1
Dos años antes de irse de casa, mi padre le dijo a mi madre que yo era muy fea. La frase fue pronunciada en voz baja, en el apartamento que mis padres compraron en cuanto se casaron, en el Rione Alto, en la parte de arriba de San Giacomo dei Capri. Todo se detuvo: los espacios de Nápoles, la luz azul de un febrero gélido, aquellas palabras. Yo, en cambio, quedé a la deriva y sigo ahora a la deriva dentro de estas líneas que quieren darme una historia, y sin embargo no son nada, nada mío, nada que haya empezado de veras o haya llegado a puerto: solo una maraña que nadie, ni siquiera quien escribe en estos momentos, sabe si contiene el hilo preciso de un relato o es simplemente un dolor enredado, sin redención.
2
Quise mucho a mi padre, un hombre siempre amable. Tenía modales finos del todo coherentes con un cuerpo delgado hasta el punto de que sus prendas parecían de una talla más, detalle que a mis ojos le daba un aire de elegancia inimitable. Su cara era de rasgos delicados y nada —los ojos profundos de largas pestañas, la nariz de impecable ingeniería, los labios abultados— empañaba su armonía. Siempre se dirigía a mí con un tono alegre, fuera cual fuese su humor o el mío, y no se encerraba en el estudio —se pasaba la vida estudiando— si no había conseguido arrancarme al menos una sonrisa. Sobre todo le hacía ilusión mi pelo, pero ahora me resulta difícil decir cuándo empezó a elogiármelo, quizá desde que yo tenía dos o tres años. Lo cierto es que durante mi infancia manteníamos conversaciones como esta:
—Qué bonito pelo, qué calidad, qué brillo, ¿me lo regalas?
—No, es mío.
—Un poco de generosidad.
—Si quieres, te lo puedo prestar.
—Ah, muy bien, así después me lo quedo para siempre.
—Ya tienes el tuyo.
—El que tengo te lo quité a ti.
—No es cierto, estás mintiendo.
—Echa un vistazo, era tan bonito que te lo robé.
Yo echaba un vistazo, pero en broma, sabía que nunca me lo robaría. Y me reía, me reía muchísimo, me divertía más con él que con mi madre. Siempre quería algo mío, una oreja, la nariz, la barbilla, decía que eran tan perfectas que no podía vivir sin ellas. Yo adoraba aquel tono, era una prueba continua de lo indispensable que era para él.
Naturalmente, mi padre no era así con todo el mundo. A veces, cuando se implicaba mucho en algo, tendía a sumar de un modo agitado discursos refinadísimos y emociones incontroladas. Otras veces, en cambio, iba al grano y recurría a frases breves, de extremada precisión, tan densas que nadie osaba replicar. Eran dos padres muy distintos del que yo amaba, y empecé a descubrir su existencia alrededor de los siete u ocho años, cuando lo oía discutir con amigos y conocidos que a veces venían a casa a unas reuniones muy encendidas sobre problemas de los que yo no entendía nada. Por lo general, permanecía en la cocina con mi madre y prestaba poca atención a cómo se peleaban unos metros más allá. Pero a veces, como mi madre tenía trabajo y ella también se encerraba en su cuarto, me quedaba sola en el pasillo, donde jugaba o leía, sobre todo leía, creo, porque mi padre leía muchísimo, mi madre también, y a mí me encantaba ser como ellos. No prestaba atención a las discusiones, interrumpía el juego o la lectura solo cuando de repente se hacía un silencio y surgían aquellas voces extrañas de mi padre. A partir de ese momento imponía su voluntad, y yo esperaba que terminase la reunión para saber si había vuelto a ser el de siempre, el de los tonos amables y afectuosos.
La noche en que pronunció aquella frase acababa de enterarse de que no me iba bien en la escuela. Era una novedad. Desde primero de primaria había sido siempre aplicada y solo en los dos últimos meses había empezado a irme mal. A mis padres les importaba mucho mi buen rendimiento escolar y mi madre, sobre todo, se había alarmado al ver las primeras malas notas.
—¿Qué pasa?
—No lo sé.
—Tienes que estudiar.
—Si ya estudio.
—¿Y entonces?
—De algunas cosas me acuerdo, de otras no.
—Estudia hasta que te acuerdes de todo.
Estudiaba hasta quedar rendida, pero los resultados seguían siendo decepcionantes. Aquella tarde, en particular, mi madre había ido a hablar con los maestros y regresó muy disgustada. No me lo reprochó, mis padres nunca me reprochaban nada. Se había limitado a decir: La más descontenta es la profesora de matemáticas; ha dicho que, si quieres, puedes aprobar. Después se fue a la cocina a preparar la cena y entretanto mi padre regresó. Desde mi cuarto solo oí que le estaba resumiendo las quejas de los profesores, comprendí que para justificarme mi madre sacó a colación los cambios de la preadolescencia. Pero él la interrumpió y, con uno de esos tonos que nunca utilizaba conmigo —incluso con una concesión al dialecto, por completo prohibido en nuestra casa—, dejó que de su boca saliera aquello que seguramente no hubiera querido que saliera:
—La adolescencia no tiene nada que ver, se le está poniendo la misma cara que a Vittoria.
