El atraco
E l hombre de la pistola es un inútil.
Yo lo sé.
Él lo sabe.
Hasta Marvin, mi mejor amigo, lo sabe, y eso que él es más inútil aún que el hombre de la pistola.
Lo peor de todo es que el coche de Marv está aparcado justo enfrente, en una zona de estacionamiento de quince minutos. Estamos todos tumbados en el suelo, boca abajo, y al coche solo le quedan unos minutos.
—Podría darse un poco de prisa, el tío —farfullo.
—Lo sé —susurra Marv—. Esto es intolerable. —Su voz se eleva desde las profundidades del suelo—. Me van a poner una multa por culpa de ese inútil. No puedo permitirme otra multa, Ed.
—El coche ni siquiera lo vale.
—¿Qué?
Marv se vuelve raudamente hacia mí. Noto que se pone tenso. Se ofende. Si algo no soporta Marv es que hablen mal de su coche. Repite la pregunta.
—¿Qué has dicho, Ed?
—He dicho —susurro— que el coche ni siquiera lo vale, Marv.
—Oye, puedo tolerar muchas cosas, Ed, pero…
Desconecto porque, francamente, cuando Marv empieza a hablar de su coche es un auténtico coñazo. Se pone pesado como un niño y eso que acaba de cumplir veinte años.
Continúa con la cantinela un rato más hasta que me veo obligado a cortarle.
—Marv —señalo—, tu coche es una vergüenza, ¿vale? Ni siquiera tiene freno de mano. Lo tienes aparcado ahí fuera con dos ladrillos encajados en las ruedas traseras. —Trato de hablar lo más bajo posible—. La mitad de las veces ni te tomas la molestia de cerrarlo. Seguro que estás deseando que te lo birlen para cobrar el seguro.
—No está asegurado.
—Pues eso.
—La NRMA dijo que no valía la pena asegurarlo.
—Lógico.
En ese momento el hombre de la pistola se da la vuelta y brama:
—¿Quién está hablando?
Marv pasa de él. Está alterado por lo del coche.
—Nunca te quejas cuando te acompaño al trabajo, desgraciado advenedizo.
—¿Advenedizo? ¿Qué demonios quiere decir advenedizo?
—¡He dicho que a callar! —brama de nuevo el pistolero.
—¡Pues dese prisa! —grita Marv. No está para tonterías ahora. No lo está en absoluto.
Está tumbado boca abajo en el suelo del banco.
El banco está siendo atracado.
Hace mucho calor y solo estamos en primavera.
El aire acondicionado no funciona.
Acabo de insultar a su coche.
Marv está a punto de estallar, o de perder la cabeza. Sea como sea, tiene un cabreo de órdago.
Tendidos en la gastada y polvorienta moqueta azul del banco, Marv y yo nos miramos con ojos que echan chispas. Nuestro colega Ritchie está semioculto bajo la mesa del Lego, tumbado entre las piezas que se desparramaron cuando el pistolero irrumpió en el banco temblando y dando gritos y alaridos. Audrey está justo detrás de mí. Tiene un pie sobre mi pierna y se me está quedando dormida.
La pistola del atracador está apuntando hacia la nariz de una pobre muchacha apostada detrás del mostrador. Su placa dice «Misha». Pobre Misha. Está temblando casi tanto como el pistolero mientras espera a que un granujiento de veintinueve años con corbata y manchas de sudor en las axilas acabe de meter el dinero en la bolsa.
—Podría darse un poco de prisa —dice Marv.
—Eso ya lo he dicho yo —replico.
—¿Y? ¿No puedo hacer mis propios comentarios?
—Quita el pie —le digo a Audrey.
—¿Qué?
—Que apartes el pie. Se me está durmiendo la pierna.
Lo aparta. A regañadientes.
—Gracias.
El pistolero se vuelve y ladra su pregunta por última vez:
—¿Quién es el cabrón que está hablando?
El caso es que Marv es un tío problemático donde los haya. Buscabroncas. Poco afable. La clase de amigo con el que siempre te descubres discutiendo, sobre todo si el tema va de su cafetera Falcon. También es un capullo inmaduro cuando está de mala leche.
Grita en tono jocoso:
—Ed Kennedy, señor. ¡Ed está hablando!
—¡Muchas gracias! —mascullo.
(Mi nombre completo es Ed Kennedy. Tengo diecinueve años. Soy taxista menor de edad. Soy uno más de los muchos jóvenes que se ven en este pueblo próximo a la ciudad, sin demasiadas perspectivas ni posibilidades. Aparte de eso, leo más libros de los que debería, soy pésimo en la cama y un desastre haciendo la declaración de la renta. Encantado de conoceros.)
