La mujer de papel

Rabih Alameddine

Fragmento

Podríamos decir que cuando me teñí el pelo de azul estaba pensando en otras cosas, y dos copas de vino tinto no mejoraban mi concentración.

Me explicaré.

En primer lugar, deberíais saber algo más de mí: solo tengo un espejo en mi casa, un espejo desportillado y sucio. Suelo limpiar a conciencia, incluso compulsivamente —el fregadero está como los chorros del oro y los grifos de bronce brillan—, pero casi nunca me acuerdo de limpiar el espejo. No creo que haga falta consultar a Freud ni a ninguno de sus numerosos secuaces para saber que ahí hay un problema por resolver.

Empiezo este relato en un entorno mal iluminado. Una de las dos bombillas del cuarto de baño se ha fundido. Estoy en pleno ritual nocturno de cepillarme los dientes, delante del susodicho espejo, cuando me llama la atención un halo que rodea mi cabeza. Mientras la mano derecha sigue moviendo el cepillo de dientes arriba y abajo y de un lado a otro, la mano izquierda coge las gafas de lectura que están en la mesita junto al inodoro. Una vez colocadas las gafas sobre mi nariz algo prominente, me doy cuenta de que no soy una santa ni tengo un aspecto angelical, y que más bien parezco la reina madre, o mejor dicho, una imagen de la reina madre difuminada por la goma de borrar de una colegiala. Esta anomalía azul no es un halo, sino mi pelo mojado. En mi cabeza se ha desatado una batalla de pigmentos, una riña de gatos de contendientes desiguales.

Me toco un mechón todavía húmedo para verificar la permanencia del tinte azul y acabo dejando en él una mancha pegajosa de pasta de dientes. Si habéis deducido que la multitarea no es mi fuerte, estáis en lo cierto.

Me inclino sobre la bañera y cojo el tubo de champú Bel Argent que compré ayer. Leo la letra pequeña de la etiqueta; tengo que entrecerrar los ojos incluso con las gafas de leer puestas. Sí, me he lavado el pelo con una dosis diez veces mayor que la recomendada. Me gusta enjabonarme bien, hasta obtener mucha espuma. Resulta que leer prospectos tampoco es mi fuerte.

Tiene gracia. Los azulejos de mi cuarto de baño son blancos y rectangulares, con dos tulipanes azul claro entrelazados, casi del mismo tono que mi nuevo color de pelo. Por suerte, no es el azul de la bandera israelí. ¿Os imagináis? Eso sí sería una pelea de contendientes desiguales.

Por lo general, no soy una mujer vanidosa y no me entretengo con fruslerías. Sin embargo, oí a las tres brujas hablar de la absoluta blancura de mi pelo. Joumana, mi vecina de arriba, comentó que si usara un champú como Bel Argent el blanco sería menos mate. Pues eso…

Tengo entendido —y podría equivocarme, como siempre— que todos tendemos a perder conos de onda corta a medida que envejecemos, y que por eso nos cuesta más distinguir el azul. De ahí que muchas personas de cierta edad lleven el pelo de color azulado. Sin el tinte, lo ven de un tono amarillo claro, o quizá salmón. Una vez oí por la radio a un peluquero que contaba lo que le había costado convencer a una anciana de que llevaba el pelo demasiado azul. Aun así, su clienta se negó a cambiar de color. Para ella lo más importante era verse el pelo natural, y le daba igual cómo lo viera el resto de la gente.

Seguramente yo me llevaría mejor con esa señora que con el peluquero.

También yo soy una anciana, pero todavía tengo que perder muchos conos de onda corta. Ahora mismo puedo distinguir el color azul casi con demasiada claridad.

