Lago Lemán, 1816
La realidad es soluble en el agua.
Lo que alcanzábamos a ver, las rocas, la orilla, los árboles, las barcas en el lago, había perdido su definición habitual y se había desdibujado en el gris eterno de una semana de lluvia. Incluso la casa, que imaginábamos de piedra, se estremecía envuelta en una bruma espesa, una bruma en la que a veces aparecía una puerta o una ventana, como en un sueño.
Todo lo sólido se había disuelto en su equivalente acuoso.
La ropa no se secaba. Cuando entrábamos, y hay que entrar, porque hay que salir, el mal tiempo nos acompañaba. Cuero empapado. Lana que apestaba a oveja.
Mis prendas interiores están enmohecidas.
Esta mañana he decidido pasear desnuda. ¿Qué sentido tiene llevar la ropa empapada? ¿O con botones forrados que se hinchan tanto que ayer tuve que cortarlos para poder quitarme el vestido?
Esta mañana parecía que me hubiese pasado toda la noche sudando de tan húmeda como estaba la cama. Mi aliento empañaba las ventanas. La leña que aún ardía en la rejilla de la chimenea suspiraba en señal de abatimiento. Te dejé durmiendo y bajé los peldaños vaporosos sin hacer ruido, con los pies mojados.
Desnuda.
Abrí la puerta principal de la casa. La lluvia persistía, tenaz e indiferente. Llevaba siete días cayendo, ni con mayor fuerza, ni con menor ímpetu, sin arreciar, sin remitir. La tierra era incapaz de absorber más agua y allí donde pisaras estaba mullido: los caminos de grava rezumaban y en el cuidado jardín varios manantiales habían brotado y arrastrado parte de la tierra, que se había depositado en charcos negros y espesos en la cancela de la finca.
Pero esta mañana rodeé la casa, enfilé la cuesta, con la esperanza de encontrar un claro entre las nubes que me permitiese contemplar el lago que se extendía a nuestros pies.
Mientras ascendía me dio por pensar en cómo debían de vivir nuestros antepasados, sin fuego, a menudo sin un lugar donde refugiarse, aventurándose en la naturaleza, tan bella y generosa, pero tan despiadada cuando se desataba. Concluí que sin el lenguaje, o antes del lenguaje, la mente es incapaz de procurarse solaz.
Y sin embargo, es el lenguaje de nuestros pensamientos el que nos tortura antes que cualquier exceso o privación de la naturaleza.
¿Cómo debía de ser...? No, ¿qué debía de ser? No hay un cómo, la pregunta no admite comparación posible. ¿Qué debía de ser el ser un ser sin lenguaje? No un animal, sino algo más cercano a mí.
Aquí estoy, envuelta en esta piel inútil, con la carne de gallina y tiritando. Un triste espécimen, sin el olfato de un perro, sin la velocidad de un caballo, sin alas como las de las águilas ratoneras, cuyos chillidos de alma en pena oigo sobre mi cabeza, sin aletas, ni siquiera una cola de sirena para hacer frente a este tiempo escurrido. No estoy tan bien provista como ese lirón que desaparece en la grieta de una roca. Soy un triste espécimen, pero puedo pensar.
Hallo mayor deleite aquí, en el lago y en los Alpes, donde la soledad proporciona sosiego a la mente, que en Londres. Londres es perpetuo; un presente en desarrollo constante apresurándose por alcanzar un futuro en retroceso. Me gusta imaginar que aquí, donde el tiempo no se agolpa ni escasea, puede ocurrir cualquier cosa, que todo es posible.
El mundo se encuentra a las puertas de algo nuevo. Somos el espíritu que da forma a nuestro destino. Y aunque no soy inventora de máquinas, soy inventora de sueños.
Aun así, me gustaría tener un gato.
He sobrepasado la altura del tejado, las chimeneas despuntan a través del lienzo húmedo de la lluvia humeante como las orejas de un animal gigante. Tengo la piel cubierta de perlas transparentes, como si estuviera bordada con agua. Hay algo sublime en mi desnudez adornada. Los pezones son las tetillas de un dios de la lluvia. El vello púbico, siempre espeso, rebosante, como un banco de peces oscuro. La lluvia arrecia, constante como una cascada, conmigo en su interior. Tengo los párpados empapados. Me seco los globos con los puños.
