Un lugar sobre el arcoíris

Miguel de León

Fragmento

cap

Había aguardado el momento de echar mano a una buena y bien ganada pensión de retiro, para regresar a La Laguna, la ciudad donde nació y en la que deseaba esperar al último de sus días. Viste buena ropa, calza zapatos de piel de ante, es respetuoso dentro de su trato distante y, de vuelta de todo a sus sesenta y pocos años, está investido de la dignidad de los que han sobrevivido a todas sus batallas. Desde su regreso, pasea a diario por los jardines del campus universitario de Guajara, camina con paso tranquilo o se sienta en cualquier rincón alejado, hasta que el sol expira, siempre solitario, siempre ausente y extraviado en sus recuerdos. Aunque en ocasiones utilice el tranvía, lo común es que baje caminando desde el centro de La Laguna para hacer el recorrido, que suele terminar sentado durante un rato muy largo en la escalinata de la entrada principal de la facultad de Económicas. Revive, sin tregua, un breve acontecimiento que se resolvió en una sola tarde, pero que fue de tanta trascendencia e intensidad que bastó para que él haya pensado siempre que su existencia ha tenido sentido, el recuerdo de las horas más hermosas, las que compartió con la primera y, al fin también, única mujer de su vida.

Pertenecían a mundos tan alejados que no existía otra manera de que pudieran encontrarse que no fuera la celada que les tendió el destino, cuarenta y tantos años antes, en la tarde de aquel Primero de Mayo, de tiempo incierto y neblinas indecisas. Algo pasadas las tres, un boyero que subía por una calle de asfaltado maltrecho torció en la esquina del seminario viejo y condujo la yunta por la calle de Santo Domingo, provocando la inevitable retención del tráfico. No hubo quebranto, no tanto porque en día festivo y a esa hora el tráfico fuera muy fluido, sino porque era todavía una época de convivencia fácil, de más respeto que prisas, y nadie alzó la voz, no se oyó una bocina, ni hubo quien tuviese la impertinencia de mostrar fastidio mientras los animales superaban la pendiente de la calle, con el tranco breve y la parsimonia de sus pasos.

Más abajo, un lujoso Mercedes de color oscuro traqueteó dos veces y se detuvo, lo que dio ocasión a una joven que viajaba en el asiento trasero a contemplar una escena que la cautivó. Un muchacho hacía cola para comprar la entrada en la taquilla de un cine de barrio. Llevaba el pelo un tanto crecido aunque sin la melena, en aquellos años de moda entre los hombres, iba bien afeitado y vestía un vaquero y un anorak muy gastados. Llegaron junto a él dos menores, una chica y un chico de doce o trece años, y tras mediar unas palabras, les entregó un billete y algunas monedas. Ellos se fueron muy contentos y él continuó haciendo la cola hasta que se perdieron calle abajo. Entonces abandonó la fila, metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar. Era fácil entender que prescindió de la película para dar el dinero a los niños, con seguridad sus hermanos pequeños.

El coche consiguió arrancar y pudo recorrer unos cientos de metros antes de traquetear de nuevo y volver a calarse. Ella, atenta a los transeúntes de la acera, encontró al muchacho en otro acto de generosidad. Una anciana arrastraba un saco demasiado pesado y, al llegar a su lado, él intercambió unas palabras con ella, se echó el saco sobre un hombro y le tendió el otro brazo para ayudarla a caminar.

Se colapsaba el tráfico. La señora a la que ayudó puso tanto ímpetu en el abrazo de agradecimiento al despedirlo, que él tuvo que detenerse para acomodarse la ropa antes de continuar el camino. Rehacía el nudo de un cordón del zapato cuando el lujoso Mercedes de los problemas eléctricos apareció entre la niebla, ahora densa, y se detuvo a su lado. Alzó la mirada y descubrió en la ventanilla trasera, detenidas en él, las dos centellas verdes que iluminaban el rostro de la joven, que le pagaba con la ternura de su sonrisa la buena obra de aquella tarde. Tenían más o menos la misma edad, la falta de un trecho para la veintena. Él le devolvió la sonrisa y ella hizo la suya más cómplice. Llevaba el antebrazo apoyado en la ventanilla y de la punta de sus dedos cayó una cadenita, que él se apresuró a devolverle. Era un pendiente, cuatro eslabones de oro con el arete en un extremo y una piedra azul en el otro. En los asientos d

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