Bitna bajo el cielo de Seúl

J.M.G. Le Clézio

Fragmento

Me llamo Bitna. Pronto cumpliré dieciocho años. No puedo mentir porque tengo los ojos claros y se me notaría enseguida en los ojos. También tengo el pelo claro, hay quien piensa que me lo decoloro con agua oxigenada, pero nací así, con el pelo de color maíz, porque mi abuela padeció una serie de carencias después de la guerra y mi madre también. Nací en el sur, en la provincia de Jeolla-do, en una familia de vendedores de pescado. Mis padres no son ricos, pero cuando acabé la enseñanza secundaria quisieron darme la mejor formación que fuera posible y buscaron una universidad Sky (una universidad del cielo)[1] y pidieron un préstamo. Al principio no tuve problemas de alojamiento porque mi tía (la hermana mayor de mi padre) accedió a alojarme en su piso diminuto del barrio Yongse, muy cerca de la universidad, compartiendo habitación con su hija, llamada Paek-hwa, aunque, a decir verdad, ese nombre de flor inmaculada no le pega en absoluto. Doy estos detalles porque esa situación y esa convivencia fueron el origen de mis posteriores aventuras y perfeccionaron mi formación no menos que las clases de mis profesores, pues en ese cuartito descubrí cuánta perversidad, cuánta envidia, cuánta cobardía y cuánta pereza puede albergar una persona.

Paek-hwa tenía algunos años menos que yo y no tardé en darme cuenta de que me habían invitado a vivir en esa casa para cuidarla. Al principio me pedían cosas sencillas: «Bitna, tú que eres tan sensata, ¿te importaría ocuparte de que tu prima haga los deberes (o de que ordene su cuarto, o ayude en las tareas de la casa, o rece sus oraciones, o se lave la ropa interior, etcétera?)»; y, poco a poco, las sugerencias se fueron convirtiendo en recomendaciones más imperiosas («Pero bueno, si ya sabes que tienes que dar ejemplo») y, al final, en órdenes puras y duras: «¡Bitna! ¿Qué te hemos dicho? ¡Vete a recoger a tu prima y prepárale el almuerzo!».

Esta situación no tardó en volverse intolerable. Paek-hwa hacía lo que le daba la gana. A los catorce años lo único que le interesaba era su persona; se pasaba las horas muertas mirándose en un espejito de aumento para arremeter contra las imperfecciones de su cutis, rojeces y granos, que reventaba con bastoncillos de algodón para sacarles el pus, curar luego las heridas con pañuelos empapados de alcohol y acabar tapando las cicatrices con una capa de crema antiojeras y otra de base de maquillaje. ¡Se había convertido realmente en una experta en medicina cosmética!

Era una lucha constante, porfías interminables para decirle lo que tenía que hacer y que acababan invariablemente con voces y lloros, o con ataques de ira, cuando Paek-hwa agarraba lo que tuviera a mano para tirármelo a la cabeza o, a veces, por la ventana: platos, vasos e incluso cuchillos; y yo no me atrevía a mirar abajo a ver si había matado a alguien. Luego tenía que cargar yo con los desperfectos y también con los reproches de mi tía: «Eres una ingrata, con todo lo que hemos hecho por ti, todo lo que hemos hecho para ayudarte en la vida; si no fuera por mí, estarías mendigando en la calle; o tendrías que volverte con los pescadores esos tuyos, a Jeolla-do, a desescamar y destripar peces en el mercado». ¿Qué podía yo contestar a algo así?

Por entonces fue cuando empecé a viajar por la ciudad. Las clases en la universidad me tenían ocupada solo parte del tiempo. El resto lo dedicaba a caminar por las calles o a embarcarme en largos trayectos en autobús o en metro. Al principio, recorría las calles para olvidarme de los problemas familiares, de la suciedad de la habitación que compartía con mi prima y de los constantes reproches de mi tía. En cuanto salía del piso, en cuanto cerraba de golpe la puerta metálica y bajaba las escaleras empinadas que conducían a la calle, se me quitaba un peso de encima, respiraba con más libertad, tenía energía en las piernas y sonreía.

La calle era mi aventura personal. En mi ciudad pequeñita de la provincia de Jeolla-do nunca pasaba gran cosa. El centro constaba de una o dos calles nada más, con algunas tiendas, sobre todo de comida, y algunos restaurantes; toda la actividad concluía a las cinco de la tarde y el momento de mayor ajetreo era por la mañana temprano, cuando los tractores tiraban de las carretas, llenas de repollos y cebollas. Vivíamos al ritmo de las fiestas, tres veces al año: la fiesta de Chuseok, el Año Nuevo y la fiesta de los antepasados, cuando se asean las tumbas. Al llegar a Seúl, me pareció entrar en un nuevo mundo. Rodean los barrios amplias avenidas por las que circula un mar de coches y de autobuses que van en todas direcciones. En las aceras la muchedumbre es tan compacta que he tenido que aprender a andar sin tropezar con la gente que va en sentido contrario, lo cual, dado lo que abulto (mido un metro cincuenta y seis y peso cuarenta y tres kilos), supone dar brincos para esquivarla y, a veces, bajarme de la acera. Al principio iba con mi tía y mi prima a hacer los recados. Tenían una seguridad que me impresionaba. Nunca se bajaban de la acera, sino que, antes bien, se arrimaban la una a la otra para formar un bloque compacto y avanzaban sin mirar a los lados. ¡Era la técnica del carro de combate! Yo me quedaba prudentemente detrás, en su estela. Miraba a todo el mundo a los ojos, que es algo que no se hace. Incluso, en los primeros tiempos, saludaba a los peatones por la calle, sobre todo a las personas mayores, hasta que mi tía me regañó: «Bitna, ¿por qué le sonríes a todo el mundo? ¿Quieres que te tomen por una deficiente?». Paek-hwa se burlaba de mí: «¡Es de pueblo, no sabe nada de la ciudad!».

Durante ese primer año fue cuando cogí la costumbre de mirar a las personas sin que se dieran cuenta. No siempre resulta fácil. Hay que encontrar un buen punto de observación, a no mucha distancia, pero tampoco muy cerca. En el metro, está el reflejo en los cristales, pero no siempre es nítido y, además, la gente tarda bastante poco en localizarte porque cuando mira los cristales se topa con tu reflejo. Están mejor los autobuses porque van a la luz del día y puedes observar a través de las ventanillas. O bien las personas van en coche y entonces las ves desde arriba porque el autobús es más alto, o bien, cuando el autobús se para o circula despacio bordeando la acera, te da tiempo a verlas bien y a imaginarte montones de cosas sobre ellas. De dónde vienen, a qué se dedican, sus preocupaciones, sus problemas sentimentales, sus dificultades económicas, o, si no, lo que les pasó hace tiempo, sus recuerdos, su familia, sus penas.

Por entonces llevaba una libretita y apuntaba todo cuanto veía, con una descripción breve de las personas:

Una señora de unos cincuenta años. Lleva un abrigo negro un poco raído, zapatos bajos y un bolso de cuero de imitación con dos hebillas doradas, tiene el pelo gris y rizado, y arrugas alrededor de la boca. Vive en Gangnam, en un bloque de viviendas, está divorciada, su piso es muy pequeño, le gustaría tener un perro pero las normas lo prohíben. Es la señora Nah Mi-sook. Ha trabajado toda la vida en un banco, detrás de un crist

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