Si hubiese sabido que yo podía oírlo, estoy segura de que nunca habría hablado de aquel modo, tan alejado de nuestra divertida ligereza habitual. Los dos creían que la puerta de mi habitación estaba cerrada, yo la cerraba siempre, y no se dieron cuenta de que uno de ellos la había dejado abierta. Así fue como a los doce años me enteré, por la voz de mi padre, ahogada por el esfuerzo de mantenerla en un susurro, de que me estaba volviendo como su hermana, una mujer en la que encajaban a la perfección —se lo había oído decir desde que tenía memoria— la fealdad y la maldad.
Aquí se me podría objetar: Tal vez estás exagerando, tu padre no dijo al pie de la letra: Giovanna es fea. Es cierto, no iba con su naturaleza pronunciar palabras tan brutales. Pero yo estaba pasando por una época de gran fragilidad. Tenía la regla desde hacía casi un año, mis pechos eran demasiado visibles y me avergonzaban, me daba miedo oler mal, me lavaba muy seguido, me iba a dormir desganada y me despertaba desganada. Mi único consuelo, en aquel entonces, mi única certeza era que él lo adoraba absolutamente todo de mí. De manera que en el momento en que me comparó con la tía Vittoria, fue peor que si hubiese dicho: Antes Giovanna era hermosa, ahora se ha vuelto fea. El nombre de Vittoria sonaba en mi casa como el de un ser monstruoso que mancha e infecta cuanto toca. De ella sabía poco o nada, la había visto en raras ocasiones, pero —y esa es la cuestión— de aquellas ocasiones solo recordaba la repugnancia y el miedo. No la repugnancia y el miedo que podía haberme producido ella en carne y hueso, no guardaba ningún recuerdo. Lo que me asustaba era la repugnancia y el miedo que le tenían mis padres. Desde siempre, mi padre hablaba de su hermana de un modo hermético, como si ella practicase ritos vergonzosos que la ensuciaran, ensuciando a quienes la trataban. Mi madre nunca la mencionaba; es más, cuando surgía en los desahogos de su marido, tendía a hacerlo callar como si temiera que, dondequiera que ella estuviese, pudiera oírlos y subir por via San Giacomo dei Capri a grandes zancadas pese a que se trataba de una calle larga y empinada, arrastrando consigo adrede todas las enfermedades de los hospitales colindantes; volar hasta nuestra casa del sexto piso; romper los muebles lanzando por los ojos negros relámpagos ebrios y abofetearla si mi madre se atrevía siquiera a protestar.
Claro, yo intuía que detrás de aquella tensión debía de haber una historia de agravios cometidos y soportados, pero por aquel entonces poco sabía de los asuntos familiares y, sobre todo, no consideraba que aquella tía terrible formara parte de la familia. Ella era un espantajo de la infancia, era una silueta seca y endemoniada, era una figura enmarañada que acechaba en los rincones de las casas al caer la oscuridad. ¿Era posible acaso que tuviera que descubrir así, sin rodeos, que mi cara empezaba a parecerse a la suya? ¿Yo? ¿Yo, que hasta ese momento me había creído hermosa y que, gracias a mi padre, consideraba que seguiría siéndolo para siempre? ¿Yo, que por su incesante reconocimiento creía tener una melena espléndida; yo, que quería ser muy amada como él me amaba, como él me había acostumbrado a creerme; yo, que sufría ya porque notaba que, de repente, mis padres estaban insatisfechos conmigo, y aquella insatisfacción me inquietaba y lo deslucía todo?
Esperé a oír la respuesta de mi madre, pero su reacción no me consoló. Pese a odiar a todos los parientes de su marido y pese a detestar a su cuñada como se detesta a una lagartija que se te sube por la pierna desnuda, no reaccionó gritándole: Estás loco, mi hija y tu hermana no tienen nada en común. Se limitó a un apático y telegráfico: No, ¿qué dices? Y yo, en mi habitación, corrí a cerrar la puerta para no oír nada más. Después lloré en silencio y no paré hasta que mi padre volvió a anunciar —esta vez con su voz buena— que la cena estaba lista.
Fui a la cocina con los ojos secos; con la mirada clavada en el plato, tuve que soportar una serie de consejos útiles para mejorar mi rendimiento escolar. Después me fui otra vez a fingir que estudiaba mientras ellos se acomodaban delante del televisor. Sentía un dolor que no quería cesar ni atenuarse. ¿Por qué había pronunciado mi padre aquella frase, por qué mi madre no se la había rebatido con vehemencia? ¿Se trataba de una insatisfacción por su parte debida a las malas notas o de una alarma no relacionada con el colegio que duraba desde quién sabe cuándo? Y él, sobre todo él, ¿había pronunciado aquellas feas palabras a causa de un disgusto momentáneo que yo le había dado, o con su mirada aguda, de persona que lo sabe y lo ve todo, había identificado desde hacía tiempo los rasgos de un futuro desperfecto mío, de un mal que estaba avanzando y que lo desanimaba y contra el cual él mismo no sabía cómo comportarse? Pasé la noche entera desesperada. Por la mañana me convencí de que, si quería salvarme, debía ir a ver cómo era realmente la cara de la tía Vittoria.
