La princesa Paca

Rosa Villacastín
Manuel Francisco Reina

Fragmento

cap-6

1

 

 

 

 

 

Paca no sabía que el amor cambiaba a las personas para siempre. Que podía convertirlas en otros seres y que, incluso, las hacía saltar por encima de sus creencias, de sus ideas, de sus propuestas vitales y de su propia voluntad. Ella era una muchacha de veinticuatro años en medio de un jardín real, donde su padre trabajaba al servicio de un rey niño y donde acabó seducida por el amor de un príncipe. Un amor por el que terminaría siendo la reina del París de la bohemia, aunque tuviera también que huir de las desgracias, de la maledicencia y de la injuria… Pero todas las historias principescas tienen un principio, y ésta no era una excepción…

Francisca Sánchez del Pozo era hija natural de Celestino Sánchez y de Juana del Pozo. Gente humilde y trabajadora de los campos castellanos que se afanaban en sobrevivir en días muy difíciles. Había nacido en Navalsauz, un pueblecito de Ávila, a finales de siglo. Entre sus muchos hermanos la tarea de vivir era complicada. Su pobre madre trabajaba día y noche como una gallina clueca alrededor de sus hijos, no daba abasto para limpiar, cocinar, zurcir, de sol a sol y casi en las tinieblas de la noche. La ayudaban sus hijos mayores, entre ellos la propia Francisca, demasiado responsable desde antes de levantar un palmo del suelo. Celestino, el padre, se deslomaba en las tareas del campo, vigilando cultivos y bestias de haciendas ajenas, así que cuando el diputado Francisco Silvela ofreció a Celestino un trabajo mejor en Madrid éste no se lo pensó y marchó a la capital. Celestino había faenado en las fincas abulenses del aristocrático Silvela, presidente del Consejo de Ministros de la reina María Cristina, y sabiendo éste las estrecheces que pasaba aquel agricultor, en agradecimiento por su lealtad y su pericia con el mundo vegetal, le propuso, dado que no conseguía ganar jornal suficiente en Navalsauz para sacar adelante a su populosa prole, encargarse de los jardines reales en la Casa de Campo de Madrid del rey Alfonso XIII.

España había sufrido la pérdida de sus últimas colonias de ultramar tras la guerra con Estados Unidos, y la independencia de Cuba, además de la forzosa cesión a la potencia norteamericana de Puerto Rico, Guam y Filipinas. El horizonte económico del país resultaba aún más incierto que el costoso escenario de la ruinosa guerra. Muchas vidas se perdieron, además de dinero, barcos, armas y prestigio… No sólo por la pérdida real de poder en el mundo del antaño poderoso reino español, sino por la falta de recursos que venían de aquellas últimas posesiones coloniales: tabaco, caña de azúcar y algodón. Eso se traducía en un empobrecimiento del país, siempre más acusado en los que menos tenían, paganos habituales de las desgracias, y en algo tan intangible como era ese espíritu ceniciento de la desesperanza. La tristeza que produce la derrota, la desolación, es el peor lastre de los países, porque en él se entierran sus esperanzas y su futuro. Ese sentimiento de lo inevitable que arrastra como un plomo la voluntad humana hasta el fondo del océano…

Tiene el azar esas carambolas y, en momentos tan inciertos, en busca de un futuro mejor para su progenie, Celestino, Juana, la joven Francisca y todos sus muchos hermanos se trasladaron a vivir a la capital del reino. Para la familia la vida en Madrid era igual de humilde pero más cómoda. Pertrechados al menos con las mínimas infraestructuras de salubridad pública que una gran capital ofrecía. El sueldo de Celestino no era cuantioso pero daba, eso sí, para mantener mejor a su parentela. El cabeza de familia fue destinado a la Casa de Campo, espacio de solaz ubicado en los aledaños del Palacio Real para uso privado de la familia del rey infante Alfonso XIII. El heredero había nacido tras fallecer su padre, el rey Alfonso XII, con lo que la reina María Cristina se erigió como regente hasta que su hijo fuese mayor de edad apoyándose en Cánovas y Sagasta, o en el propio Silvela, benefactor de la familia Sánchez del Pozo.

Nadie podía pasar por la Casa de Campo sin el permiso de mayordomía, que otorgaba el mayordomo real del rey o de la reina regente María Cristina a los parientes o a los nobles o políticos más cercanos a la Corona. Salvo este reducido grupo que solía usar sus muchas hectáreas para la caza, sólo penetraban en aquellos recintos boscosos o ajardinados trabajadores como Celestino y sus parientes. Paca poseía esta licencia para llevar algún recado o la comida de la hora de descanso que se les concedía para el almuerzo. Entre otras cosas porque vivía dentro, en una casita humilde, un barracón acondicionado con esfuerzo por su madre y ella, como otras familias más de labriegos y guardeses. Tenían permiso los trabajadores de la Casa de Campo y los familiares de éstos para vivir dentro del enorme recinto que se extendía más allá de la ribera del río Manzanares e, incluso, para vender pequeñas cantidades de leña, flores, frutos o miel. También les estaba permitido guardar o usar parte de las explotaciones de leche o mantequilla que se hacía con las bestias que allí se criaban para uso del palacio. Ella misma había vendido ramilletes de flores, pequeños tarros de miel casera o cuajadas en las veladas y verbenas de la ciudad con el fin de sacar algunos céntimos con los que ayudar en la economía doméstica.

Paca era la hija mayor del matrimonio, y por lo tanto la encargada de llevar a su padre la cesta con la comida que preparaba amorosamente su mujer, con un buen trozo de pan y un pellejo de vino. Mientras su padre daba buena cuenta de las viandas con el resto de los jardineros y trabajadores de aquel imponente lugar, ella paseaba, con discreción, por aquel real sitio lleno de pequeños rincones encantadores, de fuentes, casetones y pabellones de caza. En alguna ocasión se había cruzado con el rey Alfonso y su comitiva, con los primos y parientes del rey, o bien con los ministros del reino, que con la costumbre de despachar con la reina regente y de usar sus privilegios cazaban o se solazaban por allí. Algunos usaban el lugar para encuentros furtivos con sus queridas, palabras cuyo completo significado no entendía del todo Francisca pues, aunque ya hacía varios años que era mujer, su despreocupación por los misterios del deseo y la necesidad de trabajar la mantenían bastante alejada de aquella ciencia amatoria. Se les exigía a los trabajadores y familiares de éstos discreción, así que, cuando Paca se cruzaba con la comitiva del rey o la reina, o con algún alto cargo, ella se retiraba. Ya se conocía bien los lugares que solían frecuentar, cercanos a los jardines más domesticados por los parterres, casetones, quioscos de música y pabellones de recreo. Con no acercarse demasiado a los anexos colindantes al palacio, los del Campo del Moro, se mantenían bien las distancias con los parientes reales. En sus paseos se le llenaban los ojos de la luz de aquellos espacios, del color de las hojas según las estaciones, o de los distintos tipos de flores: lirios, madreselvas, pasionarias, jazmines, pensamientos… La mitad de las veces le daban las horas muertas, y ni había almorzado, relajándose por aquellos caminos y engañando el hambre con un puñado de pasas dulces que le regalaba el protector familiar, Francisco Silvela. Las enviaba de los viñedos malacitanos su mujer, Amalia Loring y Heredia, malagueña. A Paca le encantaban aquellas pequeñas pasas, capri

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