—¡Pues cierra el pico, Ed! —grita el pistolero. Marv sonríe con suficiencia—. ¡Si no quieres que te meta una bala en el culo!
Tengo la sensación de estar otra vez en el colegio con el sádico profesor de matemáticas ladrando órdenes desde un extremo del aula cuando, en realidad, la clase le importa un bledo y está deseando que suene el timbre para poder irse a casa, beberse una cerveza y seguir engordando delante de la tele.
Miro a Marv. Quiero matarle.
—Que ya tienes veinte años, por Dios. ¿Es que quieres que nos maten?
—¡Cierra el pico, Ed! —La voz del pistolero suena más fuerte esta vez.
Bajando el tono, susurro:
—Si me pega un tiro tú tendrás la culpa. Lo sabes, ¿verdad?
—¡He dicho que cierres el pico, Ed!
—Todo esto te hace mucha gracia, ¿eh, Marv?
—Se acabó. —El pistolero se olvida de la chica del mostrador y se acerca a grandes zancadas, harto de nosotros. Cuando llega todos levantamos la vista.
Marv.
Audrey.
Yo.
Y el resto de peleles desgraciados que cubren el suelo.
La punta de la pistola se posa en el caballete de mi nariz. Me produce picor. No me rasco.
El pistolero nos mira a Marv y a mí alternativamente. Tras la media que le cubre la cara puedo adivinar los mechones pelirrojos y las marcas de acné. Tiene los ojos pequeños y las orejas grandes. Lo más probable es que esté robando el banco como venganza contra el mundo por ganar tres años seguidos el premio al hombre más feo en las fiestas de su localidad.
—¿Quién de vosotros es Ed?
—Él —respondo, señalando a Marv.
—No me lo puedo creer —replica Marv, y por la expresión de su cara advierto que no está todo lo asustado que debería estar. Sabe que tanto él como yo ya estaríamos muertos si ese tipo fuera un pistolero de verdad. Mira al hombre de la media y dice—: Un momento… —Se rasca el mentón—. Tu cara me suena.
—Está bien —confieso—, en realidad yo soy Ed. —Pero el pistolero está demasiado absorto en lo que Marv va a decir.
—Marv —susurro en un tono elevado—, calla.
—Calla, Marv —dice Audrey.
—¡Calla, Marv! —vocifera Ritchie desde la otra punta de la sala.
—¿Quién carajo eres? —le grita el pistolero a Ritchie. Se vuelve para ver de dónde procede la voz.
—Soy Ritchie.
—¡Pues cierra el pico, Ritchie! ¡No empieces tú también!
—Tranquilo —responde la voz—. Y gracias. —Todos mis amigos se pasan de listillos. No me preguntéis por qué. Como muchas otras cosas, es así y punto.
El pistolero está empezando a echar humo. Parece que emane de su piel, que le atraviese la media.
—Estoy hasta las pelotas de todo esto —gruñe. La voz le abrasa los labios.
Pero eso no consigue silenciar a Marv.
—A lo mejor —continúa— hemos ido juntos al colegio.
—Quieres morir, ¿verdad? —suelta el pistolero sin dejar de echar humo.
—En realidad —explica Marv—, solo quiero que pagues la multa de aparcamiento de mi coche. Está estacionado fuera, en una zona azul de quince minutos, mientras tú me tienes secuestrado aquí dentro.
—¡Ya puedes decirlo! —Señala la pistola.
—No hay necesidad de ponerse agresivo.
«Es el fin de Marv —pienso—. El tipo va a dispararle un tiro en la garganta.»
El pistolero mira hacia las puertas de cristal del banco tratando de adivinar cuál es el coche de Marv.
—¿Cuál de ellos es? —pregunta, diría que hasta con cierta cortesía.
—El Falcon azul claro.
—¿Esa mierda? No echaría en ella una meada, y no digamos pagarle una multa.
—Un momento. —Ahora Marv está absolutamente ofendido—. Dado que estás atracando el banco, pagarme la multa es lo mínimo que puedes hacer, ¿no te parece?
El dinero está listo sobre el mostrador y Misha, la pobre chica, avisa al atracador. Este se vuelve y regresa a por él.
—Espabila, zorra —le ladra cuando se lo tiende. Imagino que ese es el tono obligado en un atraco. No hay duda de que ha visto las películas adecuadas. Al cabo de un rato lo tenemos de vuelta con el dinero en la mano.
