Si nunca llego a despertar

Javier Yanes

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Veinticinco años después, Mombasa, Kenia

Desperté. Había logrado escapar de aquella terrible pesadilla.

Mientras el último reguero de mi sueño giraba en remolino hacia el sumidero de los recuerdos olvidados, la única gota que pude atrapar fue la idea de que había luchado por despertarme, como esos personajes de los dibujos animados que se pellizcan para saber si están soñando. Una idea absurda porque, en cualquier caso, los pellizcos también son imaginarios; así que, digo yo, no pueden doler ni por tanto despertar a nadie. En mi caso no recordaba haberme pellizcado, pero sí haber gritado rogando a mi cuerpo inerte que tirara de mi otro yo, el personaje del sueño, para sacarme de aquella cárcel de sábanas en la que estaba sufriendo. ¿Sufriendo qué? De esto no podía acordarme, por más que apretase los párpados como si intentara volver los ojos hacia dentro para convertirlos en focos que pudiesen iluminar, agazapado en un rincón de mi memoria, a algún monstruito verde de mi pesadilla presto a huir renqueando bajo el chorro de luz. No lo conseguí. Solo tuve la certeza de que el argumento de mi sueño me había transportado a otro tiempo y otro lugar, a mi infancia en un pueblo de Madrid, y que me había devuelto a un sentimiento de opresión y angustia que había dejado atrás hacía muchos años. Ciertamente, aquel era un día idóneo para rescatar las viejas bobinas del pasado y correrlas ante la lámpara del proyector para rememorar las imágenes que guardaban. Pero también era un día de pactar deudas, no de saldarlas. Era el día de mi boda.

Sobre el silbido del silencio se arrastraba el claveteo líquido de la ducha. Ella se había levantado antes que yo. Siempre lo había hecho. Años atrás, a menudo me había despertado su violín, que en sus primeros balbuceos chirriaba como el maullido histérico de un gato atropellado bajo las ruedas de un tráiler de cuatro ejes frenando en seco sobre el asfalto requemado por el sol, pero que con su práctica, no tanto por la fuerza de mi costumbre, fue transformándose en un canto sedoso que empolvaba los oídos como un pincel de maquillaje. Me levanté, todavía aturdido por la avalancha de sensaciones del mundo real. La habitación estaba demasiado fresca por el aire acondicionado. Descorrí la cortina, abatí la cristalera y un ariete de calor chorreante me golpeó en el pecho. Salí a la terraza de la habitación, parapetada tras un seto de hibiscos, y me dejé caer en una de las sillas de forja. Durante unos minutos, me limité a tender la vista hacia el mar bajo las estrellas vegetales de los cocoteros y a aspirar el aire meloso esforzándome por distinguir el aroma de las flores, pero las olas de vapor me entupían la nariz y me obligaban a beberme el aire en lugar de respirarlo. De repente, un suimanga, que es como llaman a los primos africanos de los colibríes, sobrevoló los hibiscos a toda prisa, como un minúsculo ejecutivo con corbata de seda chillona apresurándose a ordeñar con su pico larguirucho todas las bolsas de néctar recién abiertas al trajín de la mañana. Al otro lado del reborde florido, poniendo el contrapunto al frenesí del pájaro, un empleado del hotel se derramaba perezosamente senda abajo, con la pachorra típica de la tierra, sin levantar el más mínimo ruido. Cargaba una pila de toallas planchadas y blancas como sus dientes, que lució en una sonrisa al saludarme con un «jambo». Le devolví la cortesía y con un gesto guasón añadió:

Have a nice honeymoon, sir!

Iba a contestar para sacarle de su error, en el mismo momento en que entendí el porqué de su comentario. Detrás de mí, Estela salía a la terraza vestida con un albornoz del hotel. Le sobraba manga por todas partes. Siempre había sido pequeña e incluso el violín al hombro le aparentaba un chelo mal agarrado, hasta que comenzaba a tocarlo y uno se daba cuenta de quién dominaba a quién.

—¡Vaya, me acaban de convertir en tu señora, my darling! —rió mientras me besaba en la mejilla y se sentaba junto a mí con la cabeza envuelta en una toalla—. Mira el caballerete que se ha colado en el baño para espiarme. —Llevaba atrapado en la mano un pequeño geco de color pardo que acariciaba con el dedo. Lo dejó en la mesa y, al inclinarse, el sol de la mañana que rebotaba en el mar le arrancó dos rosetas de fuegos artificiales de sus ojos color alga, idénticos a los de su madre.

—Un geco —informé—. ¿Sabes que se pegan al cristal por fuerzas atómicas? Es increíble, ¿no? El baño les gusta porque allí hay azulejos, y además saben que hay mosquitos esperando a los humanos desnudos. ¿Ha dormido bien mi señora? No me extraña que nos confundan. Mira que empeñarte en que compartiéramos habitación… Seguro que en Alemania tienes por ahí escondido a algún pianista o flautista loco por tus huesos que te habría acompañado hasta aquí encantado. Y en lugar de eso, vienes sola para meterte en el mismo cuarto con el carcamal de tu hermano.

—El carcamal de mi hermano no podía estar solo la noche antes de su boda. Alguien tenía que ayudarte con todo el lío y aguantar tus berrinches de novio histérico.

—Se supone que para eso está la novia, ¿no? Pero va y se empeña en que nos separemos para los preparativos, como si no lleváramos años viviendo juntos en Nairobi.

—La novia hace muy bien. Aunque llevéis años viviendo juntos, esto es distinto. Hasta la hora señalada, tiene que estar con sus padres.

—¿En hoteles separados?

—Pues claro. Es la única manera de evitar el riesgo de que veas a la novia antes de la boda. Está prohibidísimo.

—¿Tú también me vas a decir esa tontería de que trae mala suerte?

—Para la novia, desde luego, más que mala suerte, una desgracia total. Con todos los agobios que la pobre debe de tener ahora, solo le faltaba además tenerte a ti al lado metiéndote hasta en su ropa interior: «Pero ¿todavía estás así? Pues esto te queda mejor de esta otra manera. Pero ¿no te vas a poner el reloj que te regalé?» —recitó con voz burlona—. Y en cuanto a tu comentario, sí, me sé de alguno que se habría apuntado para compartir algo más que habitación conmigo en este paraíso tropical. Pero por desgracia no es el pianista, sino el director de la orquesta. Es más viejo que papá y siempre lleva las uñas negras de mugre, parece mentira que de ellas pueda salir esa magia, porque eso sí, el tío es muy bueno. En cambio, el pianista tiene unos dedos… A ese sí le dejaba yo que me interpretara una toccata a cuatro manos. La pena es que sería toccata y fuga, porque está casado. Tiene un bebé precioso.

—Pero, niña, ¡no puedes hablar así, que eres mi hermana pequeña! ¡Y todavía eres una cría!

Me miró arrugando la nariz mientras se desliaba el turbante de la cabeza para frotarse la melena, tostada como la sabana en estación seca.

—Cómo pasa el tiempo, ¿eh? —susurró—. Parece que ayer todavía estábamos en Torre. Yo saliendo con mis amigas y escondiéndome para que mis

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos