La primera luz de la mañana

Fabio Volo

Fragmento

15 de enero

Me alegro cuando me cuesta encontrar aparcamiento. Últimamente, con tal de no subir enseguida a casa, suelo conversar un buen rato por teléfono con Carla desde el coche. Con ella siempre ha sido así, desde los tiempos del instituto: no necesito explicarle mi estado de ánimo, le basta con oír mi voz para entenderlo todo. Luego salgo del coche, paseo hacia casa y espero que él no haya vuelto todavía, para tener esos pequeños cuartos de hora de soledad que me sientan tan bien. Sin embargo, si sé que ha llegado ya, camino despacio. Cuando entro en casa, trato de ocultar el malestar que llevo dentro. Así, sin percatarme, he aprendido a representar un papel, a fingir, y sobre todo a imitar. Imito la idea de esposa que tengo en la cabeza; imito a mis amigas enamoradas y felices; imito a la casada que era en los primeros tiempos, la que ya no soy capaz de ser. Todo para evitar que él note en mí un desasosiego, un exceso de tristeza. Muchas veces, cuando abro la puerta, tengo miedo de volver a casa sin albergar sentimientos hacia él.

Antes de entrar, siempre respiro hondo y me pongo una máscara. Algunos días tengo la impresión de que se da cuenta cuando finjo y no dice nada. A fuerza de fingir, a veces ya ni siquiera sé cuál es la verdad.

¿Cómo ha podido pasar? Estábamos tan seguros de nuestro amor. Recuerdo como si fuese ayer el día de la boda. Recuerdo los preparativos, la emoción por lo que estábamos haciendo juntos. Siempre había soñado con ese día. En mi cabeza siempre había habido un marido, era lo que siempre había querido. Solo tenía que descubrir quién era.

Había tomado la decisión de casarme aun antes de conocer a Paolo. Siempre había pensado que solo me haría mujer gracias a un marido. Era una mujer feliz, ¿cómo no iba a serlo? Con el matrimonio estaba asegurándome un futuro tranquilo, ahuyentando para siempre el miedo a la soledad. Por eso éramos felices, y no solo nosotros: todos parecían felices. Ahora me pregunto si era una coincidencia o si miraba mi vida con los ojos de ellos.

Todo era claro y níveo como las sábanas de la cama de matrimonio en las que dormiríamos y haríamos el amor el resto de nuestra vida.

En los primeros tiempos estaba entusiasmada, me bastaba con poco para sentirme satisfecha: comprar dos tazones de colores para desayunar, los paños de cocina blancos con ribete azul, un cojín para el sofá, las toallas nuevas para el cuarto de baño.

Quizá todo esto solo estuvo en mi cabeza. Porque, bien mirado, casi nunca usamos muchas de esas cosas, que prácticamente siguen estando como nuevas: el wok, las copas de champán, las tazas japonesas de té, la fondue…

Nuestra casa está llena de velas que no se han encendido nunca. Como nosotros dos. El pabilo aún está blanco.

Antes de casarme imaginaba mi vida con Paolo, imaginaba que hablaba con él todas las noches y le contaba cómo había pasado el día, lo que había hecho y lo que soñaba que hiciéramos juntos. Imaginaba las cenas en casa con amigos, luego las risas de complicidad cuando quitábamos la mesa después de que se fueran. Imaginaba las noches los dos solos en casa viendo una película en el sofá, abrazados bajo el edredón. En la realidad no ocurrió casi nada de lo que había soñado. Cada vez conversábamos menos, hasta tal punto que llegué a convencerme de que cuando dos se quieren no necesitan hablar mucho. Seguramente con el paso del tiempo cuesta menos soportar el silencio que una charla que ya no interesa.

Algunos asuntos acabaron convirtiéndose en tabúes, y así, por miedo a decir las cosas, acabamos diciendo poco. A veces me pregunto si lo que nos ha alejado no habrán sido todas esas cosas no dichas. Las prioridades y las urgencias cambiaron tanto que llegamos a olvidar lo que deseábamos.

Ahora mis días son tristes, sin que se note nada. Él confunde mi tristeza con cansancio.

Ya nada me sorprende: ni Paolo, ni la vida, ni yo misma.

