Una mañana perdida

Gabriela Adamesteanu

Fragmento

La calle Coriolan

La calle Coriolan

En otras épocas, ¿habría estado ella así, días enteros sin moverse de casa, como ahora? ¡Ni muerta! Habría sentido que se le caía la casa encima. Se las arreglaba lo mejor que podía y, ¡hala!, a la calle. Hoy visitaba a uno, mañana a otro: iba de casa en casa; pero volver a la suya con las manos vacías, eso sí que nunca; andaba de palique con todo el mundo, se enteraba de todo; después de tanto estar con el mudo del marido, le entran a una ganas de salir pitando… Nunca tuvieron grandes temas de conversación, pues, al fin y al cabo, ¿de qué se puede hablar con los hombres?

—El marido, que sepa de ti solo de cintura para abajo… —dice, y la cuñada, al escucharla, se encrespa.

—Cállate, Vica, ¡qué bruta! Te está oyendo el chico… Ya estás vieja, y dale que dale con tus guarrerías…

—Y si me oye, ¿qué? Pues que oiga. ¿Acaso le queda mucho para seguir pegado a tus faldas? No te preocupes, que yo he estado en buenas casas y sé cómo hablan las señoras… Y en todas partes nos entendíamos muy bien, todos me tenían cariño y aprecio, madame Ioaniu, por ejemplo, cómo nos reíamos… con ella y con Ivona…

Una muda esa cuñada suya: ni con sacacorchos le arrancas una palabra. Pobre de su hermano, toda la vida siguiéndole la corriente, que así son los hombres, se dejan llevar por la mujer. Solo al testarudo de su hombretón ella nunca ha podido sacarle de lo suyo. De moza se amargaba con todo lo que le decía el fulano, cómo lloraba, cómo sufría, adelgazó tanto que, como quien dice, la levantaba el viento. Hasta que un buen día va a verla su madrina, que en paz descanse, y le dice:

—¿Qué tienes, Vica? ¿Qué te ha pasado, que estás como un fideo?

—Bueno, verá… me pasa esto y lo otro…

—Venga, mujer —le dijo—, no le hagas tanto caso…

Así era su marido: gruñón; lo que es ella, no, su carácter era distinto, había salido a mamá, alegre como ella; ¡ay!, cómo le hubiera gustado que le tocase una pareja igual, alguien a quien le gustara reír… Los hay también de esta laya, pero tienen otros defectos, en este mundo todos los hombres son iguales, ni pensar que haya unos mejores que otros…

Pero, quién iba a creerlo, ahora cada vez se le hace más duro salir de casa. Sin embargo, siquiera una o dos veces al mes, coge su talega de cuero (esa que le regaló madame Daniel), la llena con todo lo que encuentra a mano, se pone varios jerséis, se coloca la dentadura, se tapa la cabeza con dos pañolones, se calza la boina tiesa que se hizo con los restos de un gabán viejo (de eso ya van nueve años), la asegura atándola con una bufanda, y se las pira. O eso es lo que dice su marido:

—Conque otra vez te las piras, ¿eh?… —rezonga desde la cama, debajo de las mantas amontonadas sobre el edredón, donde yace con la cabeza envuelta en un jersey de ella, viejo y andrajoso, desde que se le ha perdido la gorra descolorida que se ponía siempre al acostarse. Habla jadeando entre palabra y palabra, es gordo y alto, pesa más de cien kilos. La piel del cuello le cuelga flácida, pero sus mejillas se ven rozagantes, casi sonrosadas, y en ellas la barba sin afeitar de varios días crece áspera y cana.

»… tú y tu maldita costumbre de no parar en casa… siempre volando a casas ajenas y no paras en la tuya.

—¡Déjame ya! —exclama ella.

Ni lo mira. Lista para salir, abrigada a más no poder, da vueltas por la sala hurgando entre los cachivaches para coger alguna que otra cosa, un bote de pepinillos, cebollas, pues ella tiene bastante para pasar este invierno, unas cabezas de ajo, un culín de aguardiente que escurre en un frasco vacío de jarabe para la tos. Lo amontona dentro de la talega, encima coloca unas bolsas de plástico. A ella no le gusta ir con las manos vacías, y unas cosillas no le van mal a nadie, ¿no?

—¡Déjame ya! —repite.

Tampoco hace caso de lo que le está diciendo él. Que siga refunfuñando cuanto quiera, pedazo de boquirrasgado, que hable solo, para sí mismo, palabra de varón es una sinrazón, como solía decirle a madame Ioaniu… y cómo le divertía esto a la vieja… Lo que es Vica, ya aprendió a apañárselas: apenas siente que el marido está a punto de desvariar y soltar su rollo, ella se mete en la sala, y que el diablo os lleve a ti, a tu madre y a tu padre, y a toda tu parentela, masculla entre dientes…

Rezongando entra y sale, de la sala a la tienda y de la tienda a la sala, sin parar de machacarle, pero él ni se entera; de un tiempo para acá se está quedando sordo de un oído, así que solo escucha lo que le conviene. Y ella habla que hablarás hasta quedarse tranquila. La tienda está a oscuras. Y en cuanto al calor, solo el que se cuela de la sala. Antes la calentaban con la estufa, ahora ya, para qué; ya van veinticinco años o más —¿cuántos serán?— desde que cerraron el negocio. Ahora usan la tienda para almacenar la leña y el carbón. ¿Cómo encender, pues, el fuego, si no hay ni por dónde dar un paso? Ahí están además el viejo aparador de puertas desvencijadas, los grandes tarros de salmuera, los costales de patatas, las cacerolas, el cubo de agua y la fregona… Da vueltas entre todos esos trastos y sigue haciendo sus cosas hasta que el otro se aburre de tanto hablar solo y se calla. Entonces vuelve a la habitación, se agacha suspirando y llena bien la estufa con carbón, cuidando de dejar abierta la portezuela de abajo, porque, ¿acaso puede confiar en él?, y al regresar por la noche, puede que se encuentre con la casa completamente fría.

—¡Anda!, crees que me quedaré yo aquí a empollar, como tú, contemplándote… No estaré harta a estas alturas, después de cuarenta años…

La respuesta ha tardado tanto que él la mira, con los ojos como platos, y no dice ni pío. Está callado, sin comprender qué mosca le ha picado de pronto… Ya me la pagarás —esto Vica no se lo suelta en voz alta— por lo endemoniado que has sido toda tu vida; por eso no lo quiso, aunque cuando lo vio por primera vez, la verdad es que le gustó. Ella estaba detrás del mostrador, en la tienducha de Iancului; fue una clienta quien lo trajo y los presentó. Tenía a la sazón diecinueve años, era alegre y todos la querían. Lo que es él, era buen mozo, alto y fuerte, tenía la nariz recta y los labios delgados, el pelo liso peinado a un lado; mira, igual que en esta foto de la pared. Se la sacaron el día de la boda; por aquel entonces él estaba empleado en la fábrica de Zamfirescu… ¡Qué maravilla de confitería la de Zamfirescu! Estaba más o menos donde está hoy la estatua de Kogalniceanu. ¡Y la de cosas que le traía de la fábrica! Un día bombones, otro caramelos de todo tipo, otro pralinés. A todos sus trabajadores Zamfirescu les regalaba dulces, en navidades y en Semana Santa, ¡qué de huevos, qué de tabletas de chocolate, así de grandes! ¡Qué no daría ella por tener ahora un poquito de aquello! Y pensar que entonces le repugnaban, de tantos como había comido… A veces una no sabe valorar lo que tiene… Zamfirescu, ni que decir, ¡todo un s

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