—¡Tú! —me grita. Ahora que tiene el dinero se ha envalentonado. Se dispone a golpearme con la pistola cuando algo en la calle llama su atención.
Mira con detenimiento.
A través de las puertas de cristal del banco.
Una losa de sudor cae de su garganta.
Respira con dificultad.
Los pensamientos se arremolinan en su cabeza.
Y suelta:
—¡No!
La policía está fuera pero ignora por completo lo que está sucediendo en el banco. La noticia todavía no ha llegado a la calle. Están diciéndole a alguien en un Torana dorado que no puede aparcar en doble fila delante de la panadería del otro lado de la calle. El coche se aleja, y también los agentes, y el pistolero inútil se queda inmóvil, con la bolsa de dinero en la mano. Se ha quedado sin chófer.
Se le ocurre una idea.
Se vuelve de nuevo.
Hacia nosotros.
—Tú —le ordena a Marv—, dame las llaves de tu coche.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—Ese coche es una antigüedad.
—Es una cafetera, Marv —le ofendo—. ¡Ahora dale las llaves o te mataré con mis propias manos!
Con cara de pocos amigos, Marv hurga en su bolsillo y saca las llaves de su coche.
—Trátalo con cariño —suplica.
—Que te jodan —espeta el pistolero.
—¡Oye, eso ha estado de más! —aúlla Ritchie desde debajo de la mesa del Lego.
—¡Cierra el pico! —grita el pistolero antes de largarse.
Su único problema es que el coche de Marv tiene un cinco por ciento de probabilidades de arrancar a la primera.
El pistolero cruza las puertas del banco y echa a correr hacia la calzada. Da un traspiés y la pistola se le cae cerca de la entrada, pero decide continuar sin ella. En un segundo puedo ver el pánico en su rostro mientras decide si recuperarla o seguir. No hay tiempo, así que la deja donde está y sigue corriendo.
Cuando todos nos incorporamos sobre las rodillas para observarlo, ya está cerca del coche.
—No os lo perdáis. —Marv empieza a reír. Audrey, Marv y yo contemplamos la escena y Ritchie se une a nosotros.
El pistolero se detiene junto al coche e intenta adivinar qué llave lo abre. Su torpeza hace que todos rompamos a reír.
Finalmente consigue entrar. Gira la llave del contacto una y otra vez, pero el coche no responde.
Entonces…
Por alguna razón que nunca entenderé…
Salgo disparado del banco y recojo la pistola por el camino. Cuando cruzo la calle mi mirada y la del pistolero se encuentran. Intenta salir del coche, pero es demasiado tarde.
Estoy delante de la ventanilla del Ford.
Con la pistola apuntándole a los ojos.
Se detiene.
Los dos nos detenemos.
Intenta apearse para huir, y juro que no soy consciente de que estoy disparando la pistola hasta que he avanzado hacia él y oigo un estallido de cristales.
—¿Qué haces? —aúlla desesperadamente Marv desde el otro lado de la calle. Su mundo se está desmoronando—. ¡Estás disparando a mi coche!
Se oyen sirenas.
El pistolero cae de rodillas.
—Soy un auténtico imbécil —dice.
No puedo por menos que estar de acuerdo.
Bajo la mirada y me compadezco de él porque caigo en la cuenta de que probablemente estoy mirando al hombre con peor suerte del planeta. Para empezar, roba un banco con gente indeciblemente estúpida como Marv y yo dentro. Luego el coche con el que debe huir se esfuma. Y cuando se le ocurre que tiene otro vehículo del que echar mano, se trata del coche más patético del hemisferio sur. La verdad es que me da pena. Figúrate, tanta humillación.
Una vez que los agentes le ponen las esposas y se lo llevan, le digo a Marv:
—¿Lo ves ahora? —Continúo. Me envalentono. Elevo el tono de voz—. ¿Lo ves ahora? Esto solo demuestra lo patético que es —lo señalo— tu coche. —Hago una pausa para que lo medite—. Si el estado de tu coche fuera mínimamente aceptable, a estas alturas ese tío ya habría huido, ¿no crees?
Marv lo admite.
—Supongo que sí.
Me asalta la sospecha de que habría preferido que el atracador se hubiera salido con la suya con tal de demostrar que su coche no es tan patético.
Hay cristales en el suelo y en los asientos. Intento decidir qué está más destrozada, si la ventanilla o la cara de Marv.
—Oye —le digo—, siento lo de la ventanilla, ¿vale?
—Olvídalo.
Noto la pistola caliente y pegajosa como el chocolate deshecho en mi mano.