3
Fue una empresa ardua. En una ciudad como Nápoles, poblada de familias con numerosas ramificaciones que, pese a las disputas incluso sangrientas, nunca terminaban de derribar de veras los puentes, mi padre vivía por el contrario con una autonomía absoluta, como si no tuviese parientes consanguíneos, como si hubiese surgido por generación espontánea. Naturalmente, yo había visto a menudo a los padres de mi madre y a su hermano. Eran personas afectuosas que me hacían muchos regalos, y hasta que murieron los abuelos —primero el abuelo y el año siguiente la abuela, desapariciones repentinas que me habían alterado, mi madre había llorado como llorábamos los niños cuando nos lastimábamos—, hasta que mi tío se marchó a trabajar lejos, habíamos mantenido con ellos una relación muy frecuente y muy alegre. Sin embargo, de los parientes de mi padre no sabía casi nada. Habían aparecido en mi vida en raras ocasiones —una boda, un entierro— y siempre en un clima afectuoso tan fingido que no me había quedado más que la incomodidad de los contactos obligados: Saluda al abuelo, dale un beso a la tía. De manera que por aquella parentela nunca había sentido gran interés, también porque después de esos encuentros mis padres estaban nerviosos y, de común acuerdo, los olvidaban como si los hubiesen obligado a participar en una farsa de escaso valor.
Cabe decir además que si los parientes de mi madre vivían en un lugar definido con un nombre sugestivo, el Museo —eran los abuelos del Museo—, el lugar donde residían los parientes de mi padre era indefinido, anónimo. Yo tenía una única certeza: para ir a su casa había que bajar más, y más, siempre más, hasta el fondo del fondo de Nápoles, y el viaje era tan largo que, en esas circunstancias, tenía la sensación de que nosotros y los parientes de mi padre vivíamos en dos ciudades distintas. Algo que durante mucho tiempo me pareció cierto. Nuestra casa se encontraba en la parte más alta de Nápoles y para ir a cualquier sitio por fuerza había que descender. Mi padre y mi madre descendían con mucho gusto únicamente hasta el barrio del Vomero o, ya con cierto tedio, hasta la casa de los abuelos en el Museo. Y tenían amigos sobre todo en via Suarez, en la piazza degli Artisti, en via Luca Giordano, en via Scarlatti, en via Cimarosa, calles que conocía bien porque allí también vivían muchos de mis compañeros del colegio. Sin contar con que todas aquellas calles llevaban a la Floridiana, un espacio que yo adoraba, adonde mi madre me había llevado a tomar el sol y el aire desde recién nacida y donde había pasado horas agradables con Angela e Ida, mis dos amigas de la infancia. Más allá de aquellos topónimos, todos felizmente adornados con plantas, retazos de mar, jardines, flores, juegos y buenos modales, comenzaba el verdadero descenso, el que mis padres consideraban fastidioso. Para trabajar, para hacer la compra, para las necesidades que sobre todo mi padre tenía de estudiar, reunirse y debatir, bajaban a diario, casi siempre con los funiculares hasta Chiaia, hasta Toledo, y de ahí llegaban a la piazza Plebiscito, a la Biblioteca Nacional, a Port’Alba, a via Ventaglieri, a via Foria y como mucho a la piazza Carlo III, donde se encontraba la escuela en la que enseñaba mi madre. También conocía bien aquellos nombres —mis padres los pronunciaban de forma recurrente—, pero no solían llevarme con ellos a menudo y quizá por eso no me producían la misma felicidad. Fuera del Vomero, la ciudad me pertenecía poco o nada; mejor dicho, cuanto más nos movíamos hacia la llanura, más desconocida me resultaba. Era natural, pues, que las zonas donde vivían los parientes de mi padre tuviesen, a mis ojos, rasgos de mundos todavía salvajes e inexplorados. Para mí aquellas zonas no solo carecían de nombre, sino que, por la manera en que mis padres hablaban de ellas, yo las percibía también como difíciles de alcanzar. Cada vez que había que ir hasta allí, mis padres, que normalmente eran enérgicos y estaban bien dispuestos, se mostraban especialmente fatigados, especialmente ansiosos. Yo era pequeña, pero su tensión, sus comentarios —siempre los mismos— se me quedaron grabados.
—André —decía mi madre con voz de agotamiento—, vístete, tenemos que irnos.
Él seguía leyendo y subrayando libros con el mismo lápiz con el que escribía en un cuaderno que tenía al lado.
—André, se hace tarde, se van a enojar.
—¿Tú ya estás lista?
—Sí.
—¿Y la niña?
—También.
Mi padre dejaba entonces los libros y cuadernos abiertos encima del escritorio, se ponía una camisa limpia, el traje bueno. Pero estaba callado, tenso, como si repasara mentalmente las réplicas de un papel inevitable. Mientras tanto, mi madre, que distaba mucho de estar lista, no hacía más que comprobar su aspecto, el mío, el de mi padre, como si la ropa adecuada pudiera garantizarnos a los tres regresar a casa sanos y salvos. En fin, era evidente que, en cada una de aquellas ocasiones, ellos consideraban que debían defenderse de lugares y personas de los que a mí no me decían nada para no perturbarme. De todos modos, yo advertía aquella ansiedad anómala; es más, la reconocía, siempre había estado ahí, era quizá la única memoria angustiosa en una infancia feliz. Me preocupaban frases de este tipo, pronunciadas además en un italiano que parecía —no sé cómo decirlo— desarticulado:
—Por favor, si Vittoria dice algo, tú como si no la hubieras oído.
—O sea, que si se hace la loca, ¿yo me callo?
—Sí, recuerda que está Giovanna.
—De acuerdo.
—No digas que de acuerdo y después no es verdad. Es un pequeño esfuerzo. Estamos media hora y nos volvemos.
No recordaba casi nada de aquellas salidas. Murmullos, calor, besos distraídos en la frente, palabras en dialecto, un olor feo que probablemente despedían todos por el miedo. Con los años, este clima me había convencido de que los parientes de mi padre —siluetas aulladoras de una repulsiva grosería, sobre todo la de la tía Vittoria, la más grosera— constituían una amenaza, aunque resultaba difícil entender en qué consistía la amenaza. ¿La zona donde vivían debía considerarse peligrosa? ¿Eran peligrosos los abuelos, tíos y primos o solo la tía Vittoria? Mis padres parecían los únicos informados, y ahora que sentía la urgencia de saber cómo era mi tía, qué tipo de persona era, tendría que dirigirme a ellos para resolverlo. Incluso si llegaba a interrogarlos, ¿qué averiguaría? O me despacharían con una frase de rechazo bondadoso —¿Quieres ver a tu tía, quieres ir a su casa, qué necesidad tienes?—, o se alarmarían y tratarían de no nombrarla más. De modo que pensé que para empezar debía buscar una foto suya.
4
Aproveché una tarde en que los dos habían salido y fui a hurgar en un mueble de su dormitorio donde mi madre guardaba los álbumes con sus fotos bien ordenadas, las de mi padre y las mías. Conocía de memoria aquellos álbumes, los había hojeado a menudo; documentaban sobre todo su relación, mis casi trece años de vida. Y ya sabía que allí, misteriosamente, los parientes de mi madre abundaban, los de mi padre eran escasísimos, y, sobre todo, entre los pocos que sí estaban, faltaba la tía Vittoria. Sin embargo, recordaba que en algún lugar del mueble también había una vieja caja de metal donde se conservaban en desorden las imágenes de cómo habían sido mis padres antes de conocerse. Como esas las había visto poco o nada y siempre con mi madre, confiaba en encontrar ahí dentro unas cuantas fotos de mi tía.
Vi la caja en el fondo del armario, pero antes decidí examinar a conciencia los álbumes en los que aparecían los dos de novios, los dos recién casados y enfurruñados en el centro de una fiesta de bodas con pocos invitados, los dos como pareja siempre feliz, y, por último, yo, su hija, fotografiada una cantidad disparatada de veces, desde mi nacimiento hasta hoy. Me detuve sobre todo en las fotos de la boda. Mi padre vestía un traje oscuro visiblemente arrugado y en todos los encuadres salía ceñudo; mi madre, a su lado, no llevaba vestido de novia sino un traje chaqueta color crema, un velo del mismo color en la cabeza, la expresión vagamente emocionada. Entre los treinta invitados o poco más ya sabía que estaban algunos de sus amigos del Vomero con los que se seguían relacionando y los parientes del lado materno, los abuelos buenos del Museo. De todos modos, miré con mucha atención esperando encontrar una figura, aunque fuera en el fondo, que me remitiera no sé cómo a una mujer de la que no guardaba ningún recuerdo. Nada. Pasé entonces a la caja y tras muchos intentos conseguí abrirla.
Vacié el contenido encima de la cama, todas las fotografías eran en blanco y negro. Las de sus adolescencias separadas no guardaban orden alguno: las de mi madre alegre con sus compañeros del colegio, con amigas de su edad, en la playa, en la calle, atractiva y bien vestida, se mezclaban con las de mi padre pensativo, siempre solitario, nunca de vacaciones, con pantalones con rodilleras y chaquetas de mangas demasiado cortas. Las fotos de la infancia y la preadolescencia, en cambio, estaban ordenadas en dos sobres, las de la familia de mi madre y las de la familia de mi padre. Entre estas últimas, me dije, tiene que haber, por fuerza, alguna de mi tía, y me puse a mirarlas una por una. No serían más de veinte; enseguida me llamó la atención que en cuatro de aquellas imágenes mi padre, que en las demás fotografías aparecía de niño, de muchachito, con sus padres, con parientes a los que yo no había visto nunca, se encontraba sorprendentemente al lado de un rectángulo negro trazado con rotulador. No tardé en comprender que aquel rectángulo de gran precisión era un trabajo tan tenaz como secreto hecho por él. Me lo imaginé con la regla que tenía en su escritorio encerrando una porción de foto dentro de aquella figura geométrica y después pasándole con esmero el rotulador por encima procurando no salirse de los márgenes establecidos. Un trabajo paciente, no tuve dudas; los rectángulos eran borraduras y debajo de aquel negro estaba la tía Vittoria.
Me pasé un buen rato sin saber qué hacer. Al final me decidí, fui a la cocina a buscar un cuchillo y rasqué con delicadeza un minúsculo sector de la parte que mi padre había cubierto en una fotografía. No tardé en darme cuenta de que solo aparecía el blanco del papel. Sentí ansiedad, lo dejé estar. Sabía bien que iba contra la voluntad de mi padre, y los actos que pudieran despojarme aún más de su afecto me aterraban. La ansiedad aumentó cuando en el fondo del sobre encontré la única foto en la que él no era niño ni adolescente sino un joven que sonreía, algo rarísimo en los retratos de antes de conocer a mi madre. Salía de perfil, con la mirada alegre, los dientes parejos y blanquísimos. La sonrisa, la alegría no iban dirigidas a nadie. A su lado tenía nada menos que dos de aquellos rectángulos de gran precisión, dos ataúdes dentro de los cuales, en una época seguramente distinta de la cordial reflejada en la foto, había encerrado el cuerpo de su hermana y a saber de quién más.
