La desaparición de Annie Thorne

C.J. Tudor

Fragmento

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Prólogo

Incluso antes de entrar en la casita, Gary sabe que algo no va bien.

Es el olor empalagoso que sale por la puerta abierta, las moscas que revolotean en el calor pegajoso del recibidor. Por si esto no fuera indicio suficiente de que algo horrible ha ocurrido en esa casa, horrible en el peor sentido posible, el silencio lo confirma.

Hay un elegante Fiat blanco aparcado en el camino de acceso, una bicicleta apoyada frente a la puerta principal y unas botas de goma tiradas justo al otro lado del umbral. El hogar de una familia. Incluso cuando el hogar de una familia está vacío, quedan en él ecos de vida. No es normal que se irradie una sensación opresiva y siniestra bajo un asfixiante manto de silencio, como en aquella casa.

Aun así, él grita de nuevo:

—Hola. ¿Hay alguien?

Cheryl alza la mano y da unos golpecitos enérgicos a la puerta abierta. Estaba cerrada cuando han llegado, pero no con llave. Otro detalle que da mala espina. Aunque Arnhill sea un pueblo pequeño, los vecinos siempre cierran con llave.

—¡Policía! —grita.

Nada. No se oye la menor pisada, crujido o susurro. Gary suspira al percatarse de que siente un temor supersticioso a entrar. No es por el rancio hedor a muerte. Hay algo más. Un instinto primario lo insta a dar media vuelta y marcharse de allí cuanto antes.

—¿Sargento? —Cheryl levanta la vista hacia él, arqueando una fina ceja en un gesto inquisitivo.

Él echa un vistazo a su acompañante, de metro sesenta de estatura y solo cuarenta y cinco kilos de peso. Con más de metro ochenta y casi ciento treinta kilos, Gary parece un Baloo, y Cheryl, a su lado, un delicado Bambi. Al menos en lo que al aspecto físico se refiere. En cuanto a la personalidad, basta con señalar que Gary llora cuando ve una película de Disney.

Ella asiente con una breve y sombría inclinación de la cabeza, y los dos pasan al interior.

Un fétido y penetrante olor a descomposición humana los abruma. Gary traga saliva e intenta respirar por la boca, mientras desea con toda el alma que hubiese sido algún otro —fuera quien fuera— quien hubiera acudido a esa llamada. Cheryl pone cara de asco y se tapa la nariz con la mano.

Esas pequeñas casas de campo tienen una distribución bastante típica: un recibidor pequeño, escaleras a la izquierda, el salón a la derecha y una cocina diminuta encajonada al fondo. Gary se encamina hacia el salón. Empuja la puerta para abrirla.

Gary ya ha visto cadáveres antes: un chaval joven atropellado por un conductor que se dio a la fuga, un adolescente destrozado por maquinaria agrícola. Fueron muertes horribles, sí. Innecesarias, sin lugar a dudas. Pero esto es horrible, piensa de nuevo. Más que horrible.

—Joder —musita Cheryl, y Gary piensa que él mismo no habría podido expresarlo mejor.

Todo el horror, concentrado en una única palabrota: «Joder».

En medio de la habitación se encuentra una mujer, repantigada en un gastado sofá de piel, de cara a un gran televisor de pantalla plana. El aparato tiene una rajadura en forma de telaraña en torno a la que docenas de moscardas gordas pululan perezosamente.

Las demás zumban alrededor de la mujer. «Alrededor del cuerpo», se corrige Gary para sus adentros. Ya no es una persona. Solo un cadáver. Un caso más. Hay que dominar esos nervios.

A pesar del abotargamiento causado por la descomposición, se nota que en vida ella debía de ser esbelta y de tez pálida, aunque ahora está cubierta de manchas y veteada de venas verdosas. Va bien vestida: camisa de cuadros, vaqueros ajustados y botas de piel. Resulta complicado determinar su edad, más que nada porque la parte superior de la cabeza ha desaparecido. Bueno, en realidad no es que haya desaparecido. Gary alcanza a ver trozos de ella pegados a la pared, la librería y los cojines.

No caben muchas dudas respecto a quién apretó el gatillo. La escopeta aún descansa sobre su regazo, sujeta por los dedos hinchados. Gary reconstruye a toda prisa en su mente lo ocurrido. Ella se mete el arma en la boca, dispara, la bala sale con un ligero desvío hacia la izquierda, donde se aprecian los mayores daños, lo que tiene sentido, pues empuña el arma con la mano derecha.

Gary es solo un sargento de uniforme que apenas trata con los forenses, pero ha visto muchos episodios de CSI.

El proceso de putrefacción seguramente ha sido muy rápido. En la pequeña casa de campo hace calor, un bochorno sofocante, incluso. En el exterior la temperatura ronda los veintitrés grados, las ventanas están cerradas y, aunque las cortinas están echadas, el termómetro debe de marcar más de treinta. Él ya nota el sudor que le resbala por la espalda y le humedece las axilas. Cheryl, que nunca pierde la calma, se enjuga la frente, visiblemente incómoda.

—Joder. Vaya desastre —comenta, en un tono cansino poco habitual en ella.