Llegan más polis para hacer preguntas.
Vamos a la comisaría y nos interrogan sobre el atraco, qué ocurrió y cómo conseguí hacerme con la pistola.
—¿Se le cayó?
—¿No se lo he dicho ya?
—Oye, muchacho —dice el poli. Levanta la vista de sus papeles—. No hace falta que te pongas malcarado conmigo. —Tiene barriga cervecera y un bigote encanecido. ¿Por qué les da a tantos agentes por llevar bigote?
—¿Malcarado? —pregunto.
—Sí, malcarado.
Malcarado.
Me gusta esa palabra.
—Lo siento —digo—. Al atracador se le cayó la pistola mientras huía y yo la recogí cuando corrí tras él. Eso es todo. Era un auténtico chapuzas, ¿vale?
—Vale.
Pasamos en comisaría un buen rato. El único momento en que el poli con barriga cervecera se pone nervioso es cuando Marv se empeña en exigir una compensación por su coche.
—¿El Falcon azul? —pregunta el poli.
—Justamente.
—Seré franco contigo, hijo. Ese coche es un insulto. Una vergüenza.
—Te lo dije —convengo.
—Por Dios, si ni siquiera tiene freno de mano.
—¿Y?
—Que tienes suerte de que no te multemos por ello. No puede circular así.
—Muchas gracias.
El poli sonríe.
—No hay de qué.
—Y permíteme que te dé un consejo.
Estamos a punto de cruzar la puerta cuando descubrimos que el policía no ha terminado. Nos llama de nuevo o, por lo menos, llama a Marv.
—¿Sí? —dice Marv.
—¿Por qué no te compras otro coche, hijo?
Marv le mira muy serio.
—Tengo mis razones.
—¿No tienes dinero?
—Por supuesto que tengo dinero. Yo trabajo, ¿sabe? —Hasta consigue sonar repelente—. Pero tengo otras prioridades. —Y sonríe como solo alguien que está orgulloso de un coche como el suyo podría hacerlo—. Además, adoro mi coche.
—De acuerdo —concluye el poli—. Adiós.
—¿Qué prioridades puedes tener tú? —le pregunto a Marv cuando salimos.
Marv mira directamente al frente, imperturbable.
—Cierra el pico, Ed —dice—. Hoy serás un héroe para mucha gente, pero para mí no eres más que el cabrón que disparó a la ventanilla de mi coche.
—¿Quieres que te la pague?
Marv me obsequia con otra sonrisa.
—No.
Para serte sincero, me alegro. Prefiero morir a invertir un solo centavo en ese Falcon.
Audrey y Ritchie nos están esperando fuera de la comisaría, pero también están los medios de comunicación, y nos hacen un montón de fotos.
—¡Es él! —grita alguien, y antes de que pueda reaccionar la multitud corre hacia mí acribillándome a preguntas. Respondo todo lo deprisa que puedo, contando nuevamente lo que ocurrió. El pueblo donde vivo no es pequeño y hay gente de la radio, la televisión y la prensa, gente que relatará los hechos y escribirá artículos para el día siguiente.
Me imagino los titulares.
Algo como «TAXISTA CONVERTIDO EN HÉROE» no estaría mal, pero probablemente publiquen algo del tipo «GOLPE DE SUERTE PARA ZÁNGANO LOCAL». Seguro que Marv se desternilla.
Tras diez minutos de preguntas, la multitud se dispersa y regresamos al aparcamiento. El Falcon tiene una hermosa multa plantada en el cristal, debajo del limpiaparabrisas.
—Cabrones —suelta Audrey cuando Marv la arranca para leerla. Si nos encontrábamos en el banco era para que Marv ingresara el talón de su sueldo. Ahora podrá usarlo para pagar la multa.
Intentamos retirar los cristales de los asientos y nos subimos. Marv gira la llave del contacto unas ocho veces. El motor no arranca.
—Genial —dice.
—Normal —replica Ritchie.
Audrey y yo no decimos nada.
Audrey se pone al volante y el resto empujamos. Lo llevamos a mi casa, pues es la que queda más cerca del pueblo.
Unos días más tarde recibiré el primer mensaje.
Eso lo cambiará todo.
El sexo debería ser como las matemáticas:
una introducción a mi vida
Voy a contaros algunas cosas acerca de mi vida:
Juego a las cartas varias noches por semana.
Eso es lo que hacemos.
Jugamos a un juego llamado irritación. No es especialmente complejo y es el único juego del que todos podemos disfrutar sin pelearnos demasiado.