Me pregunto cuándo empezó a disiparse el futuro que había imaginado y adónde fueron a parar los sueños que tenía el día de mi boda.

Quizá exista algo peor que los sueños desaparecidos: no tener ganas de seguir soñando. Nos hemos apagado lentamente, nos hemos aletargado sin darnos cuenta. Primero vaciamos el futuro, luego empezamos a hacer lo mismo con la vida diaria, con el presente. Cuando no consigues lo que quieres, acabas amando lo que puedes.

Mi marido se ha convertido en un hermano, pero a pesar de eso no soy capaz de dejarle. Veo todo lo que no va bien, pero estoy bloqueada. Sueño con despertar y ser otra mujer, que vive una vida distinta de la mía. Pero si lo echara todo a perder, sé que sufriría.

Cuando he leído estas palabras he sentido una ternura infinita. La mujer que las escribió es tan frágil que de inmediato me ha conmovido. He tenido deseos de ir a verla para abrazarla y tranquilizarla. Me gustaría decirle que no se preocupe, que las cosas van a cambiar y le va a ir bien, es más, que ya le va bien, aunque ella todavía no puede saberlo. No sabe que encontrará el camino para salir de esta situación, que no tardará en hallar respuestas a sus preguntas. Todavía no sabe que está a punto de liberarse de todo lo que la ata, la sujeta, la bloquea.

No son simples palabras de esperanza. Cuando leo este diario no imagino el futuro de esa mujer improvisando con optimismo unas previsiones. Lo veo al vivir mi presente.

Porque esa mujer soy yo, hace unos años.

Si pudiese viajar en el tiempo iría a verla, porque recuerdo lo sola que se sentía. No le impediría vivir las experiencias que nos separan, ni siquiera las dolorosas, porque ese dolor también la ha ayudado a crecer. Me sentaría a su lado para que notara mi presencia.

Le tengo cariño a la mujer que fui. Aunque era frágil, nunca fue débil; aunque estaba cansada y agotada, nunca dejó de luchar. Supo resistir. A la mujer que fui tengo que reconocerle varios méritos, muchos: el valor de equivocarse, la voluntad de estar ahí, la responsabilidad de escogerse.

Es la segunda mudanza que hago en mi vida. La tercera, para ser precisos, si cuento la de mi infancia, cuando tenía siete años y mis padres decidieron cambiar de ciudad. Entonces no ayudé mucho, más que nada lloraba.

—Elena, ya verás cómo te gusta la casa nueva… tu cuartito es más grande y cabrán más juguetes —me decía mi madre para tranquilizarme.

—No quiero un cuartito más grande, quiero este, quiero quedarme aquí.

Ayer por la tarde los chicos de la mudanza me dijeron que no me preocupase, que lo harían todo ellos. Me preguntaron cómo tenían que colocar las cosas, pero les contesté que se limitaran a llevar las cajas, que ya me encargaría yo luego.

Carla también se ofreció a ayudarme, pero decidí arreglármelas sola.

Tengo treinta y ocho años y estoy embalando otra vez mi vida. ¿Cuántos cartones me harán falta? ¿Dentro de cuántas cajas cabe mi vida?

«Tengo dos días para hacerlo», me he dicho. «Con calma. Será un fin de semana largo y cansado, pero estoy segura de que lograré embalarlo todo.»

Ayer empecé por la cocina: platos, vasos, cuencos, tazas. Entre hoy y mañana haré el resto.

Acabo de prepararme un café. Mientras lo tomo, camino por las habitaciones. Me impresiona ver las cosas preparadas para ser embaladas, observar las cajas abiertas, pasear por esta casa por última vez.

Estoy a punto de irme de aquí. Y quiero hacerlo sola, en silencio. Quiero salir despacio, consciente de todo, consciente de lo que dejo y emocionada por lo que me espera. Sea lo que sea.

Trato de robar los olores, los sonidos, la luz que se apoya en las paredes. Oír por última vez los ruidos que han acompañado mi existencia en esta casa. Por eso he querido preparar yo sola las cajas, porque quiero plegar mi vida con orden, tocando todos los objetos y viviendo la historia y los recuerdos que evocan.

Cada recuerdo será como la palabra de un relato.

