Cuerpos extraños

Cynthia Ozick

Fragmento

2

A comienzos de la década de 1950, una intensa ola de calor asaltó Europa. Entró por Sicilia, donde abrasó media isla cubriéndola de una herrumbre ocre, y sofocó el continente de sur a norte, hasta Malmö, el extremo más meridional de Suecia, pero se ensañó especialmente con la ciudad de París. Los cercos de humedad que dejaban las copas de vino en las mesas de hierro de las terrazas de los cafés se evaporaban al instante. Un alto horno exhalaba desde el cielo ráfagas ardientes, o un géiser surgido desde el centro del sol que arrojaba lava hirviendo sobre los tejados y las aceras. La gente solía emplear esos símiles, el horno o el géiser, y de vez en cuando también se decía que el terrible calor era una malignidad, un vestigio de la guerra reciente, como si el continente mismo se hubiera convertido en una región del infierno.

En esa época París rebosaba de extranjeros, que sufrían junto a la población autóctona, se enjugaban el sudor que les chorreaba por las clavículas y se quejaban del calor sofocante, pero que por lo demás nada tenían en común con los parisinos, ni en realidad unos con otros. Los forasteros podían clasificarse en dos bandos: uno enérgico, ambicioso, alegre y dado a la bebida; el otro pálido, pendenciero, desaliñado, una pandilla de espectros imprevisibles y divagadores.

El primer bando pretendía evocar el pasado: era una especie de teatro ebrio de sí mismo, compuesto en su mayoría por jóvenes norteamericanos en la veintena y la treintena, que se hacían llamar «expatriados» aunque fueran poco más que turistas literarios que prolongaban la estancia en la ciudad fascinados por las leyendas de Hemingway y Gertrude Stein. Se reunían en los cafés a comentar chismes, calumniar y recrearse en las viejas historias de la generación perdida, desdeñando el legado recibido. Se turnaban amantes de ambos sexos, jugaban a ser existencialistas, fundaban revistas de vanguardia en las que se publicaban unos a otros, alardeaban de haber visto a Sartre en Les Deux Magots y derrochaban sin tregua ni remordimientos la arrogancia de su juventud. A diferencia de aquella hornada de expatriados, que habían madurado y vuelto a casa, pensaban seguir en París sin dejar nunca de ser jóvenes. Formaban una pequeña ciudad de frentes blancas y relucientes, aunque con los dientes manchados por el exceso de whisky y de vino, y por los fuertes cigarrillos franceses. Hablaban solo inglés americano, su francés era malo.

El otro contingente extranjero, el de los espectros, era políglota. Parloteaban en decenas de idiomas, de sus bocas se derramaban todas las cadencias de Europa. A diferencia de los norteamericanos, rechazaban el pasado y estaban libres de toda nostalgia, tradición o renacimiento idílico. Eran europeos a los que Europa había acorralado; llevaban Europa tatuada en la piel. No podía decirse que fueran, como en el caso de los norteamericanos, una oleada de la posguerra. No eran posguerra. Aunque la corriente los hubiera arrastrado a París, la guerra seguía dentro de ellos. Eran los desplazados, los transitorios y los transeúntes. París era una parada obligatoria, estaban allí solo para marcharse en cuanto supieran quién estaba dispuesto a acogerlos. París era una ciudad de espera. Era una ciudad de la que huir.

Beatrice Nightingale no pertenecía a ninguno de los dos grupos. Hacía veinticuatro años que en público era «la señorita Nightingale», incluso durante su matrimonio, y desde luego después de su divorcio; a veces había llegado a pensar en sí misma con ese nombre, aunque solo fuera para evitar pensar quién era Bea: pertenecía a esa especie ridícula y reconocible a primera vista de profesoras de mediana edad que ahorran como hormiguitas para emprender unas anheladas vacaciones de verano por las capitales más románticas de Europa. Que esas capitales estuvieran marcadas por los estragos de la guerra y despojadas de todos los encantos que les daban fama no le pasaba inadvertido. Bea tenía la capacidad de sobreponerse a los reveses, era inteligente y no carecía de experiencia; el matrimonio, por ejemplo, le había enseñado un par de cosas. A fin de cuentas tenía cuarenta y ocho años, pocas canas y trataba con severidad a sus alumnos, bachilleres de pelo engominado y tupé que se burlaban de Wordsworth y ridiculizaban a Keats: cuando llegaban a «Ode to a Nightingale» se esforzaban especialmente por desternillarse de risa y lanzar miradas lascivas. Ella sabía cómo domarlos. Y, tras dos décadas en el oficio, aún le quedaba mecha.