Está Marv, que no calla nunca, sentado a la mesa, intentando fumar puros y disfrutar al mismo tiempo.
Está Ritchie, que apenas habla, con su ridículo tatuaje en el brazo derecho. Se bebe su VB de cuello largo a pequeños sorbos y se acaricia el bigote, que parece pegado a trozos a su cara de niño.
Está Audrey. Audrey siempre se sienta frente a mí, independientemente de dónde juguemos. Tiene el pelo muy rubio, las piernas muy delgadas, la sonrisa torcida más bella del mundo y unas caderas preciosas, y ve muchas películas. También trabaja de taxista.
Y por último estoy yo.
Antes de hablar de mí debería poneros al corriente de otros hechos:
1. A los diecinueve años Bob Dylan era un experimentado cantante en el Greenwich Village, Nueva York.
2. Salvador Dalí ya había creado extraordinarias obras de pintura y rebelión antes de cumplir los diecinueve.
3. Juana de Arco era a los diecinueve la mujer más buscada del mundo por haber provocado una revolución.
Luego está Ed Kennedy, que también tiene diecinueve…
Justo antes del atraco al banco había estado haciendo balance de mi vida.
Taxista tras mentir sobre mi edad. (Has de tener veinte como mínimo.)
Sin carrera.
Sin el respeto de la comunidad.
Sin nada.
Me había dado cuenta de que por todo el mundo había personas logrando grandes cosas mientras yo me dedicaba a aceptar indicaciones de ejecutivos medio calvos llamados Derek y a recelar de los borrachos de los viernes por la noche capaces de vomitar en el taxi o largarse sin pagar. En realidad, lo de probar el taxi fue idea de Audrey. No le costó mucho convencerme, básicamente porque llevaba años enamorado de ella. Yo nunca me he marchado de este pueblo de arrabal. No he ido a la universidad. He ido a Audrey.
A menudo me pregunto: «¿Qué has logrado realmente en tus diecinueve años de vida, Ed?». La respuesta es bien simple:
Una puta mierda.
Se lo mencioné a varias personas, pero lo único que hicieron fue decirme que aireara mis ideas. Marv me llamó quejica de primera. Audrey me dijo que todavía me faltaban veinte años para la crisis de los cuarenta. Ritchie se limitó a mirarme como si le hablara en otro idioma. Y cuando se lo mencioné a mi madre, dijo: «Ooooh, ¿por qué no lloras un poquito, Ed?». Mi madre os va a encantar. Os lo digo yo.
Vivo en una choza por la que pago un alquiler bajo. Al poco de mudarme, el agente inmobiliario me contó que mi jefe era el propietario. Mi jefe es el orgulloso fundador y director de la compañía de taxis para la que trabajo: VACANT TAXIS. Una compañía turbia, cuando menos. Audrey y yo no tuvimos ningún problema para convencerles de que contábamos con la edad y el permiso necesarios para conducir sus taxis. Cambia algunos números en tu partida de nacimiento, presenta un permiso de conducir con el aspecto adecuado y ya está. En menos de una semana estábamos conduciendo porque andaban cortos de personal. Sin verificar referencias. Sin líos. Es sorprendente lo que puedes llegar a conseguir mediante el engaño. Como dijo Raskólnikov en una ocasión: «¡Cuando la razón flaquea, el diablo ayuda!». Por lo menos puedo reivindicar el título de taxista más joven de la zona, un prodigio del taxi. He ahí la clase de antilogro que da orden a mi vida. Audrey es unos meses mayor que yo.
La choza donde vivo está bastante cerca del pueblo y como no me dejan llevarme el taxi a casa, tengo una buena caminata hasta el trabajo. A menos que Marv me acompañe en coche. No tengo coche porque me paso el día o la noche llevando a gente de un lado a otro. En mi tiempo libre lo último que me apetece es conducir.
El pueblo donde vivimos es de lo más corriente. Se encuentra pasado el extrarradio de la ciudad y tiene zonas buenas y malas. Estoy seguro de que no os sorprenderá saber que provengo de una de las zonas malas. Mi familia creció en la parte norte de la ciudad, lo cual es, en cierto modo, el secreto vergonzoso de todos. Allí hay muchos embarazos adolescentes, una plétora de padres tarados en el paro y madres como la mía que fuman, beben y salen a la calle con botas de piel de oveja. La casa donde crecí era una auténtica pocilga, pero me quedé hasta que mi hermano Tommy terminó el instituto e ingresó en la universidad. A veces me digo que yo podría haber hecho otro tanto, pero era pésimo estudiante. En el instituto siempre estaba leyendo libros cuando debía estar estudiando matemáticas y otras asignaturas. Podría haber estudiado un oficio, pero por aquí no aceptan aprendices, y aún menos a uno como yo. Debido a mi ya mencionada zanganería, en el instituto sacaba malas notas salvo en inglés, por la lectura. Como mi padre se bebía todo nuestro dinero, cuando acabé el último curso enseguida me puse a trabajar. Comencé en una cadena de hamburgueserías digna de olvidar y cuyo nombre me niego a desvelar por vergüenza. Luego estuve archivando documentos en el despacho de un contable que cerró a las pocas semanas de mi incorporación. Y por último, el punto álgido de mi vida laboral hasta el momento.