Contempla el cuerpo en el sofá, sacudiendo la cabeza, antes de desplazar la vista por el resto de la habitación, con los labios fruncidos y la expresión lúgubre. Gary sabe qué está pensando. «Bonita casa. Bonito coche. Bonita ropa. Pero nunca se sabe. Uno nunca sabe lo que sucede en realidad de puertas adentro.»

Aparte del sofá de piel, los únicos muebles son una vieja estantería de roble macizo, una mesita de centro y el televisor. Él mira el aparato de nuevo, preguntándose cómo se habría agrietado la pantalla y por qué las moscas parecen tan interesadas en andar por ella. Avanza unos pasos, haciendo crujir los cristales rotos bajo sus pies, y se agacha.

Al examinar el televisor más de cerca, descubre la razón. El vidrio resquebrajado está recubierto por una costra oscura. Una parte de la sangre ha resbalado por la pantalla hasta el suelo, donde él advierte que ha estado a punto de pisar un charco pegajoso que se ha extendido sobre las tablas del suelo.

Cheryl se acerca hasta detenerse a su lado.

—¿Qué es eso? ¿Sangre?

Gary piensa en la bicicleta. En las botas de goma. En el silencio.

—Tenemos que echar un vistazo al resto de la casa —dice.

Ella posa en él los angustiados ojos y asiente.

Las escaleras, empinadas y chirriantes, están manchadas de más regueros de sangre oscura. En lo alto, un estrecho rellano comunica entre sí dos dormitorios y un baño diminuto. Allí el calor es más intenso, si cabe, y el olor, aún más repugnante. Gary le indica por señas a Cheryl que vaya a echar una ojeada al baño. Por un momento, cree que ella le discutirá su orden. Resulta evidente que el hedor procede de uno de los dormitorios, pero, por una vez, ella le deja interpretar el papel de oficial superior y cruza el rellano con cautela.

Él se vuelve hacia la puerta del primer dormitorio y, notando un sabor amargo y metálico en la boca, la abre despacio y con cuidado.

Es la habitación de una mujer. Limpia, ordenada y vacía. Un armario en un rincón, una cómoda junto a la ventana, una cama grande cubierta con un edredón color crema inmaculado. Sobre la mesilla de noche, una lámpara y una foto solitaria en un marco liso de madera. Se acerca y la coge. Un muchacho de diez u once años, menudo y enjuto, con una sonrisa que deja al descubierto unos dientes prominentes, y una mata de pelo rubia y despeinada. «Ay, Dios —reza Gary casi sin darse cuenta—. Por favor, Dios, no.»

Con el corazón en un puño, sale de nuevo al pasillo, donde encuentra a Cheryl pálida y tensa.

—El baño está vacío —dice ella, y Gary sabe que los dos están pensando lo mismo.

Solo queda una habitación. Falta una sola puerta para revelar el primer premio. Él espanta una mosca con un manotazo rabioso. Siente la necesidad de respirar hondo para tranquilizarse, pero aquel olor lo ahoga. En vez de ello, extiende la mano hacia el pomo y abre la puerta de un empujón.

Aunque Cheryl es demasiado dura para vomitar, él la oye reprimir una arcada. Su propio estómago da un vuelco, pero él consigue dominar las ganas de devolver.

Se equivocaba al pensar que la situación era chunga. En realidad es una auténtica pesadilla.

El chico yace en la cama, vestido con una camiseta que le viene grande, un pantalón corto ancho y calcetines blancos de deporte. Los elásticos se le clavan en la carne hinchada de las piernas.

Gary no puede evitar fijarse en aquellos calcetines de color blanco impecable. Un blanco radiante. Como recién lavados. Igual que en un anuncio de detergente. O tal vez solo lo parecen porque todo lo demás es rojo. Rojo oscuro. Manchas en la camiseta de talla extragrande, salpicaduras por todas las almohadas y las sábanas. Y allí donde debería estar el rostro del muchacho, solo un gran amasijo blando y rojo, sin facciones reconocibles, plagado de inquietos cuerpos negros, moscas y escarabajos que entran y salen retorciéndose de la carne destrozada.

Lo asalta una imagen fugaz de la pantalla agrietada del televisor y el charco de sangre en el suelo, y de pronto lo ve: la cabeza del chico, golpeada una y otra vez contra el aparato, y luego aporreada contra el suelo hasta dejarlo irreconocible, sin cara.

Y tal vez de eso se trataba, piensa mientras alza la vista hacia otra cosa también roja: unas marcas encarnadas más llamativas, imposibles de pasar por alto. Grandes letras garabateadas en la pared, encima del cuerpo del chico:

NO ES MI HIJO

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No regreses nunca. Es lo que siempre dice la gente. Las cosas habrán cambiado. No serán como las recuerdas. Lo pasado pasado está. Por supuesto, todo esto es muy fácil de decir. El pasado tiene la costumbre de repetirse. Como el mal curri.

Yo no quiero regresar. De verdad que no. Hay varias cosas que tendrían preferencia en mi lista de deseos, como morir devorado por unas ratas o bailar country. Esto refleja las pocas ganas que tengo de volver al villorrio de mierda donde me crie. Pero a veces la única opción que le queda a uno es la equivocada.

Por eso estoy conduciendo por una serpenteante carretera nacional a través de la campiña del norte de Nottinghamshire, cuando apenas son las siete de la mañana. Hacía mucho tiempo que no recorría esta carretera. Ahora que lo pienso, también hacía mucho que no estaba en circulación a las siete de la mañana.

Hay poco tráfico. Solo me adelanta un par de coches, uno de ellos con un bocinazo (sin duda, el Lewis Hamilton que va al volante me da a entender que estoy estorbando su desenfrenada carrera hacia la birria de trabajo al que está ansioso por llegar sin perder un solo minuto). En honor a la verdad, reconozco que conduzco despacio. Tanto que voy con la nariz casi pegada al parabrisas y apretando tanto el volante que tengo los nudillos blancos y marcados.

No me gusta conducir. Lo evito siempre que puedo. Voy a los sitios a pie o en autobús, o bien tomo el tren cuando mi destino está más lejos. Por desgracia, Arnhill no figura en el recorrido de las principales líneas de autobuses, y la estación de tren más cercana se encuentra a veinte kilómetros. Conducir es la única alternativa viable. Como he dicho antes, a veces a uno no le queda otra opción.

Pongo el intermitente y me desvío de la carretera nacional hacia una serie de caminos rurales más angostos y peligrosos. Campos de color marrón turgente y verde sucio se extienden a los lados, y unos cerdos olisquean el aire desde cobertizos con techo herrumbroso de chapa ondulada, entre maltrechos sotos de abedules. El bosque de Sherwood, o lo que queda de él. Hoy en día, los únicos sitios donde uno puede toparse con Robin Hood y Little John son los rótulos mal pintados de pubs ruinosos. Los hombres que hay dentro suelen estar más que alegres y lo único de lo que te despojan es de los dientes si los miras mal.

No se trata necesariamente de la consabida adustez norteña. Nottinghamshire ni siquiera está tan al norte —salvo para quienes nunca han salido del infernal cinturón de la M25 londinense—, pero resulta algo gris, plano, desprovisto de la vitalidad que cabe esperar del campo. Como si las minas que antes proliferaban en la zona le hubieran chupado todo el vigor desde dentro.

Al fin, tras un largo rato sin ver el menor rastro de civilización, o al menos un McDonald’s, vislumbro una señal torcida a mi izquierda: «Arnhill le da la bienvenida».

Debajo, algún elocuente cabroncete ha añadido: «Y le da por culo».

Arnhill no es un pueblo acogedor. Es inhóspito, siniestro y desabrido. Vive encerrado en sí mismo y ve a los forasteros con recelo. Los vecinos mantienen una actitud estoica, inflexible y cansina a la vez. Es la clase de gente que te fulmina con la mirada cuando llegas y escupe en el suelo asqueada cuando te marchas.

Salvo por un par de caseríos y de cabañas de piedra antiguas que hay en las afueras, Arnhill no resulta pintoresco ni curioso. A pesar de que la mina cerró para siempre hace casi treinta años, su legado perdura en el pueblo como el mineral en el suelo. No hay tejados de paja ni macetas colgantes. Allí lo único que cuelga de las casas son cuerdas de tender la ropa y alguna que otra bandera con la cruz de san Jorge.

Las casas adosadas bajas de ladrillos sucios de hollín se alinean en hileras uniformes a lo largo de la calle principal, junto a un pub ruinoso: el Running Fox. Antes había otros dos —el Arnhill Arms y el Bull—, pero cerraron hace muchos años. En los viejos tiempos (mis tiempos), Gypsy, el dueño del Fox, hacía la vista gorda cuando algunos de los chicos mayores íbamos allí a beber. Aún me acuerdo de cuando vomité en el retrete tres pintas de Snakebite, junto con buena parte de las tripas, o al menos eso sentí, y al salir me lo encontré allí, esperando, con un cubo y una fregona.

A un lado, el Wandering Dragon, una freiduría y local de comida para llevar, permanece inalterable a los efectos del progreso, la pintura fresca o —me jugaría lo que fuera— un nuevo menú. Hay un detalle que no concuerda con mi memoria fotográfica: la pequeña tienda de la esquina donde comprábamos bolsas de tofes de un penique, platillos volantes y barritas con sabor a fruta ya no está. En su lugar hay un autoservicio de la cadena Sainsbury’s. Supongo que ni siquiera Arnhill es del todo inmune a los adelantos de la civilización.

Salvo por eso, mis peores temores se ven confirmados. Nada ha cambiado. Por desgracia, el sitio sigue siendo tal como lo recuerdo.

Continúo avanzando con el coche por la calle principal, paso junto a la cutre zona de juegos infantiles y el pequeño parque. En el centro se alza la estatua de un minero, erigida en memoria de los fallecidos en el desastre de 1949 en la mina de carbón de Arnhill.

Dejo atrás los lugares destacados del pueblo y, tras remontar una colina baja, diviso la verja del colegio. Academia Arnhill, lo llaman ahora. Los edificios cuentan con un nuevo revestimiento, y el pabellón de lengua y literatura, desde cuya azotea se precipitó un chaval, ha sido derribado para alojar una zona con bancos. Por más que reboces un zurullo en purpurina, seguirá siendo un zurullo. Si lo sabré yo.

Aparco en una de las plazas para empleados situadas detrás del edificio y me apeo de mi viejo y destartalado Golf. Hay otros dos coches allí, un Corsa rojo y un Saab vetusto. Las escuelas rara vez quedan desiertas durante las vacaciones de verano. Los profesores tienen que planificar las clases, diseñar la decoración de las aulas o supervisar intervenciones. Y, de vez en cuando, se presentan a entrevistas.

Cierro el coche con el mando y camino hasta la recepción, intentando no cojear. Hoy me duele la pierna, en parte por conducir, en parte por el estrés de estar aquí. Algunas personas padecen migrañas; yo sufro algo equivalente en mi pierna mala. En realidad, debería llevar bastón, pero lo detesto. Me hace sentir como un inválido. La gente me mira con compasión. Deberían guardársela para alguien que la merezca.

Con un ligero gesto de dolor, subo los escalones hasta la puerta principal. Una placa brillante en el dintel reza: «Bueno, mejor, supremo. No descanses un momento, hasta que lo bueno sea mejor, y lo mejor, supremo».

Una máxima de lo más inspiradora. Pero no puedo dejar de pensar en la alternativa que plantea Homer Simpson: «Hijos, os habéis esforzado y ¿para qué? Para hacer el ridículo. La moraleja es: no os esforcéis».

Pulso el botón del portero automático, instalado junto a la puerta. Se oyen unas crepitaciones y me inclino hacia delante para hablarle al micrófono.

—Vengo a ver al señor Price.

Suenan más crepitaciones, un pitido estridente de acoplamiento y luego un zumbido. Frotándome la oreja, empujo la puerta para abrirla y entro.

La primera impresión que recibo es el olor. Cada escuela desprende el suyo propio. Los colegios modernos huelen a desinfectante y limpiador de pantallas. Los de pago huelen a tiza, parquet y dinero. La Academia Arnhill apesta a hamburguesas rancias, pastillas de inodoro y hormonas.

—¿Hola?

Una mujer de aspecto austero, cabello cano muy corto y gafas echa un vistazo desde detrás del cristal de la recepción.

¿La señorita Grayson? No lo creo. Ya se habrá jubilado a estas alturas, ¿no? Entonces lo veo: el lunar abultado en el mentón, del que brotan unos pelos negros, como siempre. «Madre mía.» Pues sí que es ella. Lo que, sin duda, significa que, en aquel entonces, cuando yo creía que era de la época de los dinosaurios, debía de tener... ¿qué, cuarenta años? Mi edad de ahora.

—Vengo a ver al señor Price —repito—. Soy Joe. El señor Thorne.

Espero alguna señal de reconocimiento. Nada. Por otro lado, ha transcurrido mucho tiempo y ella ha visto a un montón de alumnos cruzar esa puerta. Ya no soy el mismo chico flacucho con un uniforme demasiado grande y que pasaba junto a la recepción a toda prisa, desesperado por no oírla bramar su nombre y reñirlo por no haberse remetido la camisa por dentro del pantalón o por llevar unas zapatillas que infringían la normativa del colegio.

En el fondo, la señorita Grayson no era tan mala. Yo a veces veía en su pequeño despacho a algunos de los críos más débiles y tímidos. Ella les ponía tiritas en las rodillas peladas cuando la enfermera de la escuela no estaba, dejaba que se quedaran un rato ahí sentados, bebiéndose un refresco sin burbujas mientras aguardaban a que los recibiera un profesor, o ayudándola a archivar papeles, lo que fuera con tal de distraerse un poco de los tormentos del patio. Era como un pequeño refugio para ellos.

Aun así, la mujer daba miedo.

Me doy cuenta de que sigue dándome miedo. Exhalando un suspiro —de una manera que deja claro que les estoy haciendo perder el tiempo a ella, a la escuela y a mí mismo—, coge el teléfono. Me pregunto por qué ha venido hoy. No forma parte del personal docente. Por otro lado, en realidad no me sorprende. De niño, era incapaz de imaginar a la señorita Grayson fuera de la escuela. Era una pieza de la estructura. Omnipresente.

—¿Señor Price? —vocifera—. Tengo aquí a un tal señor Thorne, que ha venido a verlo. De acuerdo. Sí. Bien. —Cuelga el teléfono—. Enseguida viene.

—Genial, gracias.

Devuelve la atención a su ordenador, ignorándome. No me ofrece un té o un café. Ahora mismo, todas mis neuronas piden a gritos un chute de cafeína. Me siento en una silla de plástico, intentando no parecer un alumno descarriado a quien han enviado a ver al director. Noto punzadas en la rodilla. Me la cubro con las manos entrelazadas y masajeo discretamente la articulación con los dedos.

Veo por la ventana a unos chicos sin uniforme que hacen el tonto cerca de la verja del colegio. Beben Red Bull a grandes tragos y se ríen de algo que ven en sus teléfonos móviles. Me embarga una sensación de déjà vu. Vuelvo a tener quince años y me encuentro junto a la misma verja, bebiendo a morro de una botella de Panda Cola y entreteniéndome con... ¿Con qué pasábamos el rato y nos reíamos antes de que hubiera teléfonos inteligentes? Con ejemplares de la publicación quincenal de música pop Smash Hits y revistas porno robadas, supongo.

