El corazón de Yamato

Aki Shimazaki

Fragmento

cap-1

I

Estoy yendo hacia la empresa Goshima.

Son las siete y media de la mañana. Bostezo. Anoche regresé de un viaje de negocios a Singapur y todavía me noto cansado.

Pasé allí dos semanas haciendo un estudio de mercado: nuestra empresa piensa vender un nuevo modelo de climatizador de la firma S. Trabajé en colaboración con el jefe adjunto de nuestra sucursal, un chino. El estudio progresó sin problemas gracias al buen conocimiento que tiene del mercado de su país. Conversamos en mandarín, y nos llevamos muy bien. Él y su mujer me invitaron a comer a su casa, y él mismo se encargó de preparar la cena. Le gustan los deportes y jugamos al tenis.

Allí me confiaron otra tarea, completamente inesperada: hacer de guía para el presidente del banco Sumida. Es una persona de suma importancia para nuestra empresa, que no habría podido sobrevivir sin su apoyo durante la crisis del petróleo de 1973. Como nuestra sede central en Tokio me comunicó la orden de la misión en el último momento, no tuve tiempo de pensar adónde llevar al señor Sumida. De modo que le pedí al jefe adjunto chino que me acompañara. Nos pasamos todo un día enseñándole la ciudad de Singapur.

El señor Sumida había ido a visitar una empresa china que quería financiar. Me contó lo mucho que Japón debía a los comerciantes chinos de allí; durante la posguerra habían comprado los productos japoneses que los occidentales despreciaban. Es un hombre bastante franco. Llegó incluso a hablarme de su único hijo, que no quiere casarse aunque ya esté promediando la treintena. En realidad, acompañar a semejante personaje me resultaba mucho más pesado que el estudio de mercado mismo, pues había que cuidarse de no ofenderlo. Todo eso me puso los nervios de punta. Como sea, el atendo también es una tarea muy importante para los shōsha-man, y yo di lo mejor de mí.

Miro el edificio Goshima, que reluce bajo el sol matinal.

Ubicado en medio de un hermoso barrio de Tokio, destaca por la modernidad y la altura de sus veinte pisos. Miles de empleados fieles trabajan allí montando una red de información gigantesca. Es una sōgō-shōsha muy conocida en todo el mundo, que trabaja sobre todo con productos eléctricos y petroleros. En los años sesenta progresó notablemente. Hoy tiene sucursales en los cuatro puntos del planeta.

Yo entré a la compañía en 1974, hace siete años. Ahora ya soy un shōsha-man a todos los efectos. Es una profesión exigente, pero estoy contento de mi decisión. El dinamismo incomparable de la sōgō-shōsha sigue resultándome apasionante. Además, me enorgullece pertenecer a una de las principales empresas que sostienen gran parte de la economía japonesa. Pienso seguir en ella hasta que me jubile.

El sol de marzo derrama su luz con suavidad. «¡Qué buen tiempo!» Me desperezo y bostezo. En la solapa de mi chaqueta brilla la insignia de nuestra compañía. La gente que repara en ella me mira con respeto o envidia. Contemplo el cielo límpido y pienso en mi padre, que murió hace ya once años. Ojalá pudiera hablarle de mi trabajo. Estoy seguro de que estaría orgulloso de mí.

Tengo casi treinta años y las cosas me van muy bien, salvo por el hecho de que todavía no tengo una novia con la que formar una familia. Mis parientes cercanos y la gente de la empresa intentan presentarme a chicas núbiles. El señor Toda, uno de mis superiores, me ofreció un día que conociera a una chica recomendada por su mujer, que es maestra de ceremonia del té. Otra vez, Nobu, uno de mis colegas, casi me arregla un encuentro con una chica. Como no tengo ningún interés en ese tipo de matrimonio concertado, no acepté las propuestas. Sin embargo, Nobu insistió tanto que terminé enojándome:

—Es una gentileza que no necesito. Sabes bien que no quiero casarme por miai. De modo que no tengo la menor intención de verme con esa chica ni con ninguna otra.

—Qué lástima —dijo Nobu, decepcionado—. Sería perfecta para ti.

En realidad, hay una chica que me gusta mucho. Es recepcionista en nuestra empresa. Se llama Yūko Tanase. A veces me la encuentro en un café. Me doy cuenta de que durante mi viaje a Singapur pensé sin cesar en ella: en el avión, en el hotel, en el restaurante, en el taxi... Dondequiera que fuera, deseaba que estuviera a mi lado, sobre todo cuando miraba el cielo en una noche hermosa.

Yūko nació en Kobe. En Tokio vive con sus padres. Tiene un hermano de mi edad, ya casado. Su padre es jefe de una sucursal de una empresa especializada en fibras sintéticas que está financiada por el banco Sumida, como la nuestra.

La primera vez que hablé con Yūko fue en la academia Kanda, una escuela de lenguas extranjeras donde yo estudiaba francés una vez por semana. En octubre pasado me crucé en el pasillo con una muchacha de nuestra empresa. Era ella. Yo solo la conocía de vista. Por esa época Yūko trabajaba en la oficina del departamento de asuntos corporativos. Me reconoció y me sonrió con distinción. Hablamos unos minutos y me enteré de que también hacía un curso de francés de nivel medio. Enseguida me gustó su manera de hablar. Su voz era suave y clara, y su japonés tan distinguido como su sonrisa. Me pareció que era una chica bien educada.

Esa noche la invité al café después de nuestras clases, que terminaban al mismo tiempo. Caminábamos por una callejuela que llevaba a la estación de metro y nos detuvimos frente a un café llamado Torēhuru. Las letras estaban escritas en katakana, verticalmente, sobre un rótulo con los bordes verde.

—¿Torēhuru? ¡Qué nombre tan extraño! —exclamé.

—Creo que viene de una palabra de origen francés, trèfle, trébol —me dijo Yūko. Tenía razón. El café estaba en el primer piso—. ¡Vamos, señor Aoki! —Y se puso a subir la escalera sin esperar mi respuesta.

La decoración no tenía nada que ver con el término de origen francés. No había más que algunas plantas verdes. Era un café como cualquier otro.

Decepcionada, Yūko murmuró:

—Me siento engañada, pues el trébol es el símbolo de la promesa...

Sin embargo, la joven camarera que atendía el local nos recibió con amabilidad, y eso nos gustó. Nos instalamos en una mesa cerca de la ventana, al fondo del salón.

Esa misma noche me enteré de que Yūko planeaba un viaje de tres meses a Montreal, donde ya había estado durante los Juegos Olímpicos de 1976. Le pregunté cómo se las arreglaría para tomarse unas vacaciones tan largas. Me respondió con franqueza:

—¡Antes de viajar dejaré la empresa, por supuesto!

En efecto, ya había presentado su renuncia, cuya fecha se había fijado para el 17 de marzo del año siguiente.

—¡Menuda vida! Me gustaría ser mujer. La vida sería más fácil —la provoqué.

—¡A usted le queda mucho que aprender sobre las mujeres, señor Aoki! —dijo fingiéndose enfadada. En realidad, era una persona muy activa: además de francés, estudiaba inglés e ikebana después del trabajo, y los fines de semana enseñaba koto en casa de sus padres—. El 17 de marzo, además, es mi cumpleaños —añadió sonriendo.

Desde entonces solemos ir al café Torēhuru cuando acabamos las clases en la academia Kanda.

Yūko es popular entre los solteros, sob

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