El taxi.
Cuento con un compañero de choza. Se llama Doorman y tiene diecisiete años. Se sienta delante de la puerta mosquitera con el sol pintado sobre su pelaje negro. Sus ancianos ojos brillan. Sonríe. Se llama Doorman porque ya desde muy pequeño mostró afición por sentarse delante de la puerta. Lo hacía en casa de mis padres y lo hace ahora en la choza. Le gusta sentarse donde hace calor y no deja entrar a nadie. Principalmente por lo mucho que le cuesta moverse a causa de la edad. Es un cruce de rottweiler y pastor alemán y desprende un hedor imposible de eliminar. De hecho, creo que esa es la razón de que nadie, salvo mis amigos de timba, entre jamás en mi choza. En cuanto la fetidez del perro les abofetea la cara, no hay nada que hacer. Nadie arriesga lo suficiente para alargar su visita y entrar. Incluso he intentado ponerle desodorante. Le he frotado generosamente bajo las axilas. Le he rociado el cuerpo con ese espray Norsca y solo he conseguido que apeste aún más. Durante esa época olía como un retrete escandinavo.
Era de mi padre, pero cuando el viejo murió hace seis meses, mi madre me lo pasó. Se hartó de que utilizara la parcela situada justo debajo de su tendedero.
(«¡Tiene todo el jardín a su disposición! —decía—. Pero ¿dónde lo hace? —Ella misma respondía a su pregunta—: Justo debajo del tendedero.»)
Así que cuando me marché de casa, me lo llevé.
A mi choza.
A su puerta.
Y es feliz.
Y yo también.
Es feliz cuando el sol irradia calor a través de la puerta mosquitera. Es feliz durmiendo allí, y se arrima hacia delante cuando intento cerrar la puerta de madera por la noche. En momentos así adoro a ese perro. Lo adoro de todas formas. Pero por Dios, cómo apesta.
Imagino que no tardará en morir. Lo espero como cabría esperar de un perro de diecisiete años. Ignoro cuál será mi reacción. Él habrá aceptado su plácida muerte y se habrá replegado en sí mismo con total sigilo. Supongo que me sentaré junto a la puerta, me derrumbaré sobre él y lloraré desconsoladamente en la fetidez de su pelaje. Esperaré a que despierte pero no lo hará. Lo enterraré. Lo llevaré afuera sintiendo cómo su calor se torna en frío conforme el horizonte se deshilacha y cae en mi jardín trasero. Por el momento, de todas formas, está vivo. Y puedo verle respirar. Simplemente huele como si estuviera muerto.
Tengo un televisor que necesita tiempo para encenderse, un teléfono que casi nunca suena y un frigorífico que zumba como una radio.
Sobre el televisor descansa una foto de mi familia de hace muchos años.
Como apenas miro la tele, de vez en cuando miro la foto. Un programa bastante bueno, la verdad, aunque cada día acumula más polvo. Va de una madre, un padre, dos hermanas, un hermano menor y yo. La mitad de ellos sonríe. La otra mitad no. Me gusta.
En cuanto a mi familia, mi madre es una de esas mujeres fuertes que no podrías matar ni con un hacha. También ha adquirido el hábito tonto de soltar tacos, del cual os hablaré más adelante.
Como decía, mi padre murió hace seis meses. Era un zángano solitario, bondadoso, taciturno y bebedor. Podría decir que vivir con mi madre no era fácil y que eso lo arrastró a la bebida, pero en realidad no hay excusas. Uno se las inventa pero no se las cree. Era repartidor de muebles. Cuando falleció lo encontraron sentado en una vieja butaca, todavía dentro del camión. Allí estaba él, muerto y relajado. Quedaba aún mucho por desembalar, dijeron. Pensaron que estaba escaqueándose. Su hígado había dicho basta.
Mi hermano Tommy lo ha hecho casi todo bien. Es un año menor que yo y estudia en la universidad de la ciudad.