Shakespeare. Él fue quien acuñó esa palabra: globo. ¿En qué obra aparece? ¿Globo?
En los ojos de Lisandro entonces esta yerba ;
exprime, cuyo zumo la virtud reserva ;
de hacer borrar toda ilusión de su mirada
y girar sus globos con la vista acostumbrada.[1]
Y entonces lo veo. Creo que lo veo. ¿Qué imagino ver?
Una figura, gigantesca, harapienta, que se desplaza con movimientos veloces sobre las rocas por encima de mí, alejándose de mí, de espaldas a mí, una figura de movimientos seguros y al mismo tiempo vacilantes, como un cachorro que aún no sabe qué hacer con unas patas tan grandes. Sentí el impulso de llamarlo, pero confieso que estaba asustada.
La visión se desvaneció un instante después.
Si se trata de un viajero que se ha extraviado, encontrará la casa, pensé. Pero se alejaba hacia lo alto, como si ya hubiera encontrado la casa y hubiese pasado de largo.
Acuciada por la preocupación, tanto de haber visto a alguien como de haberlo imaginado, emprendí el camino de vuelta. Entré sin hacer ruido, esta vez por una puerta lateral, y tomé la curva de la escalera, aterida de frío.
Mi marido estaba en el descansillo. Me acerqué a él, desnuda como Eva, y me percaté de su agitación varonil bajo la camisa de dormir.
He ido a dar un paseo, dije.
¿Desnuda?, preguntó.
Sí, contesté.
Alargó la mano y me acarició la cara.
¿De qué estás hecho tú, de qué sustancia,
que puedes conformar mil y una sombras? [2]
Esa noche nos encontrábamos todos reunidos alrededor del fuego; la habitación estaba envuelta en más sombras que luces, pues disponíamos de pocas velas y no podíamos abastecernos de más hasta que mejorase el tiempo.
¿Esta vida es un sueño caótico? ¿El mundo exterior es la sombra, mientras que la esencia es lo que no podemos ver, ni tocar, ni oír, y aun así percibimos?
¿Por qué, entonces, la vida que soñamos es tan pesadillesca? ¿Febril? ¿Sudorienta?
¿O acaso no estamos ni vivos ni muertos?
Un ser que no está ni vivo ni muerto.
Toda mi vida he temido tal condición, por eso siempre me ha parecido mejor vivir como pudiese, sin temor a la muerte.
Por eso me fugué con él a los diecisiete años, y los dos que he pasado a su lado me han dado la vida.
En el verano de 1816, los poetas Shelley y Byron, el médico de Byron, Polidori, Mary Shelley y su hermanastra, Claire Clairmont, por entonces amante de Byron, alquilaron dos propiedades en el lago Lemán, en Suiza. Byron se alojó en la imponente Villa Diodati, mientras que los Shelley ocuparon una casa más pequeña y con mayor encanto, situada a media ladera, por debajo de la casa señorial.
La mala reputación que adquirieron las residencias fue tal que un hotel ubicado en la orilla opuesta del lago instaló un telescopio para que sus clientes pudiesen observar los desmanes de aquellos supuestos satanistas y sexualistas que compartían a sus mujeres.
Es cierto que Polidori estaba enamorado de Mary Shelley, pero ella se negó a acostarse con él. Byron lo habría hecho con Percy Shelley, si Shelley lo hubiese deseado, pero no existen pruebas de ello. Claire Clairmont se habría acostado con cualquiera, aunque en esa ocasión solo lo hacía con Byron. Los ocupantes de las casas pasaban todo el tiempo juntos, y entonces empezó a llover.
Mi marido adora a Byron. Todos los días salen a navegar por el lago y hablan de poesía y libertad mientras yo evito a Claire, con quien no se puede hablar de nada. Debo esquivar a Polidori, que me sigue como un perrito faldero enfermo de amor.
