Una y otra vez

Kate Atkinson

Fragmento

cap-3

11 de febrero de 1910

—Por el amor de Dios, muchacha, deja de correr de aquí para allá como un pollo sin cabeza y tráeme agua caliente y toallas. ¿Es que no sirves para nada? ¿Dónde te criaste, en un establo?

—Perdone, señor. —Bridget hizo una pequeña reverencia como si el doctor Fellowes fuera de la realeza.

—¿Es una niña, doctor? ¿Puedo verla?

—Sí, señora Todd. Una pequeñita preciosa y pizpireta.

Sylvie se dijo que el doctor Fellowes había forzado la máquina con aquella aliteración. No era un hombre afable ni en sus mejores momentos. La salud de sus pacientes, en especial cuando llegaban a este mundo o lo abandonaban, parecía destinada a irritarlo.

—Con la vuelta de cordón que llevaba, habría muerto. He llegado a la Guarida del Zorro justo a tiempo. Se ha salvado por un tris, literalmente.

Levantó las tijeras quirúrgicas para que Sylvie las admirara. Eran pequeñas y finas y con las puntas afiladas y curvas.

—Tris, tris —bromeó.

Aunque vagamente, dadas las circunstancias y el agotamiento que sentía, Sylvie tomó nota mental de comprar unas tijeras así, por si se daba una emergencia similar (algo bien poco probable, cierto). O una navaja, bien afilada, para llevarla encima en todo momento, como la niña ladrona de La reina de las nieves.

—Ha tenido suerte de que llegara a tiempo —insistió el médico—, antes de que cerraran las carreteras por la nevada. He mandado llamar a la señora Haddock, la comadrona, pero tengo entendido que se ha quedado bloqueada a las afueras de Chalfont Saint Peter.

—¿Ha dicho Haddock? —preguntó Sylvie, y frunció el entrecejo. ¿No había un pez de la familia del bacalao con ese nombre?

Bridget soltó una carcajada y se apresuró a murmurar:

—Perdón. Perdone, señor.

Sylvie supuso que tanto ella como Bridget estaban al borde de la histeria. No era sorprendente.

—Irlandesa palurda —musitó el doctor Fellowes.

—Bridget no es más que una criada, y una niña. Y le estoy muy agradecida; todo ha sucedido muy deprisa. —Cómo le apetecía estar sola; nunca lo estaba, se dijo Sylvie, y añadió de mala gana—: Supongo que tendrá que quedarse a pasar la noche.

—Pues sí, supongo que sí. —Tampoco a él parecía hacerle mucha gracia.

Sylvie exhaló un suspiro y le sugirió que fuera a la cocina a tomar una copa de brandy, y quizá un poco de jamón y unos pepinillos.

—Bridget se ocupará de servirle.

Sylvie quería librarse de él. Había traído al mundo a sus tres hijos (¡tres!) y no le gustaba un ápice. Solo un marido debería ver lo que él veía. Toqueteaba y hurgaba con sus instrumentos en los lugares más delicados y secretos de una mujer. (Pero ¿habría preferido que una partera con el nombre de Haddock trajera al mundo a su hija?) Los médicos para mujeres deberían ser siempre mujeres. Qué cosa tan improbable.

El doctor no se decidía a irse; tarareando por lo bajo, supervisaba a una sonrojada Bridget mientras lavaba y envolvía en pañales a la recién nacida. Bridget era la mayor de siete hermanos, de modo que sabía cómo desenvolverse con un crío. Tenía catorce años, diez menos que Sylvie. Cuando Sylvie tenía catorce aún llevaba falda corta y estaba como loca por su poni, Tiffin. No sabía de dónde venían los bebés, e incluso en su noche de bodas seguía sin tener ni idea. Su madre, Lottie, se lo había insinuado, pero se quedó corta en cuanto a la exactitud anatómica. Las relaciones conyugales parecían estar vinculadas, misteriosamente, con el vuelo de las alondras al alba. Lottie era una mujer reservada. Algunos habrían dicho narcoléptica. Su marido, el padre de Sylvie, Llewellyn Beresford, se dedicaba a hacer retratos de la alta sociedad, pero no era en absoluto bohemio. Nada de desnudos o conductas turbias en su casa. Había pintado a la reina Alejandra cuando todavía era princesa; según él, era muy simpática.

Vivían en una bonita casa en Mayfair, con Tiffin en unas caballerizas cerca de Hyde Park. En sus momentos más sombríos, Sylvie se animaba imaginándose de vuelta en aquel soleado pasado, montada a lomos de Tiffin en su silla de amazona, trotando por Rotten Row una límpida mañana de primavera, con los árboles en flor.

—¿Qué me dice de un té caliente y una tostadita con mantequilla, señora Todd? —le preguntó Bridget.

—Sería estupendo, Bridget.

Por fin pusieron a la niña, envuelta como la momia de un faraón, en brazos de Sylvie, que le acarició la sedosa mejilla.

—Hola, chiquitina —musitó.

El doctor Fellowes apartó la mirada para no ser testigo de tan almibaradas demostraciones de afecto. Si de él dependiera, todos los niños se criarían en una nueva Esparta.

—Bueno, la verdad es que no me vendría mal un pequeño refrigerio. ¿No quedará un poco de la excelente salsa de encurtidos de la señora Glover, por casualidad?

cap-4

11 de febrero de 1910

Un rayo de sol deslumbrante, que hendía las cortinas cual reluciente espada, despertó a Sylvie. La señora Glover la encontró postrada entre encajes y cachemira cuando entró en la habitación llevando con orgullo una enorme bandeja de desayuno. Solo una cuestión de cierta importancia conseguía llevar a la señora Glover tan lejos de su guarida. Una solitaria campanilla de invierno medio congelada languidecía en un jarroncito en la bandeja.

—¡Ah, una campanilla de invierno! —exclamó Sylvie—. La primera flor que asoma la cabeza, pobrecita. ¡Qué valiente es!

La señora Glover, que no creía que las flores fueran capaces de dar muestras de valor, ni de hecho de ningún rasgo de personalidad, loable o no, era una viuda que solo llevaba unas semanas con ellos en la Guarida del Zorro. Antes de su llegada, la cocinera era una tal Mary, una mujer bastante vaga y que quemaba los guisos. La señora Glover tendía más bien a dejar la comida cruda. En el próspero hogar de la infancia de Sylvie, a la cocinera la llamaban simplemente «cocinera», pero la señora Glover prefería que la llamaran «señora Glover». Eso la volvía irreemplazable. Sylvie seguía pensando con terquedad en ella por su cargo y no por su nombre.

—Gracias, cocinera. —Al ver que la señora Glover parpadeaba despacio, como un lagarto, se corrigió—: Señora Glover.

La señora Glover dejó la bandeja en la cama y descorrió las cortinas. Había una luz extraordinaria: la derrota del murciélago negro.

—Cuánta luz —dijo Sylvie protegiéndose los ojos con la mano.

—Cuánta nieve —añadió la señora Glover meneando la cabeza quizá mostrando asombro o aversión; con ella no siempre era fácil adivinarlo.

—¿Dónde está el doctor Fellowes? —quiso saber Sylvie.

—Ha habido una emergencia. Un toro ha pisoteado a un granjero.

—Qué horror.

—Unos hombres del pueblo han intentado sacar su automóvil de la nieve con sus palas, pero por fin se ha acercado mi George y lo ha llevado en el carro.

—Ah —repuso Sylvie como si comprend

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