Me concentré en aquella imagen durante un rato larguísimo. Mi padre estaba en la calle, vestía una camisa de cuadritos y manga corta; debía de ser verano. A su espalda se veía la entrada de una tienda, en el rótulo se leía únicamente RÍA; había un escaparate, pero no se alcanzaba a ver qué exponían. Al lado de la mancha oscura figuraba un palo blanquísimo de contornos marcados. Y después estaban las sombras, sombras alargadas; una de ellas era de un cuerpo evidentemente femenino. Aunque mi padre se había empeñado en borrar a las personas que habían estado a su lado, en la acera quedaba su rastro.
Me dediqué de nuevo a rascar muy muy despacio la tinta del rectángulo, pero paré en cuanto me di cuenta de que también en ese caso asomaba el fondo blanco. Dejé pasar un par de minutos y volví a empezar. Trabajé con delicadeza, percibía mi respiración en el silencio de la casa. Abandoné definitivamente cuando lo único que logré recuperar de la zona donde antes debía de estar la cabeza de Vittoria fue una manchita y no se distinguía bien si se trataba de un resto de rotulador o de una parte de sus labios.
5
Ordené todo y, con cierto resquemor, me guardé la amenaza de parecerme a la hermana borrada de mi padre. Entretanto, me volví más y más distraída y, para mi horror, aumentó mi rechazo por el colegio. Sin embargo, deseaba ser de nuevo aplicada como hasta pocos meses antes, a mis padres les hacía mucha ilusión; incluso llegué a pensar que, si lograba sacar buenas notas otra vez, recuperaría la belleza y el buen carácter. No lo conseguí; en clase seguí distraída, en casa malgastaba el tiempo frente al espejo. Mirarme en el espejo se convirtió en una obsesión. Quería comprobar si de veras mi tía se estaba asomando a través de mi cuerpo, pero como desconocía su aspecto, terminé por buscarla en cada detalle mío que señalara un cambio. Así, rasgos en los que hasta poco antes apenas me había fijado se hicieron evidentes: las cejas muy pobladas, los ojos demasiado pequeños y de un marrón sin luz, la frente exageradamente alta, el pelo fino —para nada bonito, o tal vez no tan bonito como antes— que se pegaba al cráneo, las orejas grandes de lóbulos pesados, el labio superior corto con un asqueroso vello oscuro, el inferior muy grueso, los dientes que todavía parecían de leche, la barbilla afilada y la nariz, ay, la nariz, cómo se proyectaba sin gracia hacia el espejo, cómo se estaba ensanchando, qué tenebrosas eran las cavernas entre el tabique y las aletas. ¿Serían ya elementos de la cara de la tía Vittoria o míos y solo míos? ¿Qué debía esperar, una mejora o un empeoramiento? Mi cuerpo, ese cuello largo que parecía a punto de romperse como la baba de una araña, esos hombros rectos y huesudos, esos pechos que seguían hinchándose y tenían pezones negros, esas piernas mías tan flacas que se alargaban demasiado y casi me llegaban a las axilas, ¿era acaso yo o la vanguardia de mi tía, ella en todo su horror?
Me analicé, observando mientras tanto a mis padres. Qué suerte la mía, no habría podido tener otros mejores. Eran muy guapos y se querían desde que eran adolescentes. Lo poco que sabía de su historia me lo habían contado mi padre y mi madre, él con su habitual distancia divertida, ella de un modo dulcemente emocionado. Desde siempre habían sentido un placer tan grande en cuidar el uno del otro que la decisión de tener hijos llegó relativamente tarde, teniendo en cuenta que se habían casado muy jóvenes. Yo nací cuando mi madre tenía treinta años y mi padre, poco más de treinta y dos. Fui concebida entre mil anhelos expresados por ella en voz alta, por él, para sus adentros. El embarazo fue difícil; el parto —el 3 de junio de 1979—, un tormento infinito; mis primeros dos años de vida, la demostración práctica de que, desde el momento en que llegué al mundo, la vida de ambos se había complicado. Preocupado por el futuro, mi padre, profesor de historia y filosofía en el colegio de bachillerato más prestigioso de Nápoles, intelectual bastante conocido en la ciudad, querido por sus alumnos, a los que dedicaba no solo las mañanas sino tardes enteras, por necesidad se puso a dar clases particulares. Preocupada en cambio por un presente de incesantes llantos nocturnos, enrojecimientos que se llagaban, dolores de barriga, berrinches feroces, mi madre, que enseñaba latín y griego en un colegio de la piazza Carlo III y corregía galeradas de novelitas rosa, sufrió una larga depresión, se convirtió en una mala docente y una correctora muy distraída. Estos fueron los inconvenientes que causé nada más nacer. Pero poco después fui una niña tranquila y obediente, y ellos se fueron recuperando. Había concluido la etapa en la que los dos se pasaban el tiempo tratando inútilmente de evitarme los males a los que están expuestos todos los seres humanos. Habían encontrado un nuevo equilibrio gracias al cual, si bien el amor por mí ocupaba el primer lugar, en el segundo habían vuelto a estar los estudios de mi padre y los trabajitos de mi madre. Por tanto, ¿qué decir? Ellos me querían, yo los quería. Mi padre me parecía un hombre extraordinario; mi madre, una mujer muy amable, y los dos eran las únicas figuras nítidas en un mundo por lo demás confuso.
Confusión de la que yo formaba parte. En algunos momentos fantaseaba con que dentro de mí se estaba produciendo un enfrentamiento violentísimo entre mi padre y su hermana, y yo deseaba que ganara él. Claro —reflexionaba—, Vittoria ya había triunfado una vez, al producirse mi nacimiento, tanto es así que durante un tiempo yo había sido una niña insoportable; pero después —pensaba aliviada— fui buena, de manera que es posible echarla fuera. Trataba de tranquilizarme de este modo y, para sentirme fuerte, me esforzaba en reconocer en mí a mis padres. Por la noche, sobre todo, antes de irme a la cama, me miraba por enésima vez en el espejo y tenía la impresión de que los había perdido hacía tiempo. Debería haber tenido una cara que los compendiara lo mejor posible; sin embargo, se me estaba poniendo la cara de Vittoria. Mi vida debería haber sido feliz; sin embargo, estaba comenzando una época infeliz, sin la alegría de sentirme como se habían sentido y se sentían ellos.
6
Hubo un momento en que traté de enterarme si las dos hermanas, Angela e Ida, mis amigas de confianza, habían notado algún empeoramiento y si especialmente Angela, que tenía mi edad (Ida era dos años menor), también estaba cambiando para peor. Necesitaba una mirada que me valorase, y tenía la sensación de que podía contar con ellas. Nos habían criado de la misma manera unos padres que eran amigos desde hacía décadas y compartían los mismos criterios. Para entendernos, ninguna de las tres había sido bautizada, ninguna de las tres conocía rezos, las tres habíamos sido informadas tempranamente sobre el funcionamiento de nuestro organismo (libros ilustrados, vídeos didácticos de dibujos animados), las tres sabíamos que debíamos sentirnos orgullosas de haber nacido niñas, las tres habíamos empezado la primaria a los cinco años y no a los seis, las tres nos comportábamos siempre de modo juicioso, las tres llevábamos en la cabeza una tupida red de consejos útiles para sortear las trampas de Nápoles y del mundo, las tres podíamos dirigirnos a nuestros padres en cualquier momento para satisfacer nuestra curiosidad, las tres leíamos muchísimo, las tres, en fin, sentíamos un sabio desprecio por el consumismo y los gustos de nuestras coetáneas, si bien, animadas por nuestros propios educadores, estábamos muy informadas sobre música, películas, programas de televisión, cantantes, actores, y, en secreto, de mayores deseábamos ser actrices famosas y tener novios espectaculares con los cuales entregarnos a largos besos y al contacto entre nuestros sexos. Lo cierto es que mi amistad con Angela era más estrecha; Ida era la pequeña, pero sabía sorprendernos; de hecho, leía más que nosotras y escribía poemas y relatos. De modo que, por lo que recuerdo, entre ellas y yo no había desavenencias, y si se producían, sabíamos hablarnos con franqueza y reconciliarnos. Así pues, en calidad de testigos fiables, las interrogué un par de veces con cautela. Pero ellas no dijeron nada desagradable; al contrario, demostraron que me apreciaban mucho, y por mi parte las encontré cada vez más bonitas. Eran bien proporcionadas, cinceladas con un cuidado tal que solo de verlas sentía la necesidad de su calor, y las abrazaba y besaba como queriendo fundirme con ellas. Una noche en que me sentía bastante deprimida ocurrió que vinieron con sus padres a cenar a San Giacomo dei Capri y las cosas se complicaron. Yo no estaba bien dispuesta. Me sentía particularmente fuera de lugar, alta, flaca, pálida, tosca en cada una de mis palabras y mis gestos, y por ello propensa a ver alusiones a mi deterioro incluso donde no las había. Por ejemplo, Ida preguntó señalando mis zapatos:
—¿Son nuevos?
—No, los tengo desde hace tiempo.
—No los recordaba.
—¿Qué les pasa a mis zapatos?
—Nada.
—Si te has fijado ahora, quiere decir que ahora algo les pasa.
—Que no.
—¿Tengo las piernas demasiado flacas?
Seguimos así un rato, ellas dándome ánimos, yo ahondando en esos ánimos para descubrir si lo decían en serio o si con sus buenos modales ocultaban la mala impresión que les había causado. Mi madre intervino con su tono apático: Giovanna, basta ya, no tienes las piernas flacas; me avergoncé, callé enseguida mientras Costanza, la madre de Angela e Ida, destacaba: Tienes unos tobillos preciosos, y Mariano, su padre, exclamó riendo: Y unos muslos magníficos, al horno con patatas estarían de rechupete. No se detuvo ahí, siguió tomándome el pelo, bromeó sin parar, era de esas personas que se consideran capaces de sembrar alegría hasta en un funeral.
—¿Qué le pasa a la niña esta noche?
