Los días modernos

Cristina López Schlichting

Fragmento

cap-1

1

La muerte del Chuchi

Soy Amelia Ruiz Santillana y tenía el número 31 de la lista de mi clase de Cuarto B, que no estaba mal, porque nunca te sacaban la primera al encerado. Las profesoras solían empezar por las Álvarez o Domínguez, situadas al comienzo; después, llamaban a las Sánchez o Vázquez, que ocupaban el final. Y sólo en un tercer turno a las Martín, Pérez o Ruiz, que flotábamos alfabéticamente en el medio y un poco como en tierra de nadie. Éramos muchísima gente. En el aula, 42 alumnas; en el piso de cien metros donde yo vivía con mi familia, 6 personas; en España, 35 millones de habitantes.

Después de la guerra, la capital, Madrid, daba un censo de un millón y medio de personas, pero en los 60, nacieron más y más niños, como si aquello tuviese premio, y ya pasábamos de los tres millones. Alrededor de la ciudad crecieron series infinitas de bloques de ladrillo, como filas de dominó, que separaban el campo y las ovejas de las avenidas recién asfaltadas, sin que a los constructores les apeteciese poner en medio ni parques, ni piscinas, ni nada de lo que hoy se acostumbra. Como mucho, un aligustre mocho rodeando un erial cuadrado. Nosotros lo llamábamos «jardín», porque en general todo nos parecía bien. Los padres aparcaban el utilitario encima de la acera, sin multas ni nada parecido, y los chavales jugaban al fútbol en el descampado, que no era de nadie. La urbe devoró deprisa lo que la rodeaba y parió barrios por el norte, el este, el sur y el oeste. Allí todo el mundo paría. No sólo había que hacer sitio para los bebés, sino que las provincias se despoblaron y —al ritmo que crecían las fábricas y empresas— hubo que acoger a millones de personas en Barcelona, Bilbao o Madrid.

Yo crecí en uno de estos barrios de pisos baratos porque mi padre, que había estudiado y enseñaba en una universidad nueva que habían montado los jesuitas, no quería vivir en casa de la abuela, que ya estaba viuda. Decía que era un atraso, que cada familia debía tener su propio nido. Eso no impedía que su madre y su tía soltera se pasasen la vida con nosotros, así que comíamos ocho en el salón del piso minúsculo y ellas viajaban sin cesar en el autobús que las llevaba al centro y que llamaban «la camioneta».

¿Cómo era mi Madrid? Seco. Era una ciudad polvorienta. Cientos de miles de seres humanos llegaban todos los años como una inmensa manta de hormigas laboriosas y se amontonaban con los parientes. El asfalto significaba civilización y construir casas era más importante que plantar árboles. Los barrios tenían un cinturón de terreno ralo, tejido de rastrojos, que todo el mundo soñaba con ver edificado. Para los que venían de los pueblos, una buena espuerta de cemento, con su bordillo y su acera, ejemplificaba el orden. Sobre ese horizonte implacable de construcciones se escenificaban las puestas de sol más hermosas que uno podía imaginar, un estallido de hoguera y violeta que prendía fuego al cielo.

Las estaciones no perdonaban rigor alguno. A veces nevaba en invierno, después el hielo derretido formaba un légamo gris sucio. Y en verano, un ardor sofocante azotaba inmisericorde, montaba espejismos en la calle —donde de veras se veía temblar el aire— y no aflojaba su furia hasta las tres de la madrugada. Había noches en que mi padre se duchaba con agua fría y se tiraba a dormir en las losetas de la terraza, desesperado por no poder conciliar el sueño.

Las verdes camionetas y los grandes autobuses azules iban llenos de mugre hasta los cristales y jadeaban por las cuestas como si fuesen a reventar. Los basureros pasaban la manguera al amanecer y olía a tierra mojada. Daba gloria salir y comprobar que las alcantarillas se habían tragado una vez más papeles, pipas, cascos de vidrio. Porque lo tirábamos todo al suelo, desde los periódicos o las cajas, hasta las muñecas rotas o los zapatos viejos. Lo que no recogía el trapero se lo llevaba el agua.

