y nos partíamos de risa, pero después, ya en la cama, en silencio, ponderando las consecuencias del juego, nos quedábamos intranquilos. Aunque éramos niños, los dos sabíamos (por los libros, por nuestros semejantes) lo que tenía que hacer una madre — regañar, enseñar, instruir, castigar si era necesario —, y sabíamos también que nuestra madre no estaba hecha para esas tareas. ¿En qué nos convertiríamos de mayores con una mujer así?, nos preguntábamos. ¿Por qué era tan inútil? La tratábamos como la mayoría de los críos tratan a los animalitos: con dulzura cuando nos sentíamos generosos y felices, con crueldad cuando no. Resultaba embriagador saber que teníamos poder para relajarle los hombros, para separarle los labios y que formasen una sonrisa insegura, y al mismo tiempo también para que agachara la cabeza, para provocar que se frotara la palma de la mano contra la pierna muy deprisa, un gesto que hacía cada vez que estaba nerviosa, o triste, o contrariada. A pesar de todo, nunca expresábamos nuestra preocupación en voz alta; las únicas conversaciones que versaban sobre ella estaban teñidas de escarnio o aversión. La inquietud nos hacía cómplices, nos volvía aún más descarados y antipáticos. Sin duda, pensábamos, la arrastraríamos a un punto en que se revelaría la adulta que tan bien escondía. Como casi todos los niños, dábamos por hecho que los adultos estaban, por definición, impregnados de un sentido de amenaza, de autoridad.
Además de por su falta de carácter, mi madre podía considerarse un fracaso en varios aspectos fundamentales. Era una cocinera lamentable (el brócoli al vapor le quedaba chicloso, con los cogollos llenos de escarabajos muertos crujientes, minúsculos e invisibles; su pollo asado rezumaba sangre) y solo ejercía de ama de casa en contadas ocasiones; la aspiradora que nuestro padre le había comprado estuvo arrumbada en el ropero de los abrigos hasta que un día Owen y yo la diseccionamos. Tampoco tenía aficiones. Jamás la vimos leyendo, escribiendo, pintando ni practicando la jardinería, pasatiempos que (incluso entonces) sabíamos que poseían un interés y un valor intrínsecos. Algunas tardes de verano nos la encontrábamos en el salón, sentada sobre las piernas como una chiquilla, con una sonrisa bobalicona, mirando fijamente aunque con gesto ausente una gran constelación de motas de polvo visible por la acción de un haz de luz.
Una vez la vi rezar. Una tarde al volver del colegio entré en el salón y la sorprendí de rodillas, con las palmas unidas y la cabeza levantada. Movía los labios, pero no pude oír lo que decía. Me pareció ridícula, como una actriz que actuara ante un auditorio vacío, y me dio vergüenza ajena. «¿Qué haces?», le pregunté, y ella me miró, asustada. «Nada», respondió, sobresaltada. Pero yo ya sabía qué estaba haciendo y también que me mentía.
¿Qué puedo añadir? Que era despistada, distraída, tal vez incluso idiota. Pero también debo decir que ha seguido siendo un enigma para mí, algo que no todo el mundo consigue. Y hay más cosas que recuerdo de ella: era alta y grácil, y aunque soy incapaz de rememorar las particularidades de su rostro, sé que en cierto modo fue una mujer guapa. Una fotografía en sepia vieja y borrosa que Owen tiene colgada en su despacho lo confirma. Probablemente en sus tiempos no se la consideró tan guapa como se la consideraría ahora, pues su cara se adelantaba a su época: alargada, pálida, conturbada, un rostro que indicaba inteligencia, misterio, profundidad. Hoy en día la calificarían de llamativa. Sin embargo, para mi padre debía de ser una belleza, ya que, si no, no veo por qué otra razón se habría casado con ella. Mi padre, en las contadas ocasiones en que le dirigía la palabra a una mujer, prefería a las cultas, aunque sexualmente no le pareciesen en absoluto atractivas. Supongo que las mujeres inteligentes le recordaban a su hermana, Sybil, que era médica en Rochester y a la que él admiraba con desmesura. Así pues, tuvo que conformarse con la hermosura. Siendo ya un adolescente, me decepcionó descubrir que se había casado con mi madre solo por su belleza, pero esto ocurrió antes de que me diera cuenta de que los padres nos defraudan en muchos sentidos y de que es mejor no esperar absolutamente nada de ellos, puesto que es muy posible que nunca estén a la altura de las expectativas.
No obstante, y ante todo, mi madre era inescrutable. Ni siquiera sé con exactitud dónde nació (en un pueblo de Nebraska, creo); sí sé que su familia era pobre y que mi padre, con su modesta fortuna y su carácter poco exigente, la había salvado. Pero, curiosamente, pese a la miseria, en ella no había rastro de agotamiento o desgaste; no aparentaba estar extenuada ni curtida. Al contrario: daba la impresión de ser una de esas mujeres consentidas que pasan plácidamente de la casa de su padre a una escuela para señoritas y luego caen en brazos de sus maridos. (El resplandor que envuelve a la nimba en la fotografía de Owen, su muerte prematura y discreta, sus movimientos lentos y aletargados, todo ello hace que la recuerde como una criatura luminosa, protegida, mimada, por mucho que sepa que no fue así.) Creo que no recibió educación alguna (se trababa al leerle a mi padre nuestros boletines de notas: «E-ej-em-pl…», tartamudeaba antes de que Owen o yo le gritáramos la palabra — «¡Ejemplar!» —, petulantes, impacientes y abochornados) y murió muy joven.
Aunque, en el fondo, fue joven para todo. En mi recuerdo permanece siempre aniñada, no solo en su comportamiento, sino también en su aspecto. Por ejemplo, el pelo: en todo momento lo llevaba suelto, en forma de una hélice serpenteante que le ondeaba por la espalda. Su peinado me resultaba perturbador hasta siendo yo muy niño; lo interpretaba como una prueba más de una chiquillería prolongada con rigor e impertinencia: el pelo largo, la sonrisa distante y vacía, la manera en que sus ojos se apartaban de los tuyos en cuanto le dirigías la palabra, todos esos detalles nada admirables en una mujer con las responsabilidades que se le suponían.
Ahora, al recopilar este puñado de detalles de la vida de mi madre, me desconcierta lo poco que sé y lo poco que me ha interesado siempre. Supongo que todos los niños ansían desentrañar los orígenes de sus progenitores, pero ella nunca me pareció lo bastante interesante. (¿O tal vez debería invertirse este razonamiento?) Por lo demás, jamás he creído en la idealización del pasado; ¿de qué me serviría? Owen, por el contrario, se interesó mucho más por nuestra madre tiempo después, y hasta pasó por un período, durante sus estudios, en que trató de localizar a nuestra familia y escribir una biografía informal. Sin embargo, abandonó el proyecto al cabo de pocos meses, y cada vez que alguien le preguntaba se ponía a la defensiva, así que supongo que dio con nuestros parientes maternos sin dificultad, descubrió que eran unos catetos y tiró la toalla, asqueado (por aquel entonces todavía era un elitista declarado). Ella siempre le importó de una manera que nunca he acertado a comprender. Pero, bueno, Owen es poeta, y creo que consideraba importante contar con esos datos para emplearlos en el futuro, por muy mediocres o, en última instancia, decepcionantes que fueran.
En fin. Corría el mes de julio de 1933. Dudo en decir aquello de que «era un día como otro cualquiera», una expresión tan melodramática y aciaga, amén de totalmente inverosímil. Y sin embargo, no deja de ser cierto. Así pues, era un día como otro cualquiera. Mi padre había salido con su amigo Lester Drew, un agricultor de medio pelo, a hacer lo que quiera que dos agricultores de medio pelo hicieran juntos. Owen y yo estábamos cogiendo sanguijuelas para rellenar un pastel y regalárselo a Ida, la cocinera por horas, una mujer avinagrada que los dos detestábamos. Mi madre estaba con los pies sumergidos en el riachuelo.