Pero entonces llegó la lluvia, y los días diluvianos no permiten trabajar en el lago.
Al menos el tiempo también impide que nos espíen desde la otra orilla. En el pueblo, he oído el rumor de que un huésped había visto media docena de enaguas tendidas al sol en la terraza de Byron. En realidad, lo que vieron fue ropa de cama. Byron es poeta, pero le gusta ir limpio.
Y ahora nos vemos confinados por innumerables carceleros, cada uno formado por una gota de agua. Polidori se ha traído a una muchacha del pueblo para entretenerse y los demás hacemos lo que podemos en nuestros lechos húmedos, pero la mente precisa del mismo ejercicio que el cuerpo.
Esa noche estábamos sentados frente al fuego hablando de lo sobrenatural.
A Shelley le fascinan las noches iluminadas por la luna y el descubrimiento repentino de unas ruinas. Cree que todos los edificios conservan huellas del pasado, como un recuerdo, o recuerdos, y que estos se liberan a su tiempo. ¿Y cuál es ese tiempo?, quise saber, y él se preguntó si el tiempo en sí depende de quienes lo habitan. Si no es posible que nos utilice como canales de comunicación con el pasado; sí, tiene que ser eso, concluyó, porque hay gente que puede hablar con los muertos.
Polidori disiente. Los muertos, muertos están. Si poseemos alma, esta no regresa. Sobre la mesa de autopsia, el cadáver carece de esperanzas de resurrección, ni en este ni en el otro mundo.
Byron es ateo y no cree en la vida después de la muerte. Nos atormentamos a nosotros mismos, sentencia, y eso es suficiente para cualquiera.
Claire no ha dicho nada porque no tiene nada que decir.
El criado llega con vino. Es un alivio disponer de algo líquido que no sea agua.
Somos como los ahogados, dijo Shelley.
Bebimos el vino. Las sombras crean un mundo en las paredes.
Esta es nuestra arca, dije, asilados, a flote, a la espera de que las aguas amainen.
¿De qué creéis que hablaban en el arca, encerrados con el hedor cálido a animal?, preguntó Byron. ¿Creían que la tierra entera estaba rodeada por una envoltura de agua, como un feto en el vientre materno?
Polidori interrumpió con entusiasmo (se le da muy bien interrumpir con entusiasmo). En la Facultad de Medicina había una hilera de fetos en distintas fases de gestación, abortos; tenían los dedos de las manos y los pies encogidos ante lo inevitable, los ojos cerrados para protegerse de una luz que nunca habrían de ver.
La luz la ven, tercié, la piel estirada de la madre sobre el niño que crece permite el paso de la luz. Las criaturas se vuelven, alegres, hacia el sol.
Shelley me sonrió. Cuando estaba embarazada de William y me sentaba en el borde de la cama, Shelley se arrodillaba a mi lado y sostenía mi barriga entre las manos como si se tratase de un raro ejemplar que no hubiese leído.
Esto es el mundo en miniatura, decía. Y esa mañana, la recuerdo muy bien, estábamos sentados al sol y sentí que mi niño daba una patada de alegría.
Pero Polidori es médico, no madre. Ve las cosas de manera distinta.
Iba a decir, dijo, un poco molesto por haber sido interrumpido (como acostumbra ocurrirles a quienes interrumpen), iba a decir que, tanto si existe el alma como si no, el momento del despertar de la conciencia es un misterio. ¿Hay conciencia en el vientre materno?
Los niños son conscientes antes que las niñas, proclamó Byron. Le pregunté qué le inducía a creer eso. Contestó que el principio masculino es más vivo y activo que el femenino. Algo que se observa en la vida diaria.
Lo que se observa es que los hombres someten a las mujeres, objeté.
Yo tengo una hija, repuso Byron. Es dócil y pasiva.
¡Ada tiene seis meses! ¡Y no la has visto desde poco después de que naciese! ¿Qué criatura, niño o niña, hace algo más que dormir y mamar cuando nace? ¡No tiene nada que ver con su sexo, sino con la biología!
Ay, pensé que sería un muchacho magnífico, prosiguió Byron. Si mi destino es engendrar niñas, al menos espero que se case bien.
¿No hay nada más en la vida que el matrimonio?, pregunté.
¿Para una mujer?, dijo Byron. En absoluto. Para un hombre, el amor consiste en una parte más de su vida. Para una mujer conforma toda su existencia.
Mi madre, Mary Wollstonecraft, no estaría de acuerdo contigo, repuse.
Y aun así trató de suicidarse por amor, contestó Byron.
Gilbert Imlay. Un engatusador. Un oportunista. Un mercenario. Un hombre de carácter veleidoso y comportamiento predecible (¿por qué suele ser así?). Mi madre saltó desde un puente de Londres, las faldas sirvieron de paracaídas al cuerpo que se precipitaba al vacío. No murió. No, no murió.
Eso fue después. Cuando me dio a luz.
Shelley se percató de mi dolor e incomodidad.
Cuando leí el libro de tu madre, intervino Shelley, mirando a Byron, no a mí, me convenció.
Por eso amaba a Shelley, entonces y ahora; la primera vez que me lo dijo yo tenía dieciséis años y estaba orgullosa de ser la hija de Mary Wollstonecraft y William Godwin.
Mary Wollstonecraft: Vindicación de los derechos de la mujer, 1792.
La obra de tu madre, prosiguió Shelley, tímido y seguro de esa manera tan suya, la obra de tu madre es excepcional.
Ojalá hiciese algo para ser digna de su memoria, dije.
¿A qué obedece que deseemos dejar huella tras nosotros?, preguntó Byron. ¿Es solo por vanidad?
No, es por esperanza, contesté. La esperanza de que algún día exista una sociedad justa.
Eso nunca ocurrirá, aseguró Polidori. A menos que sea eliminado de la faz de la tierra hasta el último ser humano y empecemos de nuevo.
Eliminar de la faz de la tierra hasta el último ser humano, repitió Byron. Sí, ¿por qué no? Y nos encontramos de nuevo en nuestra arca. Dios tuvo la idea perfecta. Volver a empezar.
Aunque salvó a ocho parejas para repoblar la tierra, repuso Shelley.
Nosotros somos una pequeña media arca, ¿no es así?, observó Byron. Nosotros cuatro en nuestro mundo acuoso.
Cinco, apuntó Claire.
Lo olvidaba, repuso Byron.
En Inglaterra habrá una revolución, dijo Shelley, como la hubo en América, y en Francia, y entonces empezaremos de nuevo de verdad.
¿Y cómo evitaremos lo que conlleva una revolución? Hemos sido testigos directos del problema francés. Primero el Terror, durante el que todo hombre se convierte en espía de su vecino, y luego el Tirano. ¿Acaso Napoleón Bonaparte es preferible a un rey?
La Revolución francesa no dio nada al pueblo, dijo Shelley, por eso buscan un hombre fuerte que les prometa darles lo que no tienen. Nadie puede ser libre si no tiene qué comer.
¿Crees que si todo el mundo disfrutase de dinero, trabajo, ocio y estudios suficientes, que si no estuviesen oprimidos por quienes están por encima de ellos ni temiesen a los que están por debajo de ellos, la humanidad sería perfecta? Byron lo preguntó con ese deje negativo suyo, seguro de la respuesta, por lo que decidí hacer patente mi nula adhesión a sus palabras.
¡Por supuesto!, afirmé.
¡Pues yo no!, replicó Byron. El ser humano busca su propia muerte. Nos precipitamos hacia lo que más tememos.
Negué con la cabeza. No estaba dispuesta a ceder ni un solo centímetro de nuestra arca. Son los hombres los que buscan la muerte, maticé. Si uno solo de vosotros llevase una vida en su vientre durante nueve meses solo para ver a ese niño morir recién nacido, o durante su infancia, o en la indigencia, de enfermedad o, más tarde, en la guerra, no buscaríais la muerte como lo hacéis.