Mis hermanas se llaman Leigh y Katherine.
Cuando Katherine se quedó embarazada a los diecisiete años, lloré. Entonces yo tenía doce. Poco después se marchó de casa. No porque la echaran. Se marchó y se casó. En aquel entonces fue un drama.
Un año después, cuando Leigh se marchó de casa, no hubo ningún problema.
Ella no estaba embarazada.
Hoy día soy el único que queda en el pueblo. Todos los demás se fueron a vivir a la ciudad. A Tommy le ha ido especialmente bien. Va camino de convertirse en abogado. Le deseo toda la suerte del mundo. De corazón.
Junto a esa foto que descansa sobre el televisor hay también una foto de Audrey, Marv, Ritchie y yo. Las navidades pasadas pusimos el automático en la cámara de Audrey y ahí estamos. Marv con un puro. Ritchie con una media sonrisa. Audrey riendo. Y yo sosteniendo mis cartas y contemplando la peor mano en la historia navideña.
Cocino.
Como.
Lavo pero raras veces plancho.
Vivo en el pasado y creo que Cindy Crawford es, de lejos, la mejor supermodelo.
Esa es mi vida.
Tengo el pelo moreno, la piel semitostada, los ojos de color marrón café. Mis músculos son muy corrientes. De pie debería estar más derecho pero no lo estoy. De pie siempre tengo las manos en los bolsillos. Las botas se me caen a pedazos, pero las sigo usando porque me encantan y les tengo cariño.
A menudo me calzo las botas y salgo. Unas veces bajo hasta el río que cruza el pueblo, otras paseo hasta el cementerio para ver a mi padre. Doorman, por supuesto, me acompaña, si está despierto.
Lo que más me gusta es pasear con las manos en los bolsillos, tener a Doorman a un lado e imaginar que tengo a Audrey al otro.
Siempre nos imagino vistos por detrás.
La luz se atenúa hasta dar paso a la oscuridad.
Está Audrey.
Está Doorman.
Estoy yo.
Y sostengo los dedos de Audrey en los míos.
Todavía no he compuesto una canción digna de Dylan ni empezado mi primer cuadro surrealista, y dudo mucho que pueda iniciar una revolución porque, aparte de todo lo demás, no estoy en forma pese a ser un tío flaco y larguirucho. Bien mirado soy endeble.
Básicamente, creo que mis mejores momentos tienen lugar cuando juego a las cartas o cuando he dejado a algún cliente y regreso al pueblo desde la ciudad o incluso desde más al norte. Tengo la ventanilla bajada, el viento desliza sus dedos por mi pelo y yo sonrío al horizonte.
Entonces entro en el pueblo y me dirijo al aparcamiento de VACANT TAXIS.
A veces detesto el sonido de la puerta de un coche al cerrarse.
Como decía, amo a Audrey con locura.
Audrey, que se acuesta con un montón de tíos pero nunca conmigo. Dice que le gusto demasiado para hacerlo conmigo y yo, personalmente, nunca he intentado que se desnudara y temblara delante de mí. La idea me asusta demasiado. Ya os he contado que soy bastante patético en la cama. He tenido una o dos novias y no me ponían precisamente por las nubes en el apartado de relaciones sexuales. Una de ellas me decía que era el tipo más torpe con el que había estado nunca. La otra siempre se echaba a reír cuando intentaba hacerle algo. Eso no me ayudaba mucho que digamos, y al final me dejó.
Personalmente, pienso que el sexo debería ser como las matemáticas.
A nadie le importa ser un desastre en matemáticas. La gente incluso alardea de ello. Va por ahí diciendo: «Ciencias e inglés no se me dan mal, pero soy un auténtico negado para las matemáticas». Otros se ríen y dicen: «Yo también. No tengo ni idea de qué va toda esa mierda de los logaritmos».
Tendríamos que poder decir eso mismo con respecto al sexo.
Tendríamos que poder decir con orgullo: «No tengo ni idea de qué va toda esa mierda de los orgasmos. Lo demás no se me da mal, pero en el tema orgasmos soy un desastre».
Nadie lo dice, sin embargo.
No puedes.
Y los hombres todavía menos.
Nosotros, los hombres, pensamos que tenemos que ser buenos en la cama, así que estoy aquí para deciros que yo no lo soy. También debería explicaros que, sinceramente, creo que mi forma de besar deja mucho que desear. Una de aquellas novias intentó enseñarme a besar, pero me temo que al final tiró la toalla. Creo que mi destreza lingual es especialmente deficiente. Pero ¿qué puedo hacer?
