Camino de sangre

Fragmento

I Giovanni

I

Giovanni

La última vez que estuve con Silvia en la playa fue a ocultarse entre los enebros para vestirse: la vi agachada, quitándose el bañador por las piernas, toda su piel quemada y bronceada. El pelo le tapaba la cara. La llamé, pero como lo hice en voz muy baja y el pelo la estorbaba, no me oyó. Fue la última vez, y aquel día no la había ni tocado. Luego nos fuimos y al día siguiente me dijo que no quería verme más. Entonces me quedé solo y durante varios días no comí sino fruta y sobras. Lo único que me apetecía era salir y andar.

Mientras caminaba no hacía más que preguntarme con quién podía estar Silvia. Muchos la deseaban. También me lo preguntaba de noche, cuando no podía dormir, y le decía cosas en voz baja, contra la almohada, como si estuviese a mi lado. «Silvia —le decía—, vuelve. ¿Qué te cuesta volver? Has estado tan poco conmigo. Tenemos que hacer juntos un montón de cosas. Vuelve.»

Silvia no volvió ninguno de aquellos días. No sabía con quién estaba. Ella no había desaparecido; no había cambiado en nada su estilo de vida; yo conocía la casa, los cuartos, las palabras que decía, cómo se despertaba, las calles; era yo quien se había perdido y ya no reconocía nada de cuanto me rodeaba. Estaba como esperando en una esquina a una persona que no terminaba de llegar, y de pronto reparaba estupefacto en los transeúntes, en las manchas de las paredes, en las tiendas que no había visto nunca. Ahora veía a otras mujeres. «Cuántas Silvias —me decía—. Cada mujer es una Silvia. ¿Cómo es posible?» En el pasado había conocido a otras Silvias. Mi vida era un embrollo de Silvias que se me habían acercado durante un instante. Todas se parecían, todas me habían entendido al vuelo. Sin embargo, ahora sabía algo más: que lo que sufría por Silvia no era casual. Tenía que hacerme a la idea de que con Silvia no me estaba permitido vivir. Ella, sus ojos, su pelo, su voz no estaban hechos para mí. Todos los rasgos de Silvia habían nacido, se habían formado y crecido para que los viera, oyera y besara otro, un hombre completamente distinto a mí, que se diferenciara de mí más que un animal o un tronco. ¿Qué se le iba a hacer?

En aquel entonces creía que la manera en que había vivido con Silvia ya no tenía vuelta atrás, y que mi cuerpo, mi piel y mis gestos ya no eran los de antes. Sin embargo, sabía que día tras día algo de aquella nueva sustancia desaparecía y con ella se me iba la sangre, la vida.

Pero resultó que un amanecer volví a ver a Silvia. Me había mandado llamar y hablaba cohibida, tratando de sonreír. Se acercó a mí frotándose un costado que se había golpeado contra la puerta y me dijo:

—¿Sigues vivo?

—Claro —le respondí.

—¡Me duele! —Y se volvió a tocar.

Me habló de pie, en el primer cuarto, porque al otro lado había gente metiendo bulla, y no entendía si se reía porque no le salían las palabras o porque quería recibirme alegre.

—¿Tienes ganas de reír? —me preguntó.

—¿Tú no?

—No, esa gente me cansa —dijo—. ¿Has vuelto a la playa?

Era invierno, y de repente me pareció que estábamos en agosto.

—No eres el mismo de antes —dijo.

—¿Por qué?

—Mírame a la cara.

La miré. Ella me observaba con el ceño fruncido.

—Tú no me ves —dijo—. Tú a mí nunca me has visto. ¿Qué has hecho en estos meses?

—Nada.

—¿Quieres ayudarme, Giovanni? —preguntó de pronto.

No me había quitado el abrigo. Seguía con el cuello subido. La miré como la había recordado al subir las escaleras y me pareció que nunca había salido de aquel cuarto.

—¿Quieres ayudarme?

Ya no sonreía. Miraba al suelo. Al otro lado hacían ruido y reconocí algunas voces.

—Tengo que regresar a Maratea —dijo en voz baja—. Tengo que regresar enseguida. Contigo. —Me miró de manera profunda y severa—. ¿Quieres saber por qué?

La miré sin decir nada.

—Me harás compañía —dijo—. Me contarás lo que has hecho estos meses.

Luego me pidió que me marchara.

—Nos iremos mañana a las siete.

Esa noche tenía que ver a Giorgio, un viejo amigo que había averiguado cómo vivía en aquellos meses y quería distraerme. Lo llevé a la taberna donde comía a veces. Iba a invitarlo a cenar. En la calle hacía frío y había jolgorio. Era víspera de Navidad y el aire olía a montaña.

—¿Te ha pasado algo malo? —me preguntó enseguida Giorgio, agarrándome del brazo como se hace con las chicas. En la puerta nos soltamos.

—¿Qué es para ti algo malo? —le pregunté.

—Querer una cosa que no se puede tener.

No me decidía a entrar. Aspiraba aquel viento que llegaba de lejos. Maratea estaba en las faldas de un monte boscoso y sus casas bordeaban el mar. Silvia era aquel pueblo. Cuántas veces me había hablado de él.

—No quiero nada —dije—. Esta tarde y esta noche se me han quitado las ganas de todo.

Mientras cenábamos en medio del bullicio, Giorgio me contó que de niño había comprendido de repente que se podía ser feliz sin decir una palabra ni mover un dedo, simplemente negándose a desear cosas nuevas.

—No hay niño que no lo posea ya todo —dijo—. Entonces es cuando se aprende a ser feliz.

Giorgio me miraba con cara risueña, como si esperase que respondiera algo: con mi asentimiento o con un estallido de lágrimas. Temía que me hubiera molestado la palabra niño. Giorgio es tonto; tiene la inocencia porfiada de quienes pretenden que todo el mundo sea como ellos.

—Todos buscamos lo que hay en lo profundo de nuestra sangre —dije—. No existe nada nuevo. De niño, yo me enfadaba cuando me terminaba la manzana.

Pero Giorgio seguía sonriendo y con los ojos me preguntó: «¿Así que estás tan triste porque ya te has terminado la manzana?», y yo durante un instante respiré el aire vacío de los pasados meses, el distanciamiento, la muerte, la oscuridad helada que precede al amanecer, y el camino entre el mar y la montaña, opaco y fresco, que pronto se abriría al temblor del día. Mi corazón cantaba y le reiteré a Giorgio:

—Todo está en lo profundo de nuestra sangre.

Viajamos toda la mañana por la costa oscura y baja. Los otros pocos pasajeros, que venían desde muy lejos, seguían viaje en el tren la mañana de Navidad. Silvia estaba callada en un rincón y miraba con desconfianza a los otros y también a mí, aunque en un momento dado me había sonreído para darme ánimos.

Alguien advirtió en el cielo brumoso que unos pájaros marinos volaban bajo y todos se apresuraron a mirar; todos, incluido yo, menos Silvia, que me preguntó qué pasaba. Mientras la gente discutía, le vi una sonrisa furtiva en los labios, como si fuera una niña, y envidié a aquellos pájaros.

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