Había contratado escalas en Londres, París y Roma, pero renunció a Roma, a pesar de que estaba incluida en el itinerario del viaje organizado, cuando en la asfixiante y ruidosa habitación del hotel de Piccadilly donde se alojaba leyó acerca de las peligrosas temperaturas que asolaban el sur. Londres había rozado el límite de lo soportable, siempre que uno no se apartara de la sombra, pero París estaba resultando espantoso, y sin duda Roma sería un infierno. «Esa especie ridícula y reconocible a primera vista»: fueron las palabras de desdén que se dedicó a sí misma (viajando sola, no tenía a quien decírselas), aunque probablemente las hubiera sacado de alguna de esas guías desenfadadas que tratan a la ligera a sus propios lectores. Una guía más seria, la que permanecía recluida en el fondo de su amplio bolso —pasaporte, cuaderno de notas, cámara, pañuelos, aspirinas y demás—, distaba mucho de ese desenfado; era meticulosa hasta la extenuación y, de obedecer su cartografía casi sacerdotal, el turista podría acabar exaltado por el sinfín de cuadros, esculturas y plazas públicas de interés histórico con olor a decapitaciones antiguas.

Aquel día de julio, en la página de la guía que consultaba no figuraban Monets y Gauguins y excursiones de un día a los châteaux. Se titulaba «Cafeterías de barrio». Había pasado la tarde caminando de café en café, en busca de su sobrino. Una película oleosa le nublaba la vista, como si se le estuvieran derritiendo las córneas, y el pulso o se le aceleraba o parecía extinguirse por completo, con pequeñas punzadas de recordatorio. Las aceras, los muros de los edificios, despedían vibraciones tórridas. Se sintió cocinada en la gran cuba ecuatorial de un París subsahariano. Se dejó caer en una silla de mimbre junto a una mesa redonda incandescente y pidió un zumo frío; luego siguió jadeando, recuperada solo a medias, siguiendo con el ojo empañado al garçon que la atendía. Su sobrino trabajaba de camarero en uno de aquellos establecimientos con terraza, eso era lo único que sabía. Se le hacía difícil pensar en él como «su sobrino»: era el hijo de su hermano, alguien demasiado lejano, que se le antojaba tan remoto como un rumor. Marvin le había mandado la fotografía de un chico de unos veinte años, rubio pajizo, con expresión indeterminada. ¿Cómo distinguirlo de otros jóvenes idénticos, con los delantales salpicados de vino anudados a la escurridiza cintura? Supuso que lo localizaría en cuanto abriera la boca y el acento lo delatara; solo tenía que decirle a cualquier posible chico de pelo rubio pajizo: «Perdona, ¿eres Julian?».

Pardon?

—Estoy buscando a Julian Nachtigall, de California. ¿Le conoce, trabaja aquí?

Pardon?

Un américain. Julian. Un garçon. Est-il ici?

Non, madame.

Por descontado, había una manera más eficaz de encontrarle. Marvin había escrito, con aquella caligrafía grande e imperiosa, tan enérgica como su imperioso vozarrón, la dirección exacta de su hijo. Tres veces hasta el momento había subido Bea los escalones ruinosos que llevaban al portal de la casa ennegrecida, achaparrada, en el barrio ruinoso y ennegrecido que su exigente guía mencionaba solo para advertir al lector que se mantuviera alejado de la zona. Una casera huesuda asomó por una puerta en lo alto de la escalera; el chico, dijo con frases tan apiñadas como su dentadura, vivía arriba, en el primer piso, pero no, no estaba en casa, hacía cinco días que no aparecía por allí. Oui, certainement, trabajaba en uno de los cafés, ¿para qué otra cosa valía un muchacho como él? Al menos le pagaba el alquiler. Dieu merci, allí tiene un padre rico.