Aparto la mirada y la bajo hacia mis botas. El cuero está un poco raspado. Debería haberles dado betún. Necesito un café con urgencia. Estoy a punto de rendirme y pedir que me traigan algo de beber de una maldita vez cuando oigo el chirrido de unos zapatos sobre linóleo pulido, y la puerta de dos hojas del pasillo principal se abre de golpe.

—¿Joseph Thorne?

Me pongo de pie. Harry Price es todo lo que había imaginado e incluso menos. Cincuentón, flaco y de aspecto escurrido, lleva un traje sin forma y mocasines. Tiene el cabello cano y ralo, peinado hacia atrás desde un rostro que en todo momento parece a punto de recibir alguna noticia terrible. Un aire de cansada resignación lo envuelve como un olor a loción barata.

Esboza una sonrisa torcida y con manchas de nicotina. Lo que me recuerda que no me he fumado un solo cigarrillo desde que salí de Manchester. Esto, junto con el mono de cafeína, me provoca ganas de apretar los dientes hasta que se me quiebren.

En vez de eso, tiendo la mano y le devuelvo una sonrisa que espero que parezca agradable.

—Un placer conocerlo.

Noto que me examina con un vistazo rápido. Le saco unos cinco centímetros de estatura. Voy bien afeitado. Llevo un buen traje, bastante caro cuando era nuevo. Tengo el pelo negro, aunque un poco entreverado de gris últimamente. Ojos oscuros algo inyectados en sangre. La gente me comenta que tengo un rostro franco. Lo que solo demuestra lo poco que sabe la gente.

Me estrecha la mano con firmeza.

—Mi despacho está por aquí.

Me ajusto la mochila a los hombros, y, tratando de forzar la pierna mala para que camine como es debido, sigo a Harry hasta su despacho. Comienza la función.

—La verdad es que la carta de recomendación de su jefe anterior lo deja por las nubes.

Menos mal. La escribí yo mismo.

—Gracias.

—De hecho, todo en su solicitud resulta de lo más impresionante. —Las trolas son una de mis especialidades—. Sin embargo... —Ya estamos—. Ha pasado un período muy largo sin ejercer. Más de doce meses.

Extiendo el brazo hacia el café flojo y lechoso que la señorita Grayson por fin ha traído y dejado con un gesto violento delante de mí en el escritorio. Bebo un sorbo y me esfuerzo por no hacer una mueca.

—Ya, bueno, eso fue deliberado. Decidí que quería tomarme un año sabático. Llevaba quince años dando clases. Había llegado el momento de buscar aires nuevos. Pensar sobre mi futuro, decidir hacia dónde encaminar mis pasos.

—¿Le importa si le pregunto a qué se dedicó durante ese año sabático? Su currículum es un poco vago al respecto.

—A impartir alguna que otra clase particular y realizar labores comunitarias. Di clases en el extranjero durante un tiempo.

—¿De veras? ¿Dónde?

—En Botsuana.

¿Botsuana? ¿De dónde narices he sacado eso? Creo que no sería capaz ni de señalarlo en un condenado mapa.

—Qué loable.

E imaginativo.

—No todos mis motivos eran altruistas. Hace mejor tiempo allí.

Los dos nos reímos.

—¿Y ahora quiere volver a trabajar como profesor a tiempo completo?

—Estoy preparado para esta nueva etapa de mi vida, sí.

—En ese caso, lo siguiente que quiero preguntarle es: ¿por qué quiere trabajar aquí, en la Academia Arnhill? A juzgar por su currículum, sería lógico que tuviera usted una variedad de colegios donde elegir.

A juzgar por mi currículum, seguramente deberían concederme el Premio Nobel de la Paz.

—Bueno —digo—. Soy un chico de Arnhill. Me crie aquí. Supongo que me gustaría devolverle algo a la comunidad.

Visiblemente incómodo, revuelve unos papeles que tiene sobre el escritorio.

—¿Está al tanto de las circunstancias por las que la plaza quedó vacante?

—Leí la noticia.

—¿Y qué opina al respecto?

—Fue algo trágico. Terrible. Pero una tragedia no tiene por qué perjudicar el buen nombre de todo un colegio.

—Me alegro de oírle decir eso.

Me alegro de haber ensayado la respuesta.

—Aunque, por otra parte —añado—, comprendo que aún estén ustedes muy afectados.

—La señorita Morton era una profesora muy popular.

—No me cabe duda.

—En cuanto a Ben, en fin, era un alumno muy prometedor.

Noto una opresión en la garganta, aunque muy ligera. Con el tiempo, he aprendido a endurecerme. Pero, por un momento, me toca la fibra. Una vida que prometía mucho. Pero la vida no es más que eso: una promesa. No una garantía. Nos gusta creer que tenemos nuestro cubierto dispuesto en la mesa en el futuro, cuando en realidad solo contamos con una reserva. La vida puede ser cancelada en cualquier momento, sin previo aviso, sin reembolsos, sin importar lo lejos que hayamos llegado en nuestro viaje. Incluso aunque apenas hayamos tenido tiempo de contemplar el paisaje.