En las semanas posteriores, tanto a Owen como a mí nos pedirían que tratáramos de hacer memoria: ¿habíamos advertido algo raro en ella aquella tarde? ¿La habíamos notado apática, o pachucha, o especialmente cansada? ¿Nos había comentado que se sintiera mareada o débil? Pero la respuesta siempre fue negativa. En verdad, si puedo contarte tan poco acerca de las actividades o el estado de ánimo de mi madre aquel día seguramente es porque distaron muy poco de lo que habíamos llegado a aceptar como su comportamiento habitual. Por muy irritante que fuera nuestra madre, nunca podríamos haberla acusado de incongruente. Hasta el último día de su vida se mantuvo fiel a ese ritmo insondable que solo ella era capaz de descifrar.
A la mañana siguiente Owen y yo dormimos hasta tarde, como de costumbre en verano. Cuando me levanté — él aún dormía en la cama de al lado —, hacía calor. A nosotros se nos exigía bien poco. A diferencia de otros niños, no nos asignaban ninguna tarea; disponíamos de todo el día y hacíamos lo que se nos antojaba. Por tanto, en los meses de verano nos dedicábamos a pasatiempos frívolos: torturar a las ranas toro del riachuelo, robar albaricoques de los árboles de Lester Drew, arrastrarnos por la hierba alta y rasposa en busca de una familia de marmotas. Por las mañanas nos levantábamos cuando nos daba la gana, comíamos lo que nos hubieran dejado en la cocina y salíamos a llevar a cabo los planes de la jornada. A veces mi padre estaba en casa con Lester Drew, liándose cigarrillos, separados por una bandeja de rojos melocotones en rodajas que emitían un brillo enfermizo, como de carne cruda. Nos dirigían un gruñido, nosotros respondíamos igual, y nos sentábamos a la mesa sin decir nada.
Cuando entré en la cocina aquella mañana, allí estaban, junto con dos personas más: John Naples, el médico del pueblo, y el reverendo Cunningham, el pastor. Los cuatro hablaban en susurros. En cuanto aparecí, la conversación se interrumpió. Mi padre era un hombre imperturbable, estoico y en absoluto dado a sentimentalismos. (Tenía la cara ancha y cuadrada y los ojos del color aceitunado oscuro de las alcaparras.) De ahí que cualquier manifestación emocional por su parte fuese motivo de alarma, o cuando menos de curiosidad. En realidad, recuerdo su semblante de aquella mañana — una mezcla de sorpresa, consternación y perplejidad — mejor que su cara habitual.
—Tu madre ha muerto — me anunció.
Lo hizo con aparente calma y gravedad, con un tono neutro que contradecía su expresión; de hecho, su voz me tranquilizó.
—Joseph, por favor… — le reprochó el reverendo Cunningham.
—Es mejor que se entere así, sin rodeos — replicó mi padre. Me había mirado a los ojos al darme la noticia. Ahora en cambio miraba hacia otro lado y se dirigía a algún lugar por encima de la coronilla del reverendo Cunningham —. Doy por hecho que se hará cargo usted del cadáver, reverendo. Haga lo que… ella hubiera querido que se hiciera.
Acto seguido dio una palmada en un gesto neto, concluyente, y salió al patio por la puerta de atrás. Tras dedicarme una mirada larga y dolorosa, Lester fue tras él, y me dejaron con el reverendo Cunningham, que soltó un suspiro, y con John Naples, que fruncía el entrecejo.
—¡Oye! — me llamó Naples —. ¿Tú no tenías un hermano?