¡Vaya! Una búsqueda infructuosa, inútil, vana, que se estaba comiendo sus vacaciones, y todo por complacer a Marvin, para servir a Marvin, que, tras años de desaprobación, de repudio, de lo que parecía poco menos que odio, reivindicaba de repente a la familia. Una búsqueda estéril bajo aquel calor asesino. Retrógrada Europa, donde había que preguntar sin rodeos por el «aseo» siempre que se precisara ir al tocador de señoras y donde al parecer en ningún lugar, absolutamente ninguno, tenían aire acondicionado, ¡en mitad del siglo xx, por el amor de Dios! En su guía no se apreciaba interés alguno por la vejiga del turista, mientras que el afán por las reliquias seculares no daba muestras de desfallecer. Se recomendaban boutiques pequeñas y pintorescas en barrios de moda; si busca algo de estilo estadounidense, advertía con tono de reproche, quédese en Estados Unidos. Sin embargo, Bea estaba cansada de lo pequeño, lo pintoresco y lo moderno e inasequible, y más que harta del necio deambular de café en café: lo que necesitaba era aire acondicionado y un lavabo, y con urgencia. Siguió caminando a través del miasma agobiante del atardecer y, al detenerse frente a un edificio alto y gris con un friso tallado sobre la majestuosa puerta, creyó por un momento que se trataba de otro lugar de interés histórico con tufillo a Richelieu. Sin embargo, en la piedra se leía: GRAND MAGASIN LUXOR. ¡Unos grandes almacenes! La alcanzó una ráfaga de aire frío, con su conocido aliento salvador. El tocador de señoras se parecía mucho al que hubiera encontrado en Bloomingdale’s, por ejemplo, todo espejos y lavamanos de mármol. Llámesele estilo estadounidense si se quiere, condéneselo por sus bárbaras imitaciones, Luis XIII por fuera y neoyorquino por dentro, pero lo cierto es que el lugar devolvía a la vida.

El tocador de señoras desembocaba por un pasillo en una especie de restaurante, aunque más pareciese una concurrida cantina de Broadway, donde los clientes se sentaban rodeados por las bolsas y los paquetes de sus compras. El techo estaba nublado, todo el mundo fumaba con ahínco. Buscó con la mirada una silla libre, las mesas estaban todas ocupadas. Advirtió un hueco sembrado de platitos rebosantes de ceniza, donde tres hombres y una mujer hablaban acaloradamente.

Apoyó la mano en el respaldo de la silla libre.

«¿Les importa que descanse aquí un instante?»

La mujer le contestó encogiéndose de hombros, como diciendo sírvase, a mí qué más me da. No pudo precisar si entendía el inglés o si el gesto con la silla había bastado. Los hombres reanudaron lo que parecía una discusión. En aquel rincón no había bolsas rebosantes de compras, por lo que imaginó que, igual que ella, aquel grupo reducido y vehemente no cumplía allí otro propósito que refugiarse del asadero de las calles. Olor a huevo y café alrededor. Vaharadas de perfume en el aire: una maniquí asombrosamente alta pasó deslizándose junto a ella sobre unos pies larguísimos, con una estela de prendas vaporosas colgada de los larguísimos brazos, sin pechos, ojos de vidrio, boca rojo Matisse, mandíbula y extremidades perfectas, pelo cardado, el prototipo de una modelo parisina exhalando chorros de fragancia. Los hombres la miraron como si avistaran un tigre amarillo en un lugar con olor a cocina. «Imbéciles», musitó la mujer de la mesa en francés, dirigiéndose a Bea con un acento áspero e indefinible que armonizaba con la dureza de su aspecto: el pelo negro, hirsuto y rizado, brotaba de una cabeza iracunda. La autómata viviente pasó de largo y los hombres reanudaron la disputa, en caso de que lo fuese. Hablaban algo que era y no era francés, una mezcla de media docena de lenguas, el desorden de la Europa revuelta. ¿Una riña, una protesta, un lamento, un gruñido de resignación? Bea disfrutó del alivio de estar sentada irradiando calor; casi habría podido dormirse arrullada por aquellas voces enigmáticas y beligerantes, que ondeaban como flora subacuática en la orilla distante de su fatiga. Sin embargo, la aguardaba todavía el paseo mortal hasta el hotel. Aquella gente, ¿quién era, de dónde procedía? Parecían demasiado andrajosos, demasiado provisionales para tratarse de ciudadanos corrientes. No encajaban, se veía que estaban fuera de lugar y desmejorados. Se colgaban los cigarrillos del labio inferior solo para que el tiempo pasara. La mujer, con unos tirabuzones furiosos e impacientes erizados alrededor de una cara llena de manchas, se levantó y uno de los hombres tiró de ella y la hizo sentarse. Ella se levantó de nuevo, ¿adónde querría ir? ¿De dónde venían, adónde irían a parar?