Como Ben. Como mi hermana.

Me percato de que Harry sigue hablando.

—Obviamente, es una situación delicada. Han surgido preguntas. ¿Cómo es posible que el colegio no cayera en la cuenta de que uno de sus profesores sufría un desequilibrio mental? ¿Corrían peligro los alumnos?

—Ya veo.

Lo que veo es que a Harry le preocupa más su puesto y su colegio que el pobre Benjamin Morton, a quien le machacó la cara la única persona en su vida que habría debido estar ahí para protegerlo.

—Lo que quiero decir es que tengo que ser cuidadoso a la hora de elegir a su sustituto. Es importante contar con la confianza de los padres.

—Por supuesto. Y si tiene un candidato mejor, lo entenderé perfectamente.

—No he dicho eso.

No tiene un candidato mejor. Me juego el huevo derecho a que no. Además, soy un buen profesor (en general). Lo cierto es que la Academia Arnhill es una birria de colegio, con resultados mediocres y una reputación más bien pobre. Él lo sabe. Yo lo sé. Conseguir que un profesor aceptable trabaje aquí resultaría más difícil que encontrar un oso que no cague en el bosque, sobre todo en las presentes «circunstancias».

Decido meter un poco más el dedo en la llaga.

—¿Le importa si le soy sincero? —Siempre viene bien decir esta frase cuando uno no alberga la menor intención de serlo—. Sé que la Academia Arnhill tiene problemas. Por eso quiero trabajar aquí. No intento seguir el camino fácil; al contrario, busco un reto. Conozco a estos chicos porque fui uno de ellos. Conozco a la comunidad. Sé muy bien a quién y a qué me atengo. No me asusta. De hecho, creo que descubrirá usted que me asustan muy pocas cosas.

Me doy cuenta de que me lo he metido en el bolsillo. Se me dan bien las entrevistas. Sé lo que la gente quiere oír. Y, lo que es más importante, sé distinguir cuándo están desesperados.

Harry se retrepa en su silla.

—Bueno, creo que no tengo ninguna pregunta más.

—Bien. En fin, ha sido un placer conocerlo.

—Ah, en realidad, hay una última cuestión.

«Vamos, no me jodas.»

—¿Cuándo empieza? —inquiere con una sonrisa.

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Tres semanas después

Hace frío en la casa de campo. Es esa clase de frío que viene de serie en las viviendas que llevan un tiempo cerradas y desocupadas. El tipo de frío que te cala hasta los huesos y que no consigues sacarte del cuerpo ni aun poniendo la calefacción al máximo.

Además, apesta. A desuso, pintura barata y humedad. Las fotos de la página web no le hacían justicia. Destilaban una especie de encanto desaliñado. Un abandono pintoresco. En la vida real, el sitio resulta mucho más deprimente y desvencijado. Tampoco es que pueda darme el lujo de ser tiquismiquis. En algún lugar tengo que vivir, e incluso en un pueblo de mala muerte como Arnhill, esta casita es lo único que puedo permitirme.

Esa no es la única razón por la que la escogí, por supuesto.

—¿Todo bien?

Me vuelvo hacia el joven engominado que aguarda vacilante en el umbral. Mike Belling, de la agencia inmobiliaria Belling and Co., no es de por aquí. Viste y habla demasiado bien. Se nota que está ansioso por regresar a su oficina en el centro de la ciudad para limpiarse la mierda de vaca de sus relucientes zapatos negros de cuero calado.

—No es exactamente lo que esperaba.

Su sonrisa flaquea.

—Bueno, tal como dejamos claro en la descripción de la finca, se trata de una casa de campo de estilo tradicional, sin muchas comodidades modernas, y lleva un tiempo desocupada.

—Supongo —murmuro con aire dubitativo—. ¿Dice que la caldera está en la cocina? Creo que la encenderé para que esto se vaya calentando. Gracias por acompañarme.

El hombre se queda donde está, incómodo.

—Una cosa más, señor Thorne.

—¿Sí?

—El cheque de la fianza...

—¿Qué pasa con él?

—Sin duda se trata de un error, pero aún no lo hemos recibido.

—¿En serio? —Sacudo la cabeza—. El correo funciona cada día peor, ¿no?

—Bueno, por eso preferimos las transferencias bancarias, pero no hay problema. Si pudiera usted...

—Por supuesto.

Me llevo la mano al bolsillo de la americana y saco mi talonario. Mike Belling me pasa una pluma. Me apoyo en el brazo del sofá y garabateo un cheque. Lo arranco y se lo entrego.

Sonríe. Cuando echa un vistazo al talón, la sonrisa se le borra de la cara.

—Es por quinientas libras. La fianza, más el primer mes de alquiler, suman mil.

—Así es. Pero ahora he visto la casa en persona. —Paseo la mirada alrededor, torciendo el gesto—. Para serle sincero, es un cuchitril. Frío, húmedo y apestoso. Sería una suerte para ustedes que la hubieran invadido unos okupas. Ni siquiera han tenido el detalle de venir a encender la calefacción antes de que yo llegara.

—Me temo que no podemos aceptar esto.

