Retrato en sepia

Isabel Allende

Fragmento

cap-1

PRIMERA PARTE
1862-1880

Vine al mundo un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abuelos maternos, en San Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa de madera jadeaba mi madre montaña arriba con el corazón valiente y los huesos desesperados para abrirme una salida, en la calle bullía la vida salvaje del barrio chino con su aroma indeleble a cocinería exótica, su torrente estrepitoso de dialectos vociferados, su muchedumbre inagotable de abejas humanas yendo y viniendo deprisa. Nací de madrugada, pero en Chinatown los relojes no obedecen reglas y a esa hora empieza el mercado, el tráfico de carretones y los ladridos tristes de los perros en sus jaulas esperando el cuchillo del cocinero. He venido a saber los detalles de mi nacimiento bastante tarde en la vida, pero peor sería no haberlos descubierto nunca; podrían haberse extraviado para siempre en los vericuetos del olvido. Hay tantos secretos en mi familia, que tal vez no me alcance el tiempo para despejarlos todos: la verdad es fugaz, lavada por torrentes de lluvia. Mis abuelos maternos me recibieron conmovidos —a pesar de que según varios testigos fui un bebé horroroso— y me pusieron sobre el pecho de mi madre, donde permanecí acurrucada por unos minutos, los únicos que alcancé a estar con ella. Después mi tío Lucky me echó su aliento en la cara para traspasarme su buena suerte. La intención fue generosa y el método infalible, pues al menos durante estos primeros treinta años de mi existencia, me ha ido bien. Pero, cuidado, no debo adelantarme. Esta historia es larga y comienza mucho antes de mi nacimiento; se requiere paciencia para contarla y más paciencia aún para escucharla. Si por el camino se pierde el hilo, no hay que desesperar, porque con toda seguridad se recupera unas páginas más adelante. Como en alguna fecha debemos comenzar, hagámoslo en 1862 y digamos, al azar, que la historia empieza con un mueble de proporciones inverosímiles.

La cama de Paulina del Valle fue encargada a Florencia, un año después de la coronación de Víctor Emanuel, cuando en el nuevo Reino de Italia aún vibraba el eco de las balas de Garibaldi; cruzó el mar desarmada en un transatlántico genovés, desembarcó en Nueva York en medio de una huelga sangrienta y fue trasladada a uno de los vapores de la compañía naviera de mis abuelos paternos, los Rodríguez de Santa Cruz, chilenos residentes en los Estados Unidos. Al capitán John Sommers le tocó recibir los cajones marcados en italiano con una sola palabra: náyades. Ese robusto marino inglés, del cual sólo queda un desteñido retrato y un baúl de cuero muy gastado por infinitas travesías marítimas y lleno de curiosos manuscritos, era mi bisabuelo, como averigüé hace poco, cuando mi pasado comenzó por fin a aclararse, después de muchos años de misterio. No conocí al capitán John Sommers, padre de Eliza Sommers, mi abuela materna, pero de él heredé cierta vocación de vagabunda. Sobre ese hombre de mar, puro horizonte y sal, cayó la tarea de conducir la cama florentina en la cala de su buque hasta el otro lado del continente americano. Debió sortear el bloqueo yanqui y los ataques de los confederados, alcanzar los límites australes del Atlántico, cruzar las aguas traicioneras del estrecho de Magallanes, entrar al océano Pacífico y después de detenerse brevemente en varios puertos sudamericanos, dirigir la proa hacia el norte de California, la antigua tierra del oro. Tenía órdenes precisas de abrir las cajas en el muelle de San Francisco, supervisar al carpintero de a bordo mientras éste ensamblaba las partes como un rompecabezas, cuidando de no mellar los tallados, colocar encima el colchón y el cobertor de brocado color rubí, montar el armatoste en una carreta y mandarlo a paso lento al centro de la ciudad. El cochero debía dar dos vueltas a la Plaza de la Unión y otras dos tocando una campanilla frente al balcón de la concubina de mi abuelo, antes de dejarlo en su destino final, la casa de Paulina del Valle. Debía realizar esta hazaña en plena Guerra Civil, cuando los ejércitos yanquis y los confederados se masacraban en el sur del país y nadie estaba en ánimo de bromas ni de campanitas. John Sommers impartió las instrucciones maldiciendo, porque en los meses de navegación esa cama llegó a simbolizar lo que más detestaba de su trabajo: los caprichos de su patrona, Paulina del Valle. Al ver la cama sobre la carreta dio un suspiro y decidió que sería lo último que haría por ella; llevaba doce años a sus órdenes y había alcanzado el límite de su paciencia. El mueble aún existe intacto, es un pesado dinosaurio de madera policromada; a la cabecera preside el dios Neptuno rodeado de olas espumantes y criaturas submarinas en bajo relieve, mientras a los pies juegan delfines y sirenas. En pocas horas media ciudad de San Francisco pudo apreciar aquel lecho olímpico; pero la querida de mi abuelo, a quien el espectáculo estaba dedicado, se escondió mientras la carreta pasaba y volvía a pasar con su campanilleo.

—El triunfo no me duró mucho —me confesó Paulina muchos años más tarde, cuando yo insistía en fotografiar la cama y conocer los detalles—. La broma se me dio vuelta. Creí que se burlarían de Feliciano, pero se burlaron de mí. Juzgué mal a la gente. ¿Quién iba a imaginar tanta mojigatería? En esos tiempos San Francisco era un avispero de políticos corruptos, bandidos y mujeres de mala vida.

—No les gustó el desafío —sugerí.

—No. Se espera que las mujeres cuidemos la reputación del marido, por vil que sea.

—Su marido no era vil —la rebatí.

—No, pero hacía tonterías. En todo caso, no me arrepiento de la famosa cama, he dormido en ella durante cuarenta años.

—¿Qué hizo su marido al verse descubierto?

—Dijo que mientras el país se desangraba en la Guerra Civil, yo compraba muebles de Calígula. Y negó todo, por supuesto. Nadie con dos dedos de frente admite una infidelidad, aunque lo pillen entre las sábanas.

—¿Lo dice por experiencia propia?

—¡Ojalá fuera así, Aurora! —replicó Paulina del Valle sin vacilar.

En la primera fotografía que le tomé, cuando yo tenía trece años, Paulina aparece en su cama mitológica, apoyada en almohadas de satén bordado, con una camisa de encaje y medio kilo de joyas encima. Así la vi muchas veces y así hubiera querido velarla cuando se murió, pero ella deseaba irse a la tumba con el hábito triste de las carmelitas y que se ofrecieran misas cantadas durante varios años por el reposo de su alma. «Ya he escandalizado mucho, es hora de agachar el moño», fue su explicación cuando se sumió en la invernal melancolía de los últimos tiempos. Al verse cerca del fin se atemorizó. Hizo desterrar la cama al sótano y colocar en su lugar una tarima de madera con un colchón de crin de caballo, para morir sin lujos, después de tanto derroche, a ver si san Pedro hacía borrón y cuenta nueva en el libro de los pecados, como dijo. El susto, sin embargo, no le alcanzó para desprenderse de otros bienes materiales y hasta el último suspiro tuvo entre las manos las riendas de su imperio financiero, para entonces muy reducido. De la bravura de su juventud, poco quedaba al final, hasta la ironía se le fue acabando, pero mi abuela creó su propia leyenda y ningún colchón de crin ni hábito de carmelita podría perturbarla. La cama florentina, que se dio el gusto de pasear p

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