Negué con la cabeza para darle a entender que no me pasaba nada, intenté sonreír sin conseguirlo, su forma de ser entretenido me irritaba.
—Bonita melena, ¿qué es, una escoba de sorgo?
Volví a negar con la cabeza y esta vez no logré disimular el fastidio; me trataba como si aún tuviese seis años.
—Es un cumplido, querida; el sorgo es una planta robusta, un poco verde, un poco roja y un poco negra.
—No soy ni robusta, ni verde, ni roja ni negra —estallé, amenazadora.
Él me miró perplejo, sonrió y, dirigiéndose a sus hijas, preguntó:
—¿Qué le pasa a Giovanna esta noche, que está tan hosca?
—No estoy hosca —repliqué, aún más amenazadora.
—«Hosca» no es un insulto, es la descripción de un estado de ánimo. ¿Sabes qué significa?
No contesté. Fingiendo desaliento, él se dirigió de nuevo a sus hijas:
—No lo sabe. Ida, díselo tú.
—Que pones cara larga. A mí también me lo dice —respondió Ida a regañadientes.
Mariano era así. Él y mi padre se conocían de cuando iban a la universidad, y como nunca se habían perdido de vista, estaba presente en mi vida desde siempre. Un poco pesado, calvo por completo, de ojos azules, desde pequeña me había impresionado su cara demasiado pálida y algo hinchada. Cuando se presentaba en casa, lo que ocurría con mucha frecuencia, lo hacía para hablar durante horas y horas con su amigo poniendo en cada frase una agria insatisfacción que me irritaba. Enseñaba historia en la universidad y colaboraba de forma asidua con una revista napolitana de prestigio. Él y papá discutían sin cesar, y pese a que nosotras tres entendíamos poco o nada de lo que decían, nos habíamos criado con la idea de que se habían asignado una tarea muy difícil que exigía estudio y concentración. Pero Mariano no se limitaba, como mi padre, a estudiar día y noche; él despotricaba incluso a gritos contra numerosos enemigos —gente de Nápoles, de Roma y de otras ciudades— que querían impedir a los dos que hicieran bien su trabajo. Angela, Ida y yo, aunque no estábamos en condiciones de tomar partido, nos sentíamos siempre del lado de nuestros padres y en contra de quienes les tenían manía. En resumidas cuentas, de todos aquellos discursos suyos, desde la infancia solamente nos interesaban las malas palabras en dialecto que Mariano profería contra personas entonces famosas. Esto ocurría porque a nosotras tres —pero sobre todo a mí— nos estaba prohibido no solo decir palabrotas, sino también, más en general, pronunciar una sola sílaba en napolitano. Prohibición inútil. Nuestros padres, que nunca nos prohibían nada, incluso cuando nos prohibían algo eran indulgentes. Así que, en voz baja, como un juego, repetíamos entre nosotras los nombres y apellidos de los enemigos de Mariano acompañados de los epítetos obscenos que acabábamos de oír por casualidad. Pero mientras que para Angela e Ida aquel vocabulario de su padre solo era divertido, yo no conseguía separarlo de una impresión de maldad.
¿Acaso en sus bromas no había siempre malevolencia? ¿No la había acaso aquella noche? ¿Yo era hosca, yo ponía cara larga, yo era una escoba de sorgo? ¿Mariano se había limitado a bromear, o bromeando había dicho cruelmente la verdad? Nos sentamos a la mesa. Los adultos iniciaron en unas conversaciones aburridas sobre no sé qué amigos que planeaban mudarse a Roma, nosotras nos aburríamos en silencio esperando que la cena terminara pronto para poder refugiarnos en mi cuarto. Durante todo el tiempo tuve la impresión de que mi padre no se reía, mi madre apenas sonreía, Mariano reía mucho y Costanza, su mujer, no demasiado, pero con ganas. Tal vez mis padres no se estuviesen divirtiendo como los padres de Angela e Ida porque yo los había entristecido. Sus amigos estaban contentos con sus hijas, mientras que ellos conmigo ya no. Yo era hosca, hosca, hosca, y solo de verme sentada a la mesa les impedía sentirse alegres. Qué seria estaba mi madre y qué hermosa y feliz era la madre de Angela e Ida. Ahora mi padre le estaba sirviendo vino, le dirigía la palabra con amabilidad y reserva. Costanza enseñaba italiano y latín; sus padres eran riquísimos y le habían dado una magnífica educación. Era tal su refinamiento que a veces daba la sensación de que mi madre la estudiaba para imitarla y yo, casi sin darme cuenta, hacía lo mismo. ¿Cómo era posible que aquella mujer hubiese elegido un marido como Mariano? Me deslumbraban el fulgor de sus adornos, los colores de las prendas que tan bien le sentaban siempre. Justo la noche anterior había soñado que ella me lamía amorosamente una oreja con la punta de la lengua, como una gata. Y el sueño me había dado consuelo, una especie de bienestar físico que, al despertar, me había hecho sentir a salvo durante unas horas.
Ahora, sentada a la mesa junto a ella, confié en que su buena influencia me borrara de la cabeza las palabras de su marido. En cambio, siguieron ahí durante toda la cena —Mi pelo hace que parezca una escoba de sorgo, tengo la cara hosca—, acentuando mi nerviosismo. Me debatí sin cesar entre las ganas de divertirme susurrando al oído de Angela palabras indecentes y un malestar que no se me pasaba. En cuanto nos terminamos el postre, dejamos a nuestros padres entregados a sus charlas y nos encerramos en mi habitación. Allí le pregunté a Ida, sin rodeos:
—¿Tengo cara larga? ¿Os parece que me estoy volviendo fea?