Dejo la taza de café y cojo unos libros de la repisa. Me gusta abrirlos y ver las frases que he subrayado durante estos años. Descubrir qué era lo que me impresionaba, qué sentía, qué andaba buscando, en el fondo.

Mi mudanza empieza desde aquí, desde las páginas de mi diario, desde el relato de quién era yo.

19 de enero

Estoy cansada, harta, me aburro, tenemos que hacer algosigo diciéndole.

Pero él nada. Se comporta como si no hubiera pasado nada, como si todo estuviera tranquilo. La única diferencia es que ya no intenta hacer el amor conmigo. Sabe que le rechazaría, y para no ser rechazado, no lo pide.

¿Cómo se puede desear y amar a un hombre que no se rebela contra nada? En el pasado reaccionaba al revés. Se acercaba y me preguntaba si tenía ganas de hacer el amor con él. Tengo grabada en la memoria la vez que mientras fregaba los platos me dijo:

¿Qué te parece si nos metemos ahí y hacemos el amor?

Pedido en voz alta, así, aunque yo no tuviese muchas ganas, se habría salido con la suya. Cuantas más cosas humillantes hace, cuanto más amable y cumplido es, más reacciono con fastidio y violencia.

Ahora cada vez me cuesta más hacer el amor con él. En el pasado me costaba menos hacerlo que oír ciertos reproches. Al fin y al cabo todo se resolvía en pocos minutos. Me digo una y otra vez que hacer el amor no es fundamental, porque después de tantos años nuestra relación puede contar con otras cosas: el cariño, la complicidad y conocernos como nadie.

28 de enero

Me han entrado unas ganas enormes de viajar, reír, divertirme. Ganas de vivir en un mundo nuevo, distinto del mío. Necesito poder esperar. Necesito amar. No quiero encontrar más excusas para no amar.

A Paolo, en cambio, le sucede lo contrario: trabaja, viene a casa, habla de trabajo, come, ve la televisión y se va a la cama. Parece como si se hubiera apagado, habla poco, por la noche se queda dormido con una cara y por la mañana se levanta con esa misma cara. Vivimos en una rutina que no puede producir ningún resultado distinto. Si hoy no somos felices, mañana tampoco lo seremos. Tengo la sensación de estar consumiendo mi vida mientras espero algo que no ocurrirá jamás.

En estos días he tratado de hablar otra vez con él, de decirle que así no vamos a ninguna parte. Siempre me contesta que no es el momento. Por la mañana porque acaba de despertarse, por la noche porque ha tenido un día duro en el trabajo y le gustaría estar tranquilo por lo menos en casa; en la cama me dice que está cansado y preferiría hablar en otro momento porque si se enfada luego ya no pega ojo.

Mañana hablamos.

Pero ese mañana no llega nunca. Puede que ni yo misma esté tan segura de lo que digo. A mí también me da miedo tocar ciertos temas. Creí tanto en mi relación con Paolo que no quiero aceptar haberme equivocado. Me duele admitir que todos los sacrificios, los llantos y los silencios no han servido para nada. Me cuesta enormemente no haber sido capaz de obtener lo que siempre quise y rendirme a la idea del fracaso. No tengo ganas de oír la frase: «Precisamente vosotros, que hacíais tan buena pareja».

Se cuela dentro de mí la tentación de optar por la renuncia en vez de por la derrota, de fingir que la vida no nos ha alejado silenciosamente. Entonces empiezo a preguntarme si es culpa mía, a lo mejor no sé conformarme, estoy persiguiendo un sueño de perfección que en realidad no se puede alcanzar. En el fondo él es buena persona y yo debería aprender a ser menos exigente, más autónoma en mis emociones, y adaptarme un poco más. Soy yo la equivocada, a Paolo las cosas le van bien así. Parece que a él le basta con que yo esté aquí cuando abre la puerta de casa por la noche.

Trato de pensar que solo es una crisis pasajera. Me acuso de no amar lo suficiente y me prometo amar más, como si todo pudiera arreglarse amando más intensamente. Y entonces, ni yo misma sé de dónde, saco fuerzas y me entrego por completo a la ilusión de convertir la mentira en verdad.

Hace falta mucha energía para inventarse un presente cuando el futuro parece más una amenaza que una esperanza.