—Pues búsquense otro inquilino. —Farol marcado. Me doy cuenta de que se debate en la duda. Nunca hay que mostrar debilidad—. ¿O a lo mejor es que no pueden? ¿Es posible que nadie quiera alquilar esto por lo que sucedió aquí? Ya sabe, ese pequeño asesinato-suicidio que ha olvidado mencionar.

Se le tensa el rostro, como si alguien le hubiera metido un hierro candente por el culo. Traga en seco.

—Legalmente no estamos obligados a informar a los inquilinos.

—No, pero moralmente no estaría mal, ¿verdad? —Esbozo una sonrisa amable—. Teniendo esto en cuenta, creo que lo mínimo que podrían ofrecerme es un descuento sustancial en la fianza.

Aprieta las mandíbulas. Un leve tic le baila en el ojo derecho. Tiene ganas de responderme con alguna grosería, tal vez incluso de pegarme. Pero no puede, porque entonces perdería su empleo apañadito de veinte mil al año más comisiones, y entonces ¿cómo se compraría esos trajes tan bonitos y esos zapatos negros tan lustrosos?

Dobla el cheque y lo guarda en la carpeta.

—Por supuesto. No hay problema.

No me lleva mucho tiempo deshacer el equipaje. No soy una de esas personas que acumulan trastos porque sí. Nunca he entendido para qué sirven los adornos, y las fotografías me parecen bien para quien tiene familia e hijos, pero yo no tengo ni lo uno ni lo otro. Uso la misma ropa hasta que se gasta y luego me compro otras prendas idénticas.

Hay excepciones a esta regla, claro: dos objetos que he dejado para el final en el fondo de mi pequeña maleta. Uno es una baraja muy gastada. Me la guardo en el bolsillo. Algunos jugadores de cartas llevan encima amuletos de la buena suerte. Yo nunca había creído en la suerte hasta que empecé a perder. Entonces le eché la culpa a la fortuna, a los zapatos que llevaba, a la alineación de los malditos astros. A todo menos a mí mismo. La baraja es mi contratalismán, un recordatorio constante de lo mucho que la cagué.

El otro objeto, más voluminoso, está arropado en papel de periódico. Lo extraigo y lo deposito sobre la cama, con tanta delicadeza como si fuera un bebé de verdad, y procedo a desenvolverlo con cuidado.

Tiene las piernecitas regordetas apuntando hacia arriba, las manos diminutas apretadas a los costados, y el cabello rubio y brillante alborotado en rizos compactos. Los ojos azules de expresión vacía me observan con fijeza. Al menos uno de ellos. El otro baila en su órbita, mirando desde un ángulo extraño, como si hubiera reparado en algo más interesante y no se hubiera molestado en informar a su compañero.

Cojo la muñeca de Annie y la siento encima de la cómoda, desde donde podrá contemplarme con su mirada torcida todos los días y todas las noches.

Dedico el resto de la tarde a hacer un poco de esto y aquello para intentar entrar en calor. La pierna me molesta si paso mucho tiempo sentado. El ambiente frío y húmedo de la casa no mejora mucho las cosas. Los radiadores no parecen funcionar demasiado bien; seguramente habrá alguna bolsa de aire en el circuito.

En el salón hay una estufa de leña pero, por más que busco en la casa y en el pequeño cobertizo del exterior, no encuentro troncos ni astillas para encender el fuego por ninguna parte. Sin embargo, sí descubro en un armario un viejo radiador eléctrico. Cuando lo enciendo, las varillas achicharran una gruesa capa de polvo, y el olor a quemado impregna el aire. Aun así, pienso que despedirá una cantidad decente de calor, si no me electrocuta antes.

A pesar del vago deterioro del lugar, me doy cuenta de que debió de ser una casa familiar acogedora en otra época. El baño y la cocina están cascados, pero limpios. El jardín trasero, alargado y apto para el fútbol, está rodeado de campo abierto. Es un sitio agradable y cómodo en el que un niño puede crecer con seguridad. Lo malo es que eso nunca llegó a ocurrir.

No creo en fantasmas. Mi nana solía decirme «No es de los muertos de quien debes tener miedo, cielo, sino de los vivos».

Casi tenía razón. Pero yo creo que pueden percibirse los ecos de las desgracias pasadas. Dejan una huella en el tejido de nuestra realidad, como una pisada en el cemento. Aunque aquello que dejó el rastro haya desaparecido hace mucho, es imposible borrar la marca que quedó.

Tal vez por eso no he entrado aún en su habitación. No me produce intranquilidad vivir en la casa, pero esta no tiene por qué sentirse tranquila. Un suceso espantoso aconteció entre sus paredes, y los edificios tienen memoria.

No he ido a comprar comida, pero no tengo hambre. Cuando el reloj marque las siete pasadas, abriré una botella de bourbon y me serviré un cuádruple. No puedo utilizar mi portátil porque aún no me he agenciado una conexión a internet. Por el momento, no tengo gran cosa que hacer aparte de quedarme sentado aclimatándome a este nuevo ambiente e intentando ignorar el dolor en la pierna y la leve y conocida sensación de ansia en el estómago. Saco la baraja y la coloco sobre la mesa de centro, pero no la abro. No la tengo por esa razón. En vez de eso, escucho música en mi móvil mientras leo un thriller promocionado hasta en la sopa y que ya he adivinado cómo terminará. Luego me fumo un cigarrillo en la puerta trasera, contemplando el jardín infestado de malas hierbas.