Y aun así la muerte es heroica, sentenció Byron, y la vida no. He oído, interrumpió Polidori, insisto en lo de oído, que algunos no morimos, sino que vivimos, una vida tras otra, alimentándonos de la sangre de los demás. Hace poco abrieron una tumba en Albania y el cadáver, a pesar de contar cien años, sí, cien años (hizo una pausa para que pudiésemos expresar nuestro asombro), además de estar en perfecto estado de conservación, tenía sangre fresca en la boca.
¿Por qué no escribes esa historia?, lo animó Byron. Se levantó y se sirvió más vino. La cojera se acentúa con la humedad. Su bello rostro parecía animado. Sí, tengo una idea: ya que nos vemos obligados a estar aquí como arquivistas, que cada uno recoja una historia sobrenatural. La tuya, Polidori, será sobre los muertos vivientes. ¡Shelley! Tú crees en fantasmas...
Mi marido asintió.
Los he visto, sin duda, pero ¿qué resulta más aterrador, la visita de un muerto o de un muerto viviente?
¿Mary? ¿Tú qué dices? (Byron me sonrió.)
¿Qué digo yo?
Pero los caballeros estaban sirviéndose más vino.
¿Qué digo yo? (Para mis adentros digo...) No conocí a mi madre. Murió cuando yo nací y su pérdida fue tan absoluta que no la sentí. No fue una pérdida externa, como cuando perdemos a alguien que conocemos. En ese caso hay dos personas. Una eres tú y la otra no. Pero en un parto no hay un yo/otro. La pérdida se produjo dentro de mí, pues había estado dentro de mi madre. Perdí algo de mí misma.
Mi padre hizo lo posible por cuidar de mí, una niña huérfana de madre, y lo hizo colmando mi mente de todas esas atenciones que no sabía prodigar a mi corazón. No es un hombre frío; es un hombre.
Mi madre, a pesar de su brillantez, era el hogar que caldeaba el corazón de mi padre. Mi madre era el fuego frente al que se sentaba y las llamas le calentaban el rostro. Ella nunca renunció a la pasión y la compasión propias de una mujer, y él me contó que muchas veces, cuando estaba hastiado del mundo, sentirse arropado por los brazos de mi madre era mejor que cualquier libro escrito hasta entonces. Y lo creo con el mismo fervor que creo en los libros que aún no se han escrito, y me niego a escoger entre la mente y el corazón.
Mi marido comparte este sentir. Byron opina que la mujer procede del hombre —de su costilla, de su arcilla—, lo que me resulta raro en alguien tan inteligente como él.
Es curioso, ¿no te parece?, que des crédito a la historia de la creación que se relata en la Biblia cuando no crees en Dios, comenté.
Sonríe y se encoge de hombros.
Es una metáfora sobre las diferencias entre los hombres y las mujeres, se explica.
Da media vuelta, dando por hecho que lo he entendido y que con ello se zanja el debate, pero insisto y lo llamo cuando veo que se aleja renqueante como un dios griego.
¿Por qué no consultamos al doctor Polidori, quien, como médico, debe saber que desde la historia de la creación ningún hombre vivo ha dado a luz a nada vivo? Sois vosotros, señor, quienes procedéis de nosotras.
Los caballeros ríen con indulgencia. Me respetan, hasta cierto punto, punto al que por lo visto hemos llegado.
Nos referíamos al principio animador, dice Byron, despacio y con paciencia, como si hablase con un niño. No a la tierra, no al lecho, no al recipiente; a la chispa de la vida. La chispa de la vida es masculina.
¡Estoy de acuerdo!, convino Polidori y, por descontado, que dos caballeros coincidan debe bastar a cualquier mujer para zanjar la cuestión.
Aun así, me gustaría tener un gato.
Vermicelli, dijo Shelley más tarde, ya en la cama. Los hombres han dado vida a un vermicelli. ¿No estás celosa?
Yo acariciaba sus brazos largos y estilizados, con las piernas sobre sus piernas largas y estilizadas. Se refería al doctor Darwin, quien parece haber hallado indicios de movimientos voluntarios en un vermicelli.
Te burlas de mí, protesté, precisamente tú, un bípedo bifurcado que muestra ciertos signos de movimiento involuntario en la confluencia del tronco y la bifurcación.