Finalmente Bea se fue. París estaba sembrado de esa clase de individuos.

Hizo un último intento por dar con el hijo de Marvin. La casera de dentadura apiñada apareció como de costumbre, aunque esta vez con alpargatas de algodón, una fregona mojada en la mano y un pedazo de tela andrajosa anudado a la cintura. Estaba fregando la escalera. El chico se había ido, hacía dos días que se había marchado definitivamente con el petate; una chica lo ayudó, se fueron arrastrando el macuto de lona. ¿Qué llevaría ahí dentro, barras de hierro? Tenía la habitación pagada una semana más, aunque era una bendición que aquel joven inútil no debiera nada, menos mal que tenía a su padre en América... ¿La joven? Una mosquita muerta, menuda y morena, con pinta de árabe o gitana.

—¿Cómo quiere que sepa adónde ha ido? No me lo dijo, ¿por qué iba a hacerlo?

—Tengo que hablar con él, soy su tía.

—Peor para usted, con un chico así. Mis dos sobrinos tienen trabajos de verdad, nada de estar un día aquí y otro allá, con un jefe distinto en cada sitio. A lo mejor se ha ido a vivir con la mosca muerta, porque esa no es tan cría como él, tenía ya una arruga en el ceño. Eso es lo que hacen, al cabo de un tiempo se van a vivir con ellas. Si quiere echar un vistazo arriba, no tengo inconveniente, pero cuidado con los escalones, que aún están mojados. Ya lo revisé todo, por si había desperfectos. Un par de clavos en la pared, nada importante, como si hubieran colgado un cuadro.

—Bien, pero ¿no dejó nada?

—Encontré esto. Si lo quiere, quédeselo, porque a mí no me sirve para nada.

La casera le tendió un libro manoseado.

Bea lo examinó en el taxi de vuelta al hotel. Una especie de diccionario, donde se leía un idioma indescifrable frente a una columna en francés, sin un nombre escrito ni anotaciones a mano. Era un libro viejo, de hojas quebradizas y con páginas sueltas. Carecía de sentido conservarlo, así que, cuando pagó al conductor y se apeó, lo abandonó en el coche.

Al día siguiente visitó el Louvre, y el resto de la semana, en la medida en que su dinero y el clima letal lo permitieron, confió en su guía para que la condujera por los escenarios de anécdotas y glorias antiguas. Después volvió a casa, a su apartamento de dos habitaciones y media en la calle Ochenta y nueve Oeste, donde el voluminoso aparato del aire acondicionado ensombrecía una ventana y vibraba como un tambor extenuado. Y donde para Bea la cuestión era siempre ser o no ser.

3

28 de julio de 1952

Querida Bea:

¿Que no le encontraste? O sea que estabas en París, conocías el lugar exacto donde vivía, tenías una idea razonable de dónde podía estar trabajando y sabías perfectamente que yo contaba contigo, y ¿qué me traes? ¡Un parte meteorológico! Sabes bien que el negocio me tiene muy atado últimamente y que por nada del mundo puedo ir allí; y resulta que mi hermana va a París de vacaciones, pero no piensa más que en darse el gusto y me deja a oscuras. Lo que pasa es que no le pusiste ganas. Sé que no conoces a Julian, pero si la sangre no te llama, podrías haber tenido sentido de la responsabilidad, por la familia.

