El camarada

Cesare Pavese

Fragmento

1

Me llamaban Pablo porque tocaba la guitarra. La noche que Amelio se rompió el espinazo en la carretera de Avigliana, yo había ido con tres o cuatro a una merienda en la colina —no muy lejos, se veía el puente— y habíamos bebido y bromeado bajó la luna de septiembre, hasta que por culpa del fresco tuvimos que cantar dentro. Entonces las chicas se habían puesto a bailar. Yo tocaba —Pablo esto, Pablo aquello—, pero no estaba contento, siempre me ha gustado tocar con alguien que entienda, pero aquellos solo querían gritar más fuerte. Todavía toqué la guitarra yendo para casa y alguien cantaba. La niebla me mojaba la mano. Estaba harto de aquella vida.

Ahora que Amelio había acabado en el hospital, no tenía con quien echar una parrafada y desahogarme. Se sabía que era inútil ir a verlo porque chillaba día y noche y blasfemaba, y no reconocía a nadie. Fuimos a ver la moto que estaba aún en la cuneta, contra un mojón. Se había roto la horquilla, saltado la rueda, de milagro no se había incendiado. Sangre en el suelo no había, pero sí gasolina. Luego vinieron a buscarla con un carrito. Nunca me han gustado las motos, pero era como una guitarra destrozada. Por suerte, Amelio ya no reconocía a nadie. Luego dijeron que a lo mejor se salvaba. Yo pensaba en estas cosas mientras atendía en la tienda, y no iba a verlo porque era inútil, y ya no hablaba de él con nadie. Pensaba en cambio, al volver a casa por la noche, en las conversaciones que había tenido con todos, aunque a nadie le había dicho que estaba más solo que un perro, y no porque ya no estuviera Amelio —hasta en eso lo echaba de menos—. Quizá a él le hubiera dicho que aquel verano era el último y que entre tabernas, tiendas y guitarra me tenían harto. Él comprendía estas cosas.

Luego se supo que Amelio estaba todo enyesado y que las piernas se le morían. Yo pensaba en eso día y noche y me habría gustado que la gente no me hablase más de él. Ahora se decía que aquella noche iba con él una chica, que había volado hasta el prado sin despeinarse siquiera, y que iban como dos locos, estaban borrachos, y que tarde o temprano tenía que acabar así. Decían muchas cosas. A la chica me la señalaron una mañana que pasaba por la avenida, frente a la tienda. Era alta, bien plantada. Nadie diría al verla que había dado aquel salto. Pintiparada para Amelio, eso sí. La idea de que durante todo el verano habían corrido por las autopistas abrazados en la moto, me dio rabia. Hasta valía la pena romperse la cabeza. Ahora decían que iba a verlo. Menos mal. No había necesidad de que fuéramos nosotros.

Por aquellos días estaba poco en la tienda. Salía sin compañía e iba al Po. Me sentaba en un tablón y miraba a la gente y las barcas. Daba gusto estar al sol por la mañana. Quería comprender por qué estaba harto y por qué precisamente ahora que me sentía como un perro, no quería saber nada de los demás. Pensaba que Amelio no podía sentarse y no volvería a andar nunca más. Amelio vivía para eso —todo el día probando motores—, ¿cómo haría ahora para vivir? Quizá podía volver a andar en barca. Pero, incluso teniendo dinero, no es la barca lo que puede satisfacer, no es la guitarra, no es nada. Lo veía por mí. ¡Cuánto habría dado por saber cómo vivía Amelio antes de romperse el espinazo! Tal vez porque prescindía de todos y no decía cuatro palabras en una conversación, nunca se me había pasado por la cabeza hablarle de eso. Muchas noches había estado con él —la guitarra sonaba y nos gustaba a los dos—, bebíamos una copa, luego él se volvía a la avenida, yo a la tienda. Siempre lo había conocido con aquella chaqueta impermeable de motorista. Pasaba un momento por la tienda y decía: «¿Esta noche?». A sus chicas nunca me las había presentado. Si por la taberna aparecían otros, él se quedaba en su mesa.