Se miraron.
—¡Qué va! —contestaron casi a la vez.
—Decidme la verdad.
Me di cuenta de que vacilaban; Angela se decidió a contestar:
—Un poquito, pero no físicamente.
—Físicamente eres bonita —subrayó Ida—, tienes un pelín de fealdad por culpa de las preocupaciones.
—A mí también me ocurre: cuando me preocupo me pongo fea, pero después se me pasa —dijo Angela besándome.
7
Inesperadamente, aquel nexo entre preocupación y fealdad me consoló. Hay un afearse que depende de las ansiedades —habían dicho Angela e Ida—, si las ansiedades acaban, recuperas la hermosura. Quise creerlo y me esforcé por pasar días despreocupados. Pero imponerme la serenidad no funcionó; de repente, se me nublaba la cabeza y regresaba aquella obsesión. Creció una hostilidad hacia todo, difícil de mantener a raya con fingida cordialidad. No tardé en concluir que las preocupaciones no eran en absoluto pasajeras, quizá ni siquiera fueran preocupaciones, sino malos sentimientos que se extendían por mis venas.
No se trataba de que Angela e Ida me hubiesen mentido sobre ese punto, eran incapaces, nos habían educado para que no dijéramos mentiras. Con aquel nexo entre fealdad y ansiedades, probablemente ellas habían hablado de sí mismas, de su experiencia, usando las palabras con las que Mariano —en nuestras cabezas llevábamos muchísimos conceptos de los que habíamos oído hablar a nuestros padres— las había tranquilizado en alguna circunstancia. Pero yo no era ni Angela ni Ida. Angela e Ida no tenían en su familia a una tía Vittoria a la cual su padre —¡su padre!— les hubiese dicho que empezaban a parecerse. Una mañana, en el colegio, sentí de pronto que jamás volvería a ser como me querían mis padres, el cruel Mariano se daría cuenta, mis amigas se dedicarían a amistades más adecuadas y yo me quedaría sola.
Me deprimí; durante los días siguientes el malestar cobró fuerzas, lo único que me daba cierto consuelo era frotarme continuamente la entrepierna para aturdirme con el placer. Pero como era humillante olvidarme de mí de aquel modo, después me sentía más insatisfecha que antes, a veces asqueada. Guardaba un recuerdo muy agradable de los juegos con Angela, en el sofá de mi casa, cuando, frente al televisor encendido, nos tendíamos cara a cara, entrelazábamos las piernas y sin acuerdos, sin reglas, en silencio, colocábamos una muñequita entre la entrepierna de mis bragas y la entrepierna de las suyas, y nos restregábamos, nos retorcíamos sin vergüenza, apretando con fuerza entre ambas a la muñeca, que parecía feliz y llena de vida. Eran otros tiempos, el placer ahora ya no me parecía un juego agradable. Luego me quedaba muy sudada, me sentía cada vez peor hecha. Hasta el punto de que día tras día me asaltó de nuevo el afán de examinarme la cara y volví, con más saña aún, a pasar mucho tiempo frente al espejo.
La cosa tuvo una evolución sorprendente: a fuerza de mirar aquello que me parecía defectuoso, deseé dedicarle mis cuidados. Observaba mis rasgos, y mientras me estiraba la cara pensaba: Pues mira, con que tuviera la nariz así, los ojos así, las orejas así, sería perfecta. Eran manipulaciones leves que me desanimaban, me enternecían. Pobrecita mía, pensaba, qué desafortunada has sido. Y me invadía un súbito entusiasmo por mi propia imagen, hasta tal punto que una vez llegué a besarme en la boca mientras pensaba desolada que nunca nadie lo haría. Y así fue como empecé a reaccionar. Poco a poco pasé del aturdimiento en el que pasaba los días examinándome a la necesidad de arreglarme como si fuese un pedazo de algún material de buena calidad dañado por la torpeza de un obrero. Era yo —quienquiera que yo fuese—, y debía ocuparme de aquella cara, aquel cuerpo, aquellos pensamientos.
Un domingo por la mañana intenté mejorarme con los cosméticos de mi madre. Pero cuando ella se asomó a mi habitación, dijo riéndose: Pareces una máscara de carnaval, tienes que hacerlo mejor. No protesté, no me defendí, le pregunté de la manera más sumisa que pude:
—¿Me enseñas a maquillarme como tú?
—Cada cara requiere su maquillaje.
—Yo quiero ser como tú.
Se mostró complacida, me hizo unos cuantos cumplidos y se puso a pintarme con sumo cuidado. Pasamos unas horas magníficas; cuánto bromeamos, cuánto reímos. En general, ella era callada, muy comedida, pero conmigo —solo conmigo— estaba dispuesta a ser niña otra vez.
En un momento dado apareció mi padre con sus periódicos, nos vio jugar de aquella manera y se alegró.
—Qué guapas estáis —dijo.
—¿De veras? —pregunté.
—Ya lo creo, nunca he visto mujeres tan espléndidas.
Y fue a encerrarse en su cu