Mencionas a una chica, como de pasada. Julian tiene veintitrés años. A esa edad, liarse allí con una chica no es lo que tengo en mente para mi hijo. Sabes que, de ser factible, Margaret iría en persona, pero hazte cargo de que anda un poco neurasténica y, hablando claro, no está en condiciones de viajar sola. Comprenderás que los dos estemos muy apenados. Margaret más que yo, si cabe, porque se le hace intolerable no saber a veces el paradero de Julian, que rara vez nos escribe. Me doy perfecta cuenta de que pasa por esa fase experimental propia de su generación; quieren probar esto y lo otro, y si la cosa se decanta un poco hacia la maldad, mejor, allá que van. El problema con estos chavales es que no se han curtido en el ejército; no es que no me alegre de que se ahorren lo que me tocó ver a mí en el Pacífico, y eso que al salir era un capitán de corbeta demasiado mayor para hacer carrera y tampoco lo tuve tan fácil. Julian es un chico testarudo, supongo que le hemos consentido. O no, porque estudiar un año en el extranjero no tiene nada de extraordinario, hoy en día todo el mundo lo hace. Muy bien, vete un año con los meshugás de París; pero es que lleva tres y no parece tener intención de volver y acabar la carrera. ¡Te aseguro que Margaret y yo nunca imaginamos que fuera a abandonar así! Como ex alumno y generoso donante de mi alma máter, me siento avergonzado. Nada apuntaba a que fuera a dejar sus estudios sin terminar, pese a todas las chifladuras que leía, Camus y qué sé yo qué más, una pérdida de tiempo para un estudiante de ciencias. O mejor dicho, de historia de la ciencia: la opción fácil para quien no puede con la verdadera enjundia. Iris sí que vale. Ella es como yo, tiene la cabeza sobre los hombros, y además bien amueblada para la química. De hecho, está a mitad del doctorado. Espero que sea igual de inteligente a la hora de casarse. Nunca se sabe cómo rebotan los genes, así que a veces pienso que Julian ha salido un poco a ti, y Dios sabe que no soportaría ver que acabara malcasándose, y menos aún dando clases a patanes condenados a acabar en un taller de chapa y pintura.

En cuanto a los quinientos dólares, das a entender que pensabas emplearlos en sacarlo de aquella pocilga para que se mudara a un sitio mejor. ¡De ninguna manera! Imagino la clase de atuendo mugriento con el que se pasea, así que yo hablaba de adecentarlo con algo respetable, una camisa y un traje en condiciones, etcétera, costara lo que costase, pero en este sentido fui categórico: te dije que quería que mi hijo saliera de ahí de inmediato, que abandonara la cochambre de Europa y volviera a Estados Unidos, donde está su casa. Se queja de que su madre y yo lo manipulamos —a saber qué quiere decir con eso—, pero el que manipula es él. Solo tengo noticias suyas cuando está pelado como una rata. Por lo demás, las pocas cartas que llegan son para Iris. Los dos estaban muy unidos, a partir un piñón, aunque con los tres años que se llevan y la cabeza llena de pájaros de Julian nunca creí que tuvieran mucho en común. Sin embargo, si hay alguien capaz de entender en qué anda Julian es su hermana. A saber lo que le cuenta, porque en cuanto lee las cartas, desaparecen. Cuando le preguntas dice que está bien, de primera, que está asistiendo a una especie de conferencias, que tiene una especie de trabajo... Y resulta que está limpiando mesas.

Pues bien, aquí va mi idea, y espero que esta vez no me falles. En cuanto nos enteremos de dónde está, quiero que te tomes una semanita libre, que vuelvas allí y lo traigas contigo. No me importa cómo lo hagas. Puedes emplear los mismos medios que usas para que tus muchachos condenados al taller de chapa y pintura se traguen esas canciones infantiles que les metes garganta abajo. Me parece que te consideras buena en eso. Si has de sobornarlo —con dólares, quiero decir—, sobórnalo. Simplemente tráelo de vuelta a Nueva York; será un comienzo. No creo que al principio quiera volver a casa con su familia, porque imagino que la vergüenza se lo impedirá. Por un lado está Iris, que siempre tiene a punto su sonrisa de no haber roto nunca un plato, y por otro está Julian, el huraño. Pero ¿qué razón tiene para estar siempre enfurruñado? Toda la vida se ha salido con la suya. Cuando te bajes del avión en Idlewild quiero que lo lleves a tu casa un par de días, para que se calme. No digo que no vaya a estar resentido, pero si puedes manejar a tus patanes habituales, podrás manejar a un chico como Julian. Háblale de libros, le gustará.

Esa es solo una parte de mi plan. No es que crea que sacarlo de París vaya a ser pan comido. Poco a poco se ha metido en la vida de allí, Iris dice que a veces incluso le escribe fragmentos en francés. No me creas tan tonto como para pensar que de buenas a primeras va a dejarse convencer por una tía a la que no ha visto nunca y que sale de la nada. Para poder entenderle tendrás que conocerle. No soy quien para dar lecciones, desde luego, porque yo no he podido, y Margaret... Margaret está agotada. Hay días en que ni siquiera tiene fuerzas para pensar en Julian, en todo el tiempo que lleva ausente.