Una mañana entró decidida, riendo, la chica de la avenida y me preguntó quién era Pablo.

—Soy Linda —dijo—. Me manda Amelio que ha vuelto y no puede moverse. Quiere ver a alguien.

Mi madre, que estaba en la tienda, se informó de la salud de Amelio. Hablaron un poco entre mujeres, y Linda miraba a su alrededor. Estaba alegre; daba ánimos. Aún no había oído a nadie hablar así de aquel hecho.

Fui a ver a Amelio al día siguiente y lo encontré con la ventana abierta, en la cama. No dije nada de los días pasados, ni que me había mandado llamar. Seguía siendo alto y fuerte y llevaba un jersey amarillo; la cara era la misma pero fatigada, como de quien no ha dormido. La habitación estaba en desorden. Por la ventana entraba lentamente la niebla. Parecía que estábamos en la calle.

No le pregunté cómo había sido, porque ya se sabía. Él me preguntó qué hacía y si había tacado mucho la guitarra en esos meses. Me encogí de hombros.

—¡Guitarras! —Saqué la cajetilla y encendí para los dos. —Hemos ido a ver la moto —le dije—. ¡Cómo quedó! ¿Vendes las piezas?

—Una moto se arregla —me dijo—. No tiene piernas una moto.

La niebla que entraba me mojaba las manos. Fuera hacía fresco, era por la mañana.

—Oye —le dije—, ¿no tienes frío?
—Cierra, hace frío.

Pasé delante del espejo, y lo vi reflejado. Estando en la cama parecía como si siempre asomase desde una barca. Veía primero las mantas, luego el jersey y la cara y las mandíbulas, y aquel humo.

—¿Fumas mucho? —le pregunté.

Desprendió la ceniza con el dedo y rió burlón.
—Este es el primero. Los termino por la noche.

Yo había venido de la tienda con un paquete de cien cigarrillos y no sabía cómo hacer. Aproveché ese momento y se lo dejé encima de la cama entre los periódicos.

—Yo, desde aquel día, no he vuelto a sacar la guitarra —dije mientras tanto—. Estoy harto. ¿Vale la pena la guitarra para divertir a cuatro estúpidos que te citan por la noche en los campos? Arman follón, hacen el chorra, ¿qué tiene que ver la guitarra? A partir de entonces si quiero tocar lo hago a solas.

—Tampoco a solas resulta muy alegre —dijo Amelio—. Tienes la suerte de que no debes tocar para vivir.

¿Podía decirle que estaba harto de la vida que llevaba y que habría preferido tocar para vivir? ¿Que el mundo era grande y que quería cambiar? ¿Recorrerlo y cambiar? Esa mañana sabía solamente que algo haría. Todo estaba aún por venir.

—Si tocaras para vivir, comprenderías algo —dijo Amelio, tirando la colilla y estirando la cabeza. Estaba flaco, la nuez sobresalía como un hueso.

Volví unos días después, por la mañana. Me gustaba aquella hora porque no había nadie en la casa. Entraba por la cocina llamando a la puerta, decía con permiso, y me encontraba en la habitación siempre fría y abierta de par en par.

Amelio permanecía al frío para estar como en la calle. Cuando no se apoyaba en el codo para desplazar el peso sobre un costado, tenía siempre la nariz levantada para respirar. Yo me sentaba en una esquina de la cama, para no apretarle las piernas.

—¿Duele?
Él me miraba sin pestañear. Ciertas respuestas no las daba. Era Amelio. Respondía así, estando callado. Le pregunté una vez si nadie venía a verlo. Él me indicó con los ojos un ramillete de flores en un vaso junto a la cama.

—Te va bien —le dije.

No sabía darle ánimos. Me parecía que tenía más valor que yo. No hablaba de cuándo se curaría. No hablaba de nada. Era

Amelio. Yo decía algo; a veces me animaba, él me escuchaba, respondía en voz baja.

—¿Ya no vas a los prados? —decía.
—Me debe de haber ocurrido algo. Ya no me apetece la compañía. Ni siquiera me gusta la tienda. Será que tengo ganas de no hacer nada, pero no lo creo. Tanta

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