Sabía perfectamente que sí. El verano anterior, Owen y yo habíamos atrapado unas cuantas culebras verdes, sartas resbaladizas que fuimos colando una por una a través de la ranura del buzón de la clínica de Naples. Cosas de niños, pero él se puso hecho una furia y nunca nos lo perdonó. Era un hombre amargado y gruñón, al que el desengaño del mundo había vuelto mordaz, esa clase de personas que riñen a los niños en la calle porque saben que estos no pueden defenderse.
—¿No te interesa saber de qué ha muerto tu madre? — me preguntó.
—¡Naples! — exclamó el reverendo Cunningham.
Naples lo ignoró.
—Esos mosquitos que te han acribillado las mejillas — continuó — según mi diagnóstico son portadores de una cepa de gripe china. Los mosquitos transmiten enfermedades, y tu madre se ha metido en un pozo ciego minado de bacterias que le han casado la muerte. — Se recostó en la silla, satisfecho, y dio una calada a la pipa —. Y como tu hermano y tú no evitéis el arroyo ese, moriréis de lo mismo.
El reverendo Cunningham estaba horrorizado.
—Naples, por favor… — dijo, y a continuación, agotados todos sus recursos en ese único reproche, salió también por la puerta trasera.
A mí no me sorprendió; no esperaba gran cosa de él, y no solo porque fuera un clérigo, sino porque se notaba que era un hombre muy limitado. Tenía el típico rostro que se recuerda más por las ausencias que por las presencias: unas mejillas tan demacradas y cadavéricas que parecía que alguien le hubiera metido la mano en la boca, hubiera arrancado la carne con un par de movimientos rápidos y lo hubiera dejado marchar.
Naples se encogió de hombros. A diferencia de los demás, por lo visto no tenía intención de irse. Owen y yo nos habíamos percatado de que cuando hablábamos con adultos como si fuesen un pelín lentos, incluso inferiores — igual que si fuesen un incordio que hubiéramos aprendido a soportar —, su asombro hacía que nos dieran información y se dirigieran a nosotros en un tono que jamás habrían empleado con un niño. Esta técnica, sin embargo, no surtía efecto con Naples; su arrogancia le había conferido cierta inamovilidad, muy poco práctica.
—¿Qué demonios es la gripe china? — pregunté.
Naples soltó una bocanada de humo.
—No lo entenderías — repuso con malos modos.
—Pues yo creo que se lo ha inventado.
—Y yo creo que eres un mocoso insolente. Y tu hermano también, los dos.
—¿A que sí que se lo ha inventado?
—Mucho ojo conmigo, niño.
—Entonces ¿qué es?
Seguimos así un rato —yo preguntando, Naples amenazando —, hasta que al final suspiró y cedió.
—Es una enfermedad que se transmite por el aire y propagan los mosquitos. A tu madre le ha picado uno, se ha puesto mala y por eso se ha muerto. — Parecía una explicación lógica, y me quedé callado. Permanecimos los dos en silencio un momento, me figuro que ambos reflexionando acerca del fallecimiento de mi madre, tan decepcionante en cierto modo. Pero entonces Naples se acordó de que yo lo había manipulado para que contestara la pregunta y se rehízo —. Me sorprende que tu madre no se haya suicidado. Bien sabe Dios que yo lo habría hecho si tú hubieras sido hijo mío. — Los ojos le brillaron de triunfo y expectación.
A mí no me molestaron sus palabras, pero él debió de tomar mi silencio por dolor y, satisfecho, vació la cazoleta de la pipa, formando un pulcro hormiguero de ceniza sobre la mesa, y se marchó por la puerta principal, con un portazo. Lo oí silbar por el sendero hasta que el sonido fue atenuándose y desapareció del todo, y solo quedó el zumbido de un enjambre de insectos de verano. Fue la primera vez que me hablaron como a un adulto.
