Dispara, yo ya estoy muerto

Julia Navarro

Fragmento

1

Jerusalén, época actual

«Hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando.» Aquella frase de Mohamed Ziad la había atormentado desde el mismo instante en que la había escuchado de labios de su hijo Wädi Ziad. No podía dejar de pensar en aquellas palabras mientras conducía bajo un sol implacable que doraba las piedras del camino. El mismo color dorado de las casas que se apiñaban en la nueva ciudad de Jerusalén construidas con esas piedras engañosamente suaves, pero duras como las rocas de las canteras de donde habían sido arrancadas.

Conducía despacio dejando que su mirada vagara por el horizonte donde las montañas de Judea se le antojaban cercanas.

Sí, iba despacio aunque tenía prisa; sin embargo, necesitaba saborear aquellos instantes de silencio para evitar que las emociones la dominaran.

Dos horas antes no sabía que iba a emprender el camino que la llevaría hacia su destino. No es que no estuviera preparada. Lo estaba. Pero a ella, que le gustaba planear hasta el último detalle de su vida, le había sorprendido la facilidad con que Joël había conseguido la cita. No le había costado ni una docena de palabras.

—Ya está, te recibirá a mediodía.

—¿Tan pronto?

—Son las diez, tienes tiempo de sobra, no está muy lejos. Te lo señalaré en el mapa, no es complicado llegar.

—¿Conoces bien el lugar?

—Sí, y también los conozco a ellos. La última vez que estuve allí fue hace tres semanas con los de Acción por la Paz.

—No sé cómo se fían de ti.

—¿Y por qué no iban a fiarse? Soy francés, tengo buenos contactos, y las almas cándidas de las ONG necesitan quien les oriente por los líos burocráticos de Israel, alguien que les tramite los permisos para cruzar a Gaza y Cisjordania, que consiga una entrevista con algún ministro ante el que protestar por las condiciones en que viven los palestinos; les proporciono camiones a buen precio para trasladar la ayuda humanitaria de un lugar a otro… Mi organización hace un buen trabajo. Tú puedes dar fe de ello.

—Sí, vives de los buenos sentimientos del resto del mundo.

—Vivo de prestar un servicio a los que viven de la mala conciencia de los demás. No te quejes, no hace ni un mes que os pusisteis en contacto con nosotros, y en ese tiempo te he conseguido citas con dos ministros, con parlamentarios de todos los grupos, con el secretario de la Histadrut, facilidades para entrar en los Territorios, te has podido entrevistar con un montón de palestinos… Llevas cuatro días aquí y ya has cumplido con la mitad del programa que tenías previsto.

Joël miró con fastidio a la mujer. No le caía bien. Desde que la recogió en el aeropuerto cuatro días atrás había notado su tensión, su incomodidad. Le molestaba la distancia que ponía entre ellos al insistir en que la llamara señora Miller.

Ella le sostuvo la mirada. Tenía razón. Había cumplido. Otras ONG utilizaban sus servicios. No había nada que Joël no pudiera conseguir desde esa oficina con vistas de la Vieja Jerusalén a lo lejos. Con él trabajaban su mujer, que era israelí, y cuatro jóvenes más. Dirigía una empresa de servicios muy apreciada por las ONG.

—Te diré algo de ese hombre: es una leyenda —dijo Joël.

—Hubiese preferido hablar con su hijo, es lo que te pedí.

—Pero está de viaje en Estados Unidos invitado por la Universidad de Columbia para participar en un seminario, y cuando regrese, tú ya te habrás ido. No tienes al hijo, pero tienes al padre; créeme cuando te digo que ganas con el cambio. Es un viejo formidable. Tiene una historia…

—¿Tanto le conoces?

—En ocasiones los del ministerio les envían a la gente como tú. Es una «paloma», todo lo contrario que su hijo.

—Precisamente por eso me interesa hablar con Aarón Zucker, porque es uno de los principales líderes de la política de asentamientos.

—Ya, pero el padre es más interesante —insistió Joël.

Se quedaron en silencio para evitar una de esas absurdas discusiones en las que se enzarzaban. No habían congeniado. Él la encontraba exigente; ella sólo veía su cinismo.

Y ahora estaba ya de camino. Cada vez se sentía más tensa. Había encendido un cigarrillo y aspiraba el humo con fruición mientras fijaba la mirada en aquella tierra ondulada en la que a ambos lados de la carretera parecían trepar unos cuantos edificios modernos y funcionales. No había cabras, pensó dejándose llevar por la imagen bíblica, pero ¿por qué habría de haberlas? No quedaba sitio para las cabras junto a aquellas moles de acero y cristal que eran la enseña de la prosperidad de la moderna Israel.

Unos minutos más tarde salió de la autopista y enfiló una carretera que llevaba hacia un grupo de casas situadas sobre una colina. Aparcó el coche delante de un edificio de piedra de tres plantas idéntico a otros que se alzaban sobre un terreno rocoso; desde allí, los días despejados, se alcanzaba a ver las murallas de la Ciudad Vieja.

Apagó el cigarrillo en el cenicero del coche y respiró hondo.

Aquel lugar parecía una urbanización burguesa, como tantas otras. Casas de varios pisos, rodeadas de jardines ocupados por columpios y toboganes para los niños y coches alineados junto a aceras impolutas. Se respiraba tranquilidad, seguridad. No le costaba imaginar cómo eran las familias que vivían ahora dentro de aquellas casas, aunque sabía cómo había sido ese lugar décadas atrás. Se lo habían contado algunos viejos palestinos con la mirada perdida en los recuerdos de aquellos días en los que eran ellos quienes vivían en ese pedazo de tierra porque aún no habían llegado los otros, los judíos.

Subió las escaleras. Apenas apretó el timbre, la puerta se abrió. Una mujer joven que no tendría ni treinta años la recibió sonriente. Vestía de manera informal, con pantalones vaqueros, una camiseta amplia y zapatillas deportivas. Su aspecto era igual al de tantas otras jóvenes, pero habría destacado entre miles por su franca sonrisa y su mirada cargada de bondad.

—Pase, la estábamos esperando. Usted es la señora Miller, ¿verdad?

—Así es.

—Soy Hanna, la hija de Aarón Zucker. Siento que mi padre esté de viaje, pero como insistieron tanto desde el ministerio, mi abuelo la atenderá.

Del minúsculo recibidor pasaron a un salón amplio y luminoso.

—Siéntese, avisaré a mi abuelo.

—No hace falta, aquí estoy. Soy Ezequiel Zucker —dijo una voz procedente del interior de la casa. Un instante después apareció un hombre.

La señora Miller clavó su mirada en él. Era alto, tenía el cabello cano y los ojos de color gris; a pesar de la edad, parecía ágil.

Le estrechó la mano con fuerza y la invitó a tomar asiento.

—Así que quería usted ver a mi hijo…

—En realidad quería conocerlos a los dos, aunque sobre todo a su hijo puesto que es uno de los principales impulsores de la política de asentamientos…

—Sí, y es tan convincente que el ministerio le e

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