Es solo sexo.
Eso es lo que me digo, en cualquier caso.
Miento mucho.
Pero volviendo a Audrey, debería sentirme sumamente halagado por el hecho de que no quiera ni rozarme porque le gusto más que cualquier otro tío. Es muy comprensible, ¿no?
Cuando está triste o deprimida puedo adivinar la silueta de su sombra a través de la ventana de mi choza. Entra y bebemos cerveza o vino barato o vemos una película, o las tres cosas. Algo antiguo y extenso, como Ben-Hur, que se alarga hasta entrada la noche. Se sienta a mi lado en el sofá, con su camisa de algodón y sus tejanos convertidos en shorts, y cuando se queda dormida voy a buscar una manta y la tapo.
Le doy un beso en la mejilla.
Le acaricio el pelo.
Pienso que vive sola, como yo, que nunca ha tenido una familia de verdad y que con los hombres solo tiene sexo. Nunca deja que el amor se interponga en su camino. Creo que en una ocasión tuvo una familia, pero de esas donde todo son gritos y guantazos. Hay mucho de eso por aquí. Creo que ella los quería y ellos solo le hacían daño.
Por eso se resiste a amar.
Supongo que se siente más segura así, y no puedo reprochárselo.
Mientras ella duerme en mi sofá reflexiono sobre todo eso. En cada ocasión. La tapo con la manta y después me voy a la cama y sueño.
Con los ojos abiertos.
El As de diamantes
Han aparecido algunos artículos en los periódicos locales sobre el atraco al banco. Hablan de cómo forcejeé con el atracador para arrebatarle la pistola después de perseguirlo. Típico, la verdad. Sabía que acabarían adornando los hechos.
Hojeo algunos sobre la mesa de la cocina y Doorman se limita a mirarme como siempre. Le trae absolutamente sin cuidado que yo sea un héroe. Mientras él tenga la cena a su hora, lo demás le da igual.
Mi madre viene a verme y le sirvo una cerveza. Está orgullosa de mí, dice. Según ella, todos sus hijos han prosperado menos yo, pero por lo menos ahora siente una chispa de orgullo por mí que le ilumina la mirada, aunque solo sea durante uno o dos días.
«Fue mi hijo —me la imagino contándole a la gente que se encuentra por la calle—. Te dije que algún día sería alguien.»
Marv viene a verme, naturalmente, y también Ritchie.
Incluso Audrey pasa por mi casa con un periódico debajo del brazo.
En cada artículo se me conoce como Ed Kennedy, el taxista de veinte años, pues mentí a los periodistas sobre mi edad. Una vez que dices una mentira tienes que mantenerla. Todo el mundo sabe eso.
Mi cara de pasmo aparece en todas las portadas y hasta un tipo de un programa de radio se presenta en mi casa y graba una conversación conmigo en la sala de estar. Nos tomamos un café pero tenemos que beberlo sin leche. Me ha pillado justo cuando salía a comprarla.
Es martes por la noche cuando llego a casa del trabajo y saco la correspondencia del buzón. Aparte de las facturas de gas y electricidad y algo de correo basura, encuentro un sobre pequeño. Lo tiro sobre la mesa con el resto y me olvido de él. Mi nombre aparece escrito a mano y me pregunto qué puede ser. Mientras me preparo un sándwich de carne y ensalada me digo que debería ir a la sala a abrirlo, pero se me olvida continuamente.
Es bastante tarde cuando al fin le presto atención.
Lo palpo.
Noto algo.
Algo fluye entre mis dedos mientras sostengo el sobre y me dispongo a abrirlo. Hace una noche fresca, primaveral.
Siento un escalofrío.
Veo mi reflejo en la pantalla del televisor y en la foto de mi familia.
Doorman duerme.
La brisa del exterior está más cerca.
El frigorífico zumba.
Por un momento tengo la sensación de que todo se detiene para observar cómo introduzco la mano en el sobre y saco un naipe viejo.
El As de diamantes.
En los ecos de luz de mi sala dejo que mis dedos sostengan el naipe con delicadeza, como si pudiera romperse o arrugarse en mis manos. En él aparecen tres direcciones escritas con la misma letra que el sobre. Las leo despacio, con atención. Noto un estremecimiento en las manos que me penetra y viaja por mi mente, royendo mis pensamientos en silencio. Leo:
Edgar Street, 45, medianoche
Harrison Avenue, 13, 18 h
Macedoni Street, 6, 5.30 h
Abro la cortina para mirar fuera.