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Toni Morrison

Fragmento

2

Respirar. Cómo hacerlo para que nadie se diera cuenta de que estaba despierto. Fingir un ronquido profundo y regular, relajar el labio inferior. Y lo más importante: no mover los párpados, que el corazón lata con regularidad y las manos se queden flojas. A las dos de la madrugada, cuando entraran a comprobar si necesitaba otra dosis inmovilizante, verían al paciente de la habitación 17 de la segunda planta sumido en un sueño de morfina. Si quedaban convencidos, tal vez evitasen la inyección y le quitaran las correas, así sus manos podrían disfrutar de la sangre. La clave para imitar un semicoma, lo mismo que para hacerse el muerto boca abajo en un campo de batalla embarrado, consistía en concentrarse en un objeto neutro. En algo que asfixiara cualquier insinuación casual de vida. Hielo, pensó, un cubito, un carámbano, un estanque helado, un paisaje escarchado. No. Demasiada emoción en las lomas heladas. ¿Fuego entonces? Nunca. Demasiado activo. Necesitaba algo que no despertara ninguna sensación, que no alentara ningún recuerdo —agradable o vergonzoso—. Solo buscarlo ya le alteraba. Todo le recordaba hechos cargados de dolor. Imaginaba una hoja en blanco y se acordaba de la carta que había recibido, la que le había hecho un nudo en la garganta: «Ven cuanto antes. Ella habrá muerto si tardas mucho». Finalmente decidió que la silla del rincón sería su objeto neutro. Madera. Roble. Lacada o pintada. ¿Cuántos barrotes tenía el respaldo? ¿El asiento era plano o curvado, para el trasero? ¿Estaba hecha a mano o fabricada en serie? Si estaba hecha a mano, ¿quién fue el carpintero y de dónde sacó la madera? Inútil. La silla suscitaba preguntas, no vacía indiferencia. ¿Y el mar en un día soleado visto desde la cubierta de un transporte de tropas, sin horizonte ni esperanza de encontrarlo? No. Tampoco, porque entre los cuerpos que mantenían fríos abajo, quizá estuvieran sus amigos del pueblo. Tendría que concentrarse en otra cosa: un cielo nocturno y sin estrellas, o, mejor, unas vías de ferrocarril. Sin paisaje, sin trenes, solo vías interminables…, interminables.

Le habían quitado la camisa y las botas de cordones, pero los pantalones y la chaqueta del ejército (nada eficaces para el suicidio) los habían dejado colgados en el armario. No tenía más que recorrer el pasillo y salir por la puerta de emergencia, que nunca estaba cerrada desde que se declaró un incendio en aquella planta y una enfermera y dos pacientes murieron. Es lo que le había contado Crane, ese viejo charlatán que mascaba chicle como un poseso mientras lavaba los sobacos al paciente, pero para él que solo era un cuento inventado por el personal para poder salir a fumar. Su primer plan de fuga consistió en golpear a Crane cuando fuera a limpiarle la suciedad. Pero para eso tenía que soltarse las correas, y era demasiado arriesgado, así que optó por otra estrategia.

Dos días antes, esposado en el asiento trasero del coche patrulla, volvió la cabeza violentamente para ver dónde estaba y adónde le llevaban. Nunca había estado en aquel barrio. Su territorio era el centro de la ciudad. Nada destacaba en particular excepto el llamativo letrero de neón de un restaurante y un cartel enorme en el jardín de una iglesia diminuta: AME Sión. Si conseguía llegar a la salida de incendios, ahí se dirigiría, a Sión. Pero, antes de escapar, tenía que conseguir unos zapatos de algún modo, como fuera. Andar por la calle en pleno invierno sin zapatos era lo mejor que podía hacer para que lo arrestasen y le volvieran a encerrar en el pabellón y lo condenaran por vagancia. Interesante ley…, vagancia, o sea, estar en la calle o caminar sin un propósito claro. Llevar un libro ayudaría, pero ir descalzo desmentiría su «propósito», y quedarse quieto en algún sitio podría dar lugar a una denuncia por «merodear». Sabía mejor que la mayoría que no hacía falta estar en la calle para alterar el orden legal o ilegalmente. Podías estar bajo techo, llevar años viviendo en tu casa, y aun así hombres con placa o sin ella, pero siempre con pistola, podían obligarte a ti y a tu familia y a los vecinos a hacer las maletas y a largarte…, con o sin zapatos. Hace veinte años, a los cuatro años, tenía zapatos, aunque la suela de uno de ellos se despegaba a cada paso. Los vecinos de quince casas recibieron la orden de abandonar su pequeño barrio de la periferia. Veinticuatro horas, les dijeron, o ateneos a las consecuencias. Las «consecuencias» eran «la muerte». Por la mañana temprano les entregaron los avisos, así que, haciendo balance, el día consistió en confusión, ira y un ir y venir de maletas. Al anochecer, la mayoría se estaba marchando, en vehículos si los había, si no, a pie. Y, sin embargo, a pesar de las amenazas de aquellos hombres que llevaban la cara tapada o no, y de las súplicas de los vecinos, un viejo llamado Crawford se sentó en las escaleras del porche de su casa y se negó a desocupar su casa. Los codos en las rodillas, las manos entrelazadas, mascando tabaco, esperó toda la noche. Justo después del amanecer, al cumplirse las veinticuatro horas, le pegaron con tubos y culatas de fusil hasta matarlo y lo ataron a la magnolia más vieja del condado, la de su propio jardín. Quizá la querencia por aquel árbol que, solía presumir de ello, había plantado su bisabuela, lo puso tan terco. Al amparo de la noche, algunos vecinos volvieron furtivamente, lo desataron y lo enterraron bajo su amada magnolia. Uno de los sepultureros contó a quien quiso escucharle que al señor Crawford le habían sacado los ojos.

Aunque los zapatos eran vitales para la evasión, el paciente no tenía. A las cuatro de la madrugada, antes de salir el sol, consiguió aflojar las correas de lona, se desató e hizo jirones el camisón del hospital. Se puso los pantalones y la chaqueta del ejército y recorrió el pasillo descalzo. Salvo por el llanto en la habitación contigua a la salida de incendios, todo estaba tranquilo —ni el chirrido de los zapatos de algún viejo, ni risitas sofocadas, ni olor a tabaco—. Las bisagras gruñeron cuando abrió la puerta y el frío le golpeó como un martillo.

El hierro helado de la escalera de incendios dolía tanto que saltó por encima de la barandilla para hundir los pies en la nieve del suelo, más cálida. La maníaca luz de la luna, que hacía el trabajo de las estrellas ausentes, armonizaba con su desesperado frenesí e iluminaba su encorvada espalda y las huellas que dejaba en la nieve. Llevaba la medalla por los servicios prestados en el bolsillo pero ninguna moneda, así que no pensó en buscar una cabina para llamar a Lily. De todas formas no lo habría hecho, y no solo por su fría despedida, sino porque le daba vergüenza necesitarla en aquellos momentos: fugitivo del manicomio y descalzo. Cerrando con ahinco el cuello de la chaqueta, evitando la acera, de la que habían limpiado la nieve con palas, por los bordillos llenos de nieve recorrió tan deprisa como le dejaron los residuos de medicación las seis manzanas que separaban el hospital de AME Sión, la pequeña parroquia de madera de dos plantas de altura. Habían limpiado la nieve de los escalones del porche, pero no había luces encendidas. Llamó con los nudillos; fuerte,

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