Permitidme, queridos amigos, que me justifique por estar distraída, aunque sea con una excusa de mal pagador. A finales de año, antes de empezar un nuevo proyecto, leo la traducción que he terminado. Hago las últimas correcciones (pocas), pongo las páginas en orden y las coloco en la caja. Eso forma parte del ritual, que incluye beberme dos copas de vino tinto. También debo admitir que la última lectura permite que me dé unas palmaditas en la espalda y me felicite por haber completado el proyecto. Este año he traducido la excelente novela Austerlitz, mi segunda traducción de W. G. Sebald. Hoy he estado leyéndola, y por algún extraño motivo, seguramente por la profunda desesperanza del protagonista, no podía dejar de pensar en Hannah; de verdad, no podía, como si la novela, o mi traducción al árabe, me transportara al mundo de Hannah.

Recordar a Hannah, mi única amiga íntima, nunca resulta fácil. Todavía la veo frente a mí en la mesa de la cocina, con el plato limpio, la mejilla derecha apoyada en la palma de la mano, la cabeza ligeramente ladeada, escuchando, haciéndome ese valioso regalo, su atención inequívoca. Mi voz estaba huérfana hasta que apareció ella.

Ella ha sido la única persona a la que he querido en mis setenta y dos años de vida, la única a la que se lo contaba todo, demasiado: fanfarronadas, odios, alegrías, decepciones crueles, todo mezclado. Ya no pienso en ella tan a menudo como antes, pero de vez en cuando aparece en mi pensamiento como por arte de magia. Las huellas de Hannah en mí se han vuelto indelebles.

Recuerdos que se filtran, vino tinto, champú de vieja: lo mezclas todo bien y te encuentras con el pelo de color azul.

Mañana por la mañana volveré a lavarme el pelo, esta vez con champú para bebés. Espero que el azul pierda intensidad. Me imagino qué dirán las vecinas ahora.

Durante la mayor parte de mi vida adulta, desde que tenía veintidós años, siempre he empezado una traducción el 1 de enero. Soy consciente de que ese es un día festivo que casi todos celebran, y que la mayoría no se plantea trabajar el día de Año Nuevo. En una ocasión, mientras hojeaba un infolio de las sonatas de Beethoven, me fijé en que solo la penúltima, la excelente Sonata para piano en la bemol mayor op. 110, llevaba la fecha en la esquina superior derecha, como si el compositor hubiera querido dejar claro que había estado trabajando aquel día de Navidad de 1821. Yo también trabajo los días de fiesta.

En estos últimos cincuenta años he traducido casi cuarenta libros, treinta y siete para ser más exactos. Algunos me llevaron más de un año, otros se negaron a ser traducidos y un par de ellos me aburrieron hasta la sumisión. Bueno, no los libros en sí, sino mi traducción. Los libros en sí mismos casi nunca son aburridos, excepto las memorias de los presidentes de Estados Unidos (no, no, Nixon); o mejor dicho, las memorias de los estadounidenses en general. Es el síndrome «Vivo en el país más rico del mundo, pero compadeceos de mí porque de joven tenía los pies planos y una vagina maloliente, pero al final he triunfado». ¡Puaj!

Libros en cajas, cajas de papel, de hojas traducidas sueltas. Eso es mi vida.

Hace ya mucho que me abandoné a una lujuria ciega por la palabra escrita. La literatura es mi caja de arena. En ella juego, construyo mis fuertes y castillos, me lo paso en grande. Lo que me da problemas es el mundo que hay fuera de ese parque. Me he adaptado dócilmente, aunque no de manera convencional, a ese mundo visible para poder retirarme sin muchos inconvenientes a mi mundo de libros. Para continuar con la metáfora, si la literatura es mi cajón de arena, el mundo real es mi reloj de arena, un reloj que se vacía grano a grano. La literatura me da vida, y la vida me mata.

Bueno, la vida nos mata a todos.

Pero ese es un pensamiento deprimente, y yo esta noche me siento viva, viva con mi pelo azul y mi vino tinto. Se acerca el final del año, el comienzo de un año nuevo. El año ha muerto, ¡viva el año! Iniciaré mi siguiente proyecto. Este es el momento que más me emociona. No presto atención a los adornos navideños que cobran vida en muchos barrios de mi ciuda

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