¿De qué movimientos hablas?, preguntó, con voz suave, besándome en la cabeza. Conozco esa voz, cuando empieza a quebrarse de esa manera.
De tu miembro, contesté, rodeándoselo con la mano, sintiendo que despertaba.
Tiene más solidez que el galvanismo, dijo.
Y ojalá no lo hubiese hecho, porque me distraje pensando en Galvani y sus electrodos y en ranas saltarinas.
¿Por qué has parado?, preguntó mi marido.
¿Cómo se llamaba? El sobrino de Galvani. El libro que tenías en casa.
Shelley suspiró. Pero es el más paciente de los hombres: Informe de los recientes avances en galvanismo con una serie de experimentos curiosos e interesantes realizados ante los miembros del Instituto Nacional francés y repetidos posteriormente en los anfiteatros anatómicos de Londres, y con un apéndice que cuenta con los experimentos del autor llevados a cabo en el cuerpo de un malhechor ejecutado en Newgate, etcétera, 1803.
Sí, ese, dije, recuperando el brío, aunque el ardor se había trasladado a mis pensamientos.
Con un movimiento delicado, Shelley me tumbó de espaldas y se introdujo en mí; un placer al que no le puse trabas.
Todos poseemos una vida en la tierra, dijo, para hacer lo que nos plazca con nuestros cuerpos y nuestro amor. ¿Para qué queremos ranas y vermicelli? ¿Para qué queremos cadáveres convulsos que tuercen el gesto y corrientes eléctricas?
¿En el libro no se decía que abrió los ojos? Me refiero al criminal.
Mi marido cerró los suyos. Su cuerpo se tensó y vació en mi interior medio mundo de sí que fue al encuentro de medio mundo de mí, y volví la cabeza para mirar por la ventana, donde la luna se hallaba suspendida como una lámpara en un firmamento reducido y despejado.
¿De qué estás hecho tú, de qué sustancia,
que puedes conformar mil y una sombras? [3]
Soneto cincuenta y cuatro, dijo Shelley.
Soneto cincuenta y tres, lo corregí.
Estaba agotado. Continuamos tumbados, contemplando por la ventana las nubes que pasaban veloces por delante de la luna.
Y en toda forma se te reconoce.[4]
El cuerpo del amante grabado en el mundo. El mundo grabado en el cuerpo del amante.
Al otro lado de la pared, lord Byron lanceando a Claire Clairmont.
Qué bonita noche de luna y estrellas. La lluvia nos había escatimado aquellas vistas, por eso mismo se antojaban tanto más espectaculares. La luz bañaba el rostro de Shelley. ¡Qué piel más blanca!
¿De verdad crees en fantasmas?, le pregunté.
Así es, porque ¿cómo es posible que el cuerpo sea el dueño del alma? Nuestro coraje, nuestro heroísmo, sí, incluso nuestros odios, todo eso que hacemos y que conforma el mundo, ¿es obra del cuerpo o del alma? Del alma, sin duda.
Si alguna vez un ser humano lograse reanimar un cuerpo, ya fuese mediante el galvanismo o cualquier otro medio aún por descubrir, ¿el alma regresaría?, repuse, tras meditar sus palabras.
No creo, contestó Shelley. El cuerpo se marchita y sucumbe. Mas el cuerpo no es lo que en verdad somos. El alma no regresará a una casa en ruinas.
¿Cómo podría amarte, mi niño adorable, si fueses incorpóreo?
¿Es mi cuerpo lo que amas?
¿Cómo le digo que lo observo sentada mientras duerme, mientras su mente descansa y sus labios guardan silencio, y que lo beso por ese cuerpo que amo?
No soy capaz de separar una cosa de la otra, contesté.
Me envolvió en sus largos brazos y me acunó en el húmedo lecho.
Si pudiese, vaciaría mi mente en una roca, un riachuelo o una nube cuando mi cuerpo se marchitase, dijo. Mi mente es inmortal, es lo que me dicta la intuición.
Tus poemas. Ellos son inmortales.
Tal vez. Pero hay algo más, dijo. ¿Cómo es que voy a morir? Es imposible. Y aun así, moriré.