Sin embargo, fue también John Naples, aquel médico rural engreído y de quinta categoría, quien prendió realmente la chispa de mi interés por las enfermedades. Lo hizo sin querer — no creo que me hablara de la muerte de mi madre en términos tan directos porque quisiera tratarme como a un adulto; en realidad era un hombre mezquino y cruel, y estoy convencido de que su única intención era hacerme llorar —, pero gracias a aquella cruda y errónea explicación tuve el primer atisbo del mundo de las enfermedades y de su misterio preciso y brillante.
Incluso a aquella edad, Owen se interesaba ya por las palabras; leía diccionarios y libros de todo tipo, y le encantaban los juegos de palabras: anagramas, calambures, palíndromos. Se pasaba el día entretenido con series de adivinanzas que hubiera descubierto o inventado. Y aunque a mí también me gustaba leer, nunca sentí el amor que profesaba Owen por los juegos del lenguaje. Esto se debe a que, para mí, la lengua no poseía una inteligencia inherente y propia, sino que era una herramienta creada por el hombre, el hombre le daba su significado y, por tanto, una escritura ingeniosa solía parecerme poco más que un rompecabezas chino formado por ardides. Los escritores reciben elogios por manejar con destreza algo artificial, algo que puede cambiarse o manipularse a placer; pero ¿por qué se considera un acto de genialidad alimentar un constructo artificial? Aunque quizá no tenga mucho sentido esto que digo, así que permíteme que lo exprese de otra manera: el lenguaje no posee secretos intrínsecos.
La ciencia, por el contrario, y más concretamente la ciencia de las enfermedades, estaba llena de deliciosos secretos, de densas y oscuras bolsas de misterio. El lenguaje podía malinterpretarse, tergiversarse, sus reglas imponerse o pasarse por alto a capricho. No existía una disciplina. A veces se me antojaba como un juego inventado por el hombre para entretenerse, como hacía Owen. Pero una enfermedad, un virus, una tira serpenteante de bacterias existía con o sin el hombre, y nos correspondía a nosotros resolver sus enigmas.
John Naples, como es natural, no pensaba en la enfermedad en esos términos (una buena señal de una mente débil la encarna el médico que insiste en que es el paciente, y no la enfermedad, en quien debemos concentrar nuestros esfuerzos), pero le concedo el mérito de pasar por mi vida como una figura aleccionadora, ese tipo de persona con la que actualmente me relacionaría de no haber optado por el camino de la investigación en medicina. Ya entonces sabía que no me conformaría con explicaciones imperfectas. Era demasiado impaciente para eso.
Por suerte, Naples no tendría la última palabra. Quizá mi padre fuera un holgazán, pero no era tonto, y en aquel lance se mostró sorprendentemente competente. Aquella misma tarde, después de telefonear a su hermana a Rochester (había pasado por alto la cuestión de informar a Owen, así que tuve que encargarme yo cuando por fin bajó en pantuflas a la cocina, frotándose los ojos y rezongando), llamó a un compañero de estudios de Sybil que vivía en Indianápolis, que a su vez llamó a un amigo suyo que vivía en Crawfordsville, un pueblo situado a ochenta kilómetros al este de donde estábamos. Ese médico — un tal doctor Burns — se encargó de que trasladasen a mi madre a su clínica para practicarle la autopsia.
A la semana siguiente recibimos el informe, que revelaba que mi madre no había muerto de gripe china («Personalmente, ignoro la existencia de dicha enfermedad, aunque reconozco que, como patólogo que soy, puede que no esté tan versado en afecciones locales como mi estimado colega, el doctor John M. Naples», escribió Burns en su carta, con suma diplomacia), sino de un aneurisma. ¡Un aneurisma! Desde que Sybil me lo explicara, lo imaginé muchas veces, casi oía la tenue explosión de la arteria que reventaba, veía la espiral de tejido pastoso, fláccido, la sangre negra tiñendo el cerebro del color rojo brillante y pegajoso de las granadas. (Más adelante, durante los esporádicos momentos de mi adolescencia en que me embargaba el remordimiento, pensaría: «¡Tan joven! ¡Qué injusticia!». Y más tarde todavía, cuando ya era un adulto lo bastante entrado en años para plantearme en serio mi propia muerte y las circunstancias que yo preferiría, «¡Impresionante!». Me imaginaba estrellas fugaces, fuegos artificiales, gloriosas gotas de luz que caían del cielo igual que miles de rutilantes piedras preciosas, cada esquirla no más grande que una semilla, y casi envidiaba la última gran experiencia de mi madre.)
