Aprender a hablar con las plantas

Marta Orriols

Fragmento

cap-2

 

Estábamos vivos.

Los atentados, los accidentes, las guerras y las epidemias no nos concernían. Podíamos ver películas que frivolizaban el acto de morir, otras que lo convertían en un acto de amor, pero nosotros quedábamos fuera de la zona que contenía el significado propio de perder la vida.

Algunas noches, en la cama, envueltos en el confort de enormes almohadones mullidos y desde la arrogancia de nuestra juventud tardía, veíamos las noticias en la penumbra, con los pies entrelazados, y era entonces cuando la muerte, sin nosotros saberlo, se acomodaba azulada en los cristales de las gafas de Mauro. Ciento treinta y siete personas mueren en París a causa de los ataques reivindicados por la organización terrorista Estado Islámico, seis muertes en menos de veinticuatro horas en las carreteras en tres choques frontales diferentes, el desbordamiento de un río causa cuatro víctimas mortales en un pequeño pueblo al sur de España, al menos setenta fallecidos en una cadena de atentados en Siria. Y nosotros, que nos estremecíamos un momento, quizá soltábamos cosas del tipo «Vaya, cómo está el patio» o «Pobre, qué mala suerte», y la noticia, si no tenía mucha fuerza, se disolvía aquella misma noche dentro de los límites del dormitorio de una pareja que también se estaba extinguiendo.

Cambiábamos de canal, y veíamos el final de una película mientras yo concretaba a qué hora llegaría al día siguiente, o le recordaba que pasara por la tintorería para recoger el abrigo negro, o, si era un día bueno, ya en los últimos meses, tal vez intentábamos hacer el amor con desgana. Si la noticia era más sonada, sus efectos se alargaban un poco; se hablaba de ello en el trabajo a la hora del café o en el mercado, haciendo cola en la pescadería. Pero nosotros estábamos vivos, la muerte pertenecía a los demás.

Utilizábamos expresiones como «Estoy muerto» para señalar el cansancio después de un día duro de trabajo sin que el adjetivo nos pinchara el alma, y cuando aún éramos nuevos, casi por estrenar, lográbamos flotar en el mar, en nuestra cala preferida, y bromear, con los labios llenos de sal y de sol, acerca de un hipotético ahogamiento que acababa con un boca a boca de escándalo y carcajadas. La muerte era algo lejano, no nos pertenecía.

La que yo había vivido de pequeña —mamá enfermó y meses después murió— se había convertido en un recuerdo borroso que ya no escocía. Mi padre vino a recogerme a la escuela cuando hacía solo una hora que habíamos regresado a clase después de comer. Centenares de niños y niñas subíamos la escalera de caracol para volver del comedor comunitario a las aulas, con el alboroto propio de la vida que pasa mientras todo se detiene en algún punto. Papá llegó al aula acompañado por la directora, que llamó a la puerta justo cuando el profesor de naturales nos acababa de explicar que había animales vertebrados y animales invertebrados. El recuerdo de la muerte de mamá ha quedado vinculado para siempre a la letra blanca de tiza sobre el verde de la pizarra que dividía el reino animal en dos. Todos los que hasta entonces habían sido mis iguales me observaban con una mirada nueva, y yo, muy quieta, sentía cómo me retiraba a un tercer reino, el de los animales heridos a los que siempre les faltaría una madre.

Aunque no por ello fuera menos terrible, su muerte nos había avisado, y en aquel aviso estaba el margen de tiempo que la precedía, el espacio para la despedida y los deseos, la postración y la oportunidad de expresar todo el amor. Estaban, sobre todo, la ingenuidad de creer en el cielo, donde todos me la dibujaban, y la inocencia de mis siete años, que me salvaba de comprender la rotundidad de su partida.

Mauro y yo fuimos pareja muchos años; después, solo durante unas horas, dejamos de serlo. Hace unos meses murió de repente, sin previo aviso. Un coche se lo llevó por delante, y con él tantas otras cosas.

Sin cielo ni alivio, con todo el dolor cargante que corresponde a la edad adulta, para evitar hablar de Mauro en pasado a menudo pienso y hablo utilizando los adverbios «antes» y «después». Ciertamente hay un antes y un después, una barrera física. Estaba vivo ese mediodía, conmigo, bebió vino y pidió que le pasaran un poco más el filete, atendió un par de llamadas de la editorial mientras jugueteaba con el servilletero, me anotó en el reverso de la tarjeta del restaurante el título de un libro de una autora francesa que me recomendó con pasión, se rascó el lóbulo de la oreja izquierda, incómodo o avergonzado quizá, y después me lo contó. Casi tartamudeaba. Al cabo de unas horas estaba muerto.

El logotipo del restaurante tenía un pedazo de coral. Lo miro a menudo. Guardo la tarjeta donde, con su caligrafía impoluta, escribió el título del libro que tanto le había gustado. Tal vez porque cada uno es libre de embellecer su desgracia con tantos fucsias, amarillos, azules y verdes como el corazón le pida, desde el día del accidente pienso en el antes y el después de mi vida como la Gran Barrera de Coral, el mayor arrecife de coral del mundo. Cada vez que pienso si algo ocurrió antes o después de la muerte de Mauro, me esfuerzo por imaginarme la barrera de coral, por llenarla de peces de colores y estrellas de mar, y convertirla en un ecuador de vida.

Cuando la muerte deja de pertenecer a los demás, es necesario hacerle un hueco con esmero al otro lado del arrecife, porque, si no, ocuparía todo el espacio con absoluta libertad.

Morir no es místico. Morir es físico, es lógico, es real.

cap-3

1

—Pili, comprueba equipo, ¡rápido! ¿Respira?

—No.

—Iniciamos ventilación con presión positiva.

Como una letanía, repito en voz baja las constantes del bebé. «Lo sé, pequeña. No son maneras de recibirte, pero tienes que respirar como sea, ¿me oyes?»

—Treinta segundos. —«Uno, dos, tres… Allí tumbada hay una mujer que es tu madre y que se perderá sin ti, ¿la ves? Anda, vamos, diez, once, doce, trece… Anda, respira, por lo que más quieras; te prometo que si superas esto la cosa cambia, se está bastante bien aquí. Diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte… Merece la pena vivir, ¿sabes? Veintitrés, veinticuatro… Cuesta a veces, no voy a engañarte... Veintiséis, veintisiete… Vamos, pequeña, no me hagas esto. Te prometo que merece la pena. Treinta…»

Silencio. La criatura no se mueve.

— Pili, ¿frecuencia cardíaca?

Tropiezo con los ojos vigilantes de la enfermera. Es la segunda vez que me pasa en poco tiempo, y conozco esa mirada de advertencia. Tiene razón, no debería ser tan brusca con ella; bien mirado, no debería ser brusca en absoluto. No me siento cómoda. Tengo calor y el zueco roza una pequeña ampolla que me han hecho las sandalias en el pie derecho los últimos días de vacaciones. Minutos cruciales, inmediatos al nacimiento; sobran la ampolla y este calor. Para la niña, en cambio, la prioridad absoluta es evitar la pérdida de temperatura. Tal vez no haya sido tan buena idea salir del pueblo al a

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