Así que Iris es la solución. La mando al este la semana que viene a que te ponga al día con lo de Julian. A que te dé las coordenadas, en jerga de la Marina. Debería haber organizado algo así antes de que te fueras de vacaciones, pero me enteré demasiado tarde y no tuve tiempo más que de mandarte ese cheque. Por cierto, deberías dar señales de vida más a menudo. Cuando veo lo unida que está Iris a Julian, me doy cuenta de lo dejada que ha sido siempre mi propia hermana. Desde la muerte de mamá y papá, hace dieciocho años la de ella, y diez la de él, ¿qué he sabido de tu vida? ¿Que pasaste una mala racha con un tipo que tocaba el oboe, o lo que fuera? Está previsto que el avión de Iris llegue a La Guardia el jueves a las cuatro y diez de la tarde. Pasará el fin de semana contigo. El lunes tiene el vuelo de regreso, porque el martes a las nueve de la mañana le toca laboratorio.

Siempre tuyo,

MARVIN

31 de julio de 1952

Querido Marvin:

Tengo muchas ganas de conocer a tu hija. Por suerte no había planeado salir de la ciudad, como a veces hago en verano los fines de semana, y estaré libre para recibirla. Creo que no tenía más de dos años la única vez que la vi. Qué maravilla que Iris entienda a Julian tan bien. Desde luego ella sería una emisaria mucho más apropiada, así que ¿por qué no va ella? Me temo que eres un poco prepotente al suponer que puedo coger un avión sin más a tu conveniencia. Tengo un trabajo, lo aprecies o no.

Tuya,

BEA

3 de agosto de 1952

Bea:

No me hables de eso que llamas tu «trabajo», donde ni siquiera van a echarte de menos. Haces lo que haces y eres lo que eres porque nunca tuviste el empuje para nada más. Iris va camino de doctorarse, como te dije, y ha escogido el camino difícil, nada de medias tintas: es una chavala ambiciosa que va a lo suyo y que acaba lo que empieza. Quiero que vayas tú, ya te he explicado por qué. Consigue esos días libres, pide uno de esos sustitutos del sindicato de profesores o lo que sea. En cuanto tengamos noticias te haré saber dónde está Julian. Entretanto, Iris te pondrá al corriente.

MARVIN

4

La monserga de Marvin, la bravata de Marvin, con todas sus contradicciones y vulnerabilidades en evidencia. La brutalidad de su lenguaje, incluso cuando se creía el colmo del refinamiento. La desagradable condescendencia de siempre. Una confesión involuntaria de desesperación: su hijo era un caso difícil, en pocas palabras. Y aun así, con un gesto de su mano señorial, pretendía embarcarla de nuevo en un viaje.

Marvin apuntaba alto. Qué feliz le hubiera hecho —le dijo Bea durante la pausa del almuerzo en la sala de profesores a la señora Bienenfeld, que daba clases de historia —ser descendiente de un Borbón, o incluso de un Borgia, aunque con un Lowell o un Eliot se habría conformado. Por desgracia, era nieto de Leib Nachtigall, un pobre paleto emigrado de una miserable aldea de la provincia de Minsk, Bielorrusia. El pobre Marvin no guardaba ninguna relación con el zar de todas las Rusias, a menos que quisiera citar cierta conexión negativa: el abuelo Leib había escapado al servicio militar obligatorio del zar viajando de polizón y desembarcando en Castle Garden, sin más equipaje que una andrajosa bolsa de cuero, para emprender su andadura en el Nuevo Mundo. Marvin, el milagroso Marvin, era el milagro obrado por la milagrosa América. A estas alturas era un californiano devoto. Y lo más admirable era que fuera conservador; republicano, de hecho, un reaccionario, ¡un Borbón o un Borgia estadounidense! O, si se insistía en bajar un peldaño en el escalafón, un Lowell o un Eliot. Y, si de verdad tenía que bajar más, apenas un poco, resultaba que se había casado con una Breckinridge, la hermana de un compañero de clase en Princeton, cuya sangre azul satisfacía las exigencias de Marvin. La joven tenía parientes en el Departamento de Estado.