«No sintió ningún dolor —me escribió Sybil—. Ha tenido una muerte buena. Ha tenido suerte.»
«Una muerte buena.» Le di muchas vueltas a aquella expresión, hasta que me hice médico y comprobé por mí mismo a qué se refería Sybil. Sin embargo, siendo niño, aquellas palabras se me antojaban tan misteriosas como el propio concepto de muerte. «Una muerte buena.» Mi madre fue una persona que tuvo una muerte buena. A una soñadora, a un espectro, se le concedió el mayor regalo que la naturaleza pueda otorgar. Aquella noche se metió bajo la colcha con la misma tranquilidad con que introducía los pies en el riachuelo pálido y susurrante y cerró los ojos, sin saber ni temer lo que la aguardaba.
Desde entonces, durante años soñé que mi madre se me aparecía bajo extrañas formas, con los rasgos como cosidos en otros seres en combinaciones grotescas y al mismo tiempo sobrecogedoras: era como un pez blanco y resbaladizo en el extremo de mi anzuelo, con una boca de trucha abierta y de expresión triste y sus ojos oscuros cerrados; como un olmo de la linde de nuestra propiedad, cuyas matas de andrajosas hojas de oro deslustrado eran sustituidas por guedejas enredadas de su pelo negro; como el chucho gris y cojo que vivía en la finca de los Mueller, cuya boca, la boca de ella, se abría y cerraba anhelante sin emitir jamás un sonido. Al hacerme mayor me di cuenta de que la muerte había sido un trance fácil para mi madre; para temer la muerte, has de contar con algo que te ate a la vida. Y no era el caso. Era como si hubiera estado preparándose para su propia muerte todo el tiempo que yo la conocí. Un día estaba viva, y al siguiente ya no.
Y, como bien dijo Sybil, tuvo suerte. Porque ¿qué otra cosa podemos atrevernos a pedirle a la muerte sino un poco de amabilidad?
Después de aquello nos quedamos solos Owen, mi padre y yo. De mi padre he hablado de pasada, y si bien sería inexacto afirmar que nos caía bien, sin duda era más soportable que nuestra madre, aunque tenían en común un exasperante rechazo por la vida práctica. Si a mi madre le tocó su ración de suerte con la muerte, mi padre había aceptado hacía mucho la suerte como derecho natural.
Mi padre nació y se crió en una localidad cercana llamada Peet, otro lugar del que no habrás oído hablar en la vida. Hoy en día Peet se halla prácticamente deshabitado, es el típico sitio que cada año que pasa está más triste y despoblado a medida que los niños crecen y se van para no volver. Cuando mi padre era joven, sin embargo, Peet era lo que podríamos llamar un pueblo importante. Tenía su propio apeadero, que a su vez había generado una economía local modesta pero sana. Había un hotel, por ejemplo, y un teatro de variedades, y una calle mayor con negocios de dos plantas en madera pintada del color del mar y las rocas. Los viajeros que se dirigían al oeste, a California, hacían parada en Peet para tomar un sándwich de huevo con mayonesa y lechuga y un refresco con sabor a apio en el ultramarinos que había junto a la estación antes de regresar al tren. Los lugareños prosperaron gracias a estas relaciones efímeras, puras a su manera: el trueque de dinero a cambio de mercancías, una despedida amable, la seguridad de que ninguno de los implicados volvería a verse. A fin de cuentas, ¿qué son la mayoría de las relaciones que establecemos en la vida sino justo eso, aunque dilatadas morbosamente durante años y generaciones?