Yo era la pequeña de los hermanos. Delante estaban Curro, que era el mayor y el sensato; Ángel, un impulsivo que siempre creía saberlo todo, y Antoñito, que iba cuatro cursos por delante de mí y era un peñazo. Era una chica, eso sí, y digo yo que tuvo que hacerles algo de gracia el cambio.

Según tengo entendido, fui concebida la tarde del día en que murió el Chuchi. Mis padres habían regresado a casa después de hacer la compra en Sepu (porque entonces quien calculaba sus gastos compraba siempre en Sepu). Papá se puso a sacar las bolsas del Seat 1430 y mamá a ordenar los cupones de descuento, que después pegaba en una cartilla con engrudo de harina, hasta que las páginas se apergaminaban y crujían al pasarlas. La libreta engordaba tanto que apenas podía cerrarse, como el libro de un Rey Mago que susurrase promesas de regalos para premiar la constancia y el orden del ama de casa: mujer precavida vale por dos, ya se sabe.

De pronto, mi abuela Carmen apareció como por ensalmo. Estaba de los nervios.

—¡No se habla de otra cosa! —dijo.

—¿Qué cosa? —preguntó mi padre, divertido.

—¡Que se ha muerto el Chuchi! ¡Lo ha dicho la Matilde, la del bar!

—Ah —respondió mi madre, sin hacer caso. Supongo que pensó que se refería a algún actor, alguien de las películas, como Marilyn Monroe o Gary Cooper, que le chiflaban a su suegra.

Mi padre dejó los bultos sobre la mesa de la cocina y preguntó algo más:

—¿Te refieres a Jesús, el de la churrería?

—¡Quita, quita! —exclamó mi abuela con paciencia, como disculpando la ignorancia de su hijo—. ¿Cómo va a morirse el de los churros, con treinta años? ¡No, hombre!, ¡Chuchi, el inglés gordo, el del parte!

Las esquelas hacían las delicias de la abuela, que se embobaba con cosas de muertos. Coleccionaba recordatorios con cristos tétricos, con la boca abierta en el último suspiro, visitaba el cementerio para llevar flores de plástico, organizaba rondas de pésame. Andaba prendada de los sucesos de las revistas, que poblaban su vida de excitantes crímenes, peleas alarmantes y venganzas desmesuradas. Mi padre calculó que el Chuchi sería algún difunto de la vecindad.

—Bueno, ¿qué se le va a hacer? —dijo—. Pero tampoco pasa nada, ¿cierto?

La abuela se encogió de hombros, incapaz de comprender a estos jóvenes desapasionados, ayunos del interés que entrañaban a su juicio los fallecimientos.

—No, no pasa nada —asintió—, pero me ha recordado la guerra.

—¿La nuestra?

—No, hijo, la de ellos.

Mi historia empezó ahí, en esa tarde de intriga. A lo mejor nací tan curiosa por las dudas que mi abuela Carmen acostumbraba a sembrar en las mentes de mis padres.

Esa tarde, al parecer, hacía frío en la casa, pese a la estufa de butano. La abuela había cocinado un sabroso arroz con pollo, apenas coloreado con unas hebras de azafrán puro (decía que el colorante era una «mistificación») y puesto una bolsa de agua caliente en la cama de matrimonio, pensando en mi madre, su nuera, que tenía tendencia a quejarse de los riñones. El lecho parecía pues un lugar bien cómodo y calentito donde pasar el rato, de manera que mis padres corrieron y se lanzaron enseguida a la siesta. Hubo algo de apremio por la necesidad de entrar en calor. Se arrimaron debajo de las mantas, se caldearon, entre roce y roce revolvieron todo, una cosa llevó a la otra y, al

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