Nueva York rara vez conseguía atraerlo, salvo por algún que otro viaje de negocios o los dos funerales a los que acudió con casi una década de diferencia, primero el de su madre y luego el de su padre. Bea no conocía al hijo de Marvin. Había visto a Iris solo una vez, la única ocasión en que Marvin llevó a su mujer y a su hijita al Este para asistir a una reunión de antiguos alumnos de su promoción. Iris y Julian; Bea a veces pasaba apuros para recordar sus nombres. Cuando nació Julian mandó un regalo y la mujer de Marvin acusó recibo cortésmente: «Muchas gracias por la enhorabuena, seguro que el pequeño Julian disfrutará de la preciosa jirafa», o algo por el estilo, en un papel de carta que atufaba a perfume y ostentaba un ridículo blasón en el margen superior izquierdo.

A pesar de todo, Marvin conservó el apellido de los antepasados, mientras que Bea se lo cambió, por deferencia a sus alumnos: no soportaba el maltrato que las laringes de aquellos grandullones de Nueva York le daban a su Nachtigall. Todo fueron graznidos, gárgaras y estornudos hasta que optó por rendirse; a Nightingale, sin embargo, tampoco le faltaron réplicas absurdas. La señorita Piolina. La señorita Lorito. La señorita doña Urraca. La señorita Petirroja; este mote en concreto suscitó risas por lo bajo, bufidos y silbidos, además del dibujo clandestino en la pizarra de un pájaro gordo con gafas y un par de protuberancias en forma de globo. A modo de sanción, les pidió a los graciosos de turno que memorizaran «A una alondra» y puntuó el recitado. ¡Qué bajo había caído! La poesía convertida en castigo. ¿No se suponía que el viaje de aquel verano había sido un antídoto contra todos esos sinsabores, una indulgencia bien merecida?

«Pero figúrate —le dijo a la señora Bienenfeld—, está insistiéndome para que me marche de nuevo, cuando apenas acabo de volver a casa. Chasquea los dedos y espera que le obedezca sin chistar. Como si yo no tuviera vida propia...»

¡Y el membrete de la carta! De una California aún en mantillas, aquel blasón grandilocuente: un escudo de plata con dos espadas cruzadas elevándose de un río de verdes aguas. Un tributo al linaje de Margaret, que Marvin había encontrado en un libro de heráldica escocesa.

5

El aire acondicionado, con el acostumbrado zumbido, estaba encendido en todas las habitaciones. Eran las ocho. Habían tomado la cena en bandejas en la sala de estar, donde el aparato daba el aire más fresco: huevos escalfados sobre pan tostado. Había una jarra de té con hielo en una mesa auxiliar.

—¿En Los Ángeles hace tanto calor? —preguntó Bea.

—Casi siempre. A veces más. ¿Qué tiempo hacía en París?

—Peor. Horrible. Un calor que desmayaba.

—¿Llegaste a desmayarte de verdad?

—No, pero porque bebía agua a todas horas. La gente del hotel decía que era el peor verano de los últimos quince años. ¿Estás cansada del vuelo o te apetece dar un paseo? Aún hay mucha luz. Puedo llevarte por la famosa zona alta de Broadway.

—Prefiero quedarme aquí contigo —dijo Iris.

—No hace falta que nos metamos en faena inmediatamente. Nos quedan mañana y dos días más.

—¿Faena? Ah..., te refieres a Julian.

—Para eso has venido.

—Para eso dice mi padre que he venido. —Alargó el cuello tratando de abarcar cuanto la rodeaba—. ¿Hace mucho que vives sola?

¡Qué entrometida! ¡Impertinente!

—Prácticamente toda mi vida adulta —respondió Bea conteniendo la irritación.

—Me parece que más o menos lo sabía. He oído que estuviste casada.

—Entonces es que tu padre me tiene más presente de lo que imaginaba...

—Lo mencionó hace mucho tiempo. Lo recuerdo porque casi nunca habla de su familia.

—Y tu madre, ¿habla de la suya?

—No mucho, la verdad, pero no puede evitar que la gente lo haga. En particular de mi tío, el que murió. Sabes que estaba en el Congreso, incluso pensaba presentarse a presidente.

—Eso dijeron los periódicos.

—A él tampoco lo conocí.

La chica se apartaba el pelo de los ojos con un gesto de los hombros a medio camino entre el tic y el escalofrío. Sin embargo no transmitía un ápice de inseguridad, era más bien un indicio de audacia, el temblor de un potro impaciente. Tenía el pelo largo, ni claro ni oscuro, cobrizo. Metálico. Y cuando se pasaba un mechón hacia el lado contrario, azotándolo como un látigo, Bea cr

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