Los padres de mi padre, cuyos padres fueron inmigrantes húngaros, eran los dueños del ultramarinos. A diferencia de su hijo, trabajaban de sol a sol, eran austeros y hacían inversiones sensatas. En 1911, cuando mi padre cursaba el último año de universidad, murieron, casi a la vez, de gripe. Mi padre y su hermana heredaron el negocio, la casa y casi treinta hectáreas de tierras que habían comprado en un pueblo llamado Lindon, además de los ahorros. Mi padre demostró ser un administrador competente y eficaz, como tras la muerte de mi madre. Vendió el almacén y la casa de Peet, pagó los impuestos y el entierro, y abrió una cuenta de ahorros para su hermana. Sybil, que estaba terminando el instituto, destinó parte de su dinero para la matrícula en la prestigiosa Universidad de Wellesley. Mi padre, más perezoso, se sacó las asignaturas que le faltaban en Purdue, se graduó y se mudó a Lindon, donde construyó una casa y todos los años añadía unas pocas hectáreas a la parcela. Mientras Sybil empezaba Medicina en la Universidad del Noroeste, mi padre cultivaba soja, judías verdes y alubias amarillas. Concibió a sus hijos. Al final entró a trabajar en la estación de ferrocarril del pueblo como coordinador de horarios. Ya había hecho cuanto tenía que hacer en esta vida.
Mi padre me resultaba tan frustrante como escurridiza mi madre. Hasta donde fui capaz de discernir, únicamente le interesaba alcanzar un estado de inercia completa y absoluta. A mí eso me generaba una irritación casi indescriptible. Para empezar, vivíamos en un pueblo donde la valía de una persona se medía según su laboriosidad. Y no es que a Owen o a mí nos importara un comino lo que los vecinos considerasen digno de admiración; fue, simple y llanamente, que por casualidad pensábamos lo mismo: que la actitud de mi padre tenía algo de vergonzoso, quizá incluso de obsceno. Al fin y al cabo, estábamos en plena Gran Depresión. Oíamos historias de niños abandonados por sus padres, veíamos fotos de hombres derrengados, extenuados, esperando un cuenco de sopa, un trabajo, un préstamo. Y en cambio mi padre, sin ambiciones, plácido, con una espectacular falta de motivación, se las había apañado para salir de todo punto indemne. Recuerdo que muchas noches, sentados en la cocina, me moría de ganas de tener un padre que me gritara, me regañara, me retara a hacer mejor las cosas, a poner más empeño, cuyas ambiciones para mí fuesen mayores que las mías. Pero, en cambio, mi padre se limitaba a canturrear distraídamente la canción que más sonara en aquel momento y a liarse cigarrillos, sin moverse de la silla. El maíz, vestigio de una comida hecha a toda prisa, anidaba en su bigote de cerdas, y cuando se lo indicaba él sacaba la lengua con desidia y se la pasaba por los labios y la nariz con un movimiento serpentino y grácil, sin dejar de canturrear. Ese gesto descuidado y desenfadado me disgustaba más que cualquier otra cosa. Ahora me da un poco de risa mi hipócrita disconformidad; naturalmente, yo me beneficié una barbaridad de la continua buena estrella de mi padre, pero a la sazón me daba la impresión de que tanto a Owen como a mí nos hacía un flaco favor. Cualquiera que se hubiera criado en mi casa habría dado por sentado que la suerte caía del cielo con un porrazo tranquilizador y que ninguna aspiración merecía la pena, ni siquiera la idea de amasar una gran fortuna. Mi padre, de hecho, no hizo dinero merced a ninguna clase de afán capitalista; no, pasó porque tenía que pasar, y las pocas veces que tomó malas decisiones en los negocios tampoco pareció importarle.
A mí me enfurecía la situación, porque nada anhela más un niño consentido que la fantasía de la pobreza. A menudo me descubr