El cielo está más oscuro que un foso en lo más profundo del infierno, sin una sola estrella que brille en la negrura. Había olvidado cómo era la oscuridad en el campo. Llevaba demasiado tiempo viviendo en la ciudad. Allí nunca oscurece como es debido, ni reina tanto silencio como aquí. Los únicos sonidos son mis espiraciones y el ruido del filtro del pitillo cuando lo aplasto.

Me pregunto una vez más por el verdadero motivo de mi regreso. Sí, Arnhill es un punto aislado y casi olvidado en el mapa. Pero habría estado más a salvo en el extranjero, a miles de kilómetros de mis deudas y de la gente que no se toma las rachas perdedoras con deportividad. Sobre todo cuando uno no tiene con qué pagar.

Podría haberme cambiado de nombre, tal vez conseguido un trabajo de camarero en algún chiringuito de playa. Saborear un margarita al anochecer. Pero he elegido venir a este lugar. O tal vez este lugar me ha elegido a mí.

En realidad, no creo en el destino. Pero sí en que la genética determina algunas cosas. Estamos programados para actuar y reaccionar de un modo preestablecido, y eso nos condiciona la vida. Somos tan incapaces de modificar este rasgo como el color de nuestros ojos o la propensión a que nos salgan pecas por el sol.

O a lo mejor esto no es más que una tontería como una casa y una cómoda excusa para evitar asumir la responsabilidad de mis actos. Lo cierto es que siempre supe que algún día iba a regresar. El correo electrónico no hizo más que facilitarme la decisión.

Me llegó a la bandeja de entrada hace casi dos meses. En realidad, me sorprende que no acabara directamente en la carpeta de correo basura.

De: YO1992@hotmail.com

Asunto: Annie

Estuve a punto de borrarlo en el acto. El remitente no me sonaba de nada. Seguramente era un trol, alguien que quería gastarme una broma de pésimo gusto. Hay temas que más valdría dejar enterrados. Nada bueno sale de hurgar en ellos. La única opción sensata era borrar el mensaje, vaciar la papelera y olvidarme de ello.

Una vez tomada esa decisión, hice clic en Abrir.

Sé lo que le pasó a tu hermana. Está volviendo a pasar.

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3

Los padres no deberían tener favoritos. Es otra de esas tonterías que dice la gente. Claro que los padres tienen favoritos. Así funciona la naturaleza humana. Es algo que se remonta a la época en que no sobrevivían todos los vástagos. Se favorecía al polluelo más fuerte. De nada servía encariñarse con los que tenían menos posibilidades de salir adelante. Además, seamos francos: algunos hijos son más fáciles de querer que otros.

Annie era la favorita de mis padres. Era comprensible. Ella nació cuando yo tenía siete años. Mi etapa de bebé adorable había quedado muy atrás. Me había convertido en un niño serio y flaco que siempre tenía costras en las rodillas y mugre en el pantalón corto. Mi aspecto ya no despertaba ternura. Ni siquiera lo compensaba echando pachangas en el parque o mostrando interés por ir a ver un partido del Forest con mi padre. Prefería quedarme en casa leyendo cómics o jugando con el ordenador.

Esto decepcionaba a mi padre e irritaba a mi madre. «Sal ahí fuera de una maldita vez y respira un poco de aire fresco», me reñía. Ya a mis siete años el aire fresco me parecía sobrevalorado, pero obedecía de mala gana y acababa inevitablemente cayéndome dentro o encima de algo, por lo que regresaba sucio a casa, donde recibía otra reprimenda a gritos.

No era de extrañar que mis padres anhelaran otra criatura: una niñita mona a la que pudieran vestir de encaje rosa y hacer arrumacos sin que pusiera mala cara e intentara zafarse de ellos.

En aquel entonces yo no era consciente de que mis padres llevaban un tiempo intentando tener un bebé. Darme un hermanito o hermanita. Como si me hicieran una especie de regalo o favor especial. Yo no estaba muy seguro de necesitar un hermano o hermana. Ellos ya me tenían a mí. En mi opinión, otro hijo habría supuesto un exceso inútil.

Seguí sin estar muy convencido después de que Annie naciera. Era una extraña masa amorfa rosa y encogida con un rostro de aspecto blanducho, como el de un extraterrestre. Al parecer no sabía hacer otra cosa que dormir, cagar y llorar. Sus agudos berridos no me dejaban dormir por las noches, así que me quedaba tumbado en la cama contemplando el techo y deseando que mis padres me hubieran comprado un perro o al menos un pez de colores.

Permanecí en un estado de apatía durante los primeros meses, sin sentir un cariño o una aversión especiales hacia mi hermana pequeña. En los momentos en que me hacía gorgoritos o me apretaba el dedo hasta que parecía que se me amorataba, me quedaba igual, incluso cuando mi madre soltaba grititos de gusto y le chillaba a mi padre: «Ve a por la maldita cámara, Sean».

Si Annie me seguía a gatas o tocaba mis cosas, yo apretaba e

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