Empiezo prestando atención a mi comportamiento, a mis actos, a mis palabras. Hago nuevos planes: un fin de semana, una cena, una receta, un peinado nuevo. Quiero estar segura de haber hecho todo lo posible. Para mantener en pie este matrimonio he llegado al extremo de tener extrañas fantasías. Como pensar que Paolo tiene otra mujer, imaginar que me engaña, para ser capaz de sentir algo todavía.

Durante un tiempo me lo creo y parece que todo funciona. Pero luego basta con un pequeño episodio para que la duda, como una ola gigante, me arrolle. El sábado pasado, por ejemplo, me levanté con la intención de desayunar tranquilamente, en silencio: mantequilla, mermelada, zumo de naranja, café. Cuando llegué a la cocina, Paolo había desmontado la aspiradora rota y había puesto todas las piezas encima de la mesa, sobre papeles de periódico. No dije nada. Preparé la cafetera y fui al cuarto de baño. Luego cogí el café y volví al dormitorio. Estaba molesta pero no tenía ganas de discutir, de modo que me quedé en la cama. Al cabo de un rato él entró y me preguntó si sabía dónde estaba la garantía de la aspiradora. Abrió el armario y rebuscó en una caja. Luego dejó abiertas las puertas del armario y del dormitorio y volvió a la cocina, donde siguió trajinando ruidosamente.

En ese momento pensé que esta vida ya no es para mí. Me sentí como la aspiradora, un montón de piezas que ya no consigo reunir.

Un episodio tan estúpido como el del sábado basta para hacer que desee estar en otra parte. Ya no me reconozco: siempre fui sonriente, alegre, comprensiva; ahora, en cambio, tengo comportamientos de los que me avergüenzo. A veces, cuando discutimos, sé que él tiene razón y que seguramente yo estoy exagerando y soy una puñetera, pero es más fuerte que yo: ya no le soporto. Algunas mañanas, me despierto y ya estoy de mal humor, tengo que saltar enseguida de la cama porque las mantas parecen hechas para sujetarme. Nunca me había pasado eso. Tengo miedo de volverme una mala mujer. En ocasiones me descubro las mismas actitudes que siempre he odiado en mi madre.

No sé qué hacer, no sé cómo salir de esta. Ni siquiera sé si tengo ganas de afrontar todas las dificultades, sentimentales y prácticas, que surgirían si me separo. No saber qué hacer conmigo misma me quita energías y fuerza interior. Me pregunto si podré romper las ataduras que he trabado día tras día. Me falta serenidad para afrontar lo que encontraré si me marcho de aquí.

Necesitaría que alguien me escuchase.

29 de enero

He vuelto a casa después de una difícil jornada de trabajo. Desde que soy directora de marketing, en la empresa he llamado la atención de muchos. La maldad estúpida de ciertas personas me deja sin palabras. A veces me entran ganas de mandarles a todos a tomar viento.

Federica me contó que hoy Binetti estuvo haciendo bromitas alusivas a mí. Insinuaba que el jefe y yo hemos tenido una aventura. No es la primera vez que lo hace.

A la hora de cenar tenía ganas de desahogarme con alguien. Le he contado a Paolo lo que me ha pasado. Necesitaba una voz amiga, que me comprendiera y tranquilizase. Cuántas veces yo también le escucho cuando me cuenta sus problemas en el trabajo… Esta noche me tocaba a mí. Paolo ni siquiera me ha dejado terminar de hablar:

¿Y yo qué quieres que te diga?

Y ha empezado a contarme su jornada, ha comparado mis contrariedades con las suyas y me ha dicho que no debería quejarme, que mis problemas no son nada en comparación con lo que tiene que aguantar él.

No he vuelto a abrir la boca. Me habría gustado que por una vez me escuchase y me dijese algo cariñoso. Habría bastado con un abrazo silencioso. Soy una estúpida por sentirme mal otra vez. Él es así y no va a cambiar nunca.

30 de enero

Esta mañana Federica entró en la oficina muy alterada. Me contó que había salido con un chico con el que llevaba unos días tonteando por teléfono y que habían hecho el amor. Me dijo que nunca había conocido a nadie con esa resistencia. Empezaron a hacer el amor después de cenar, y ella, a eso de las dos, pidió una pausa.

Cuando fui a la cocina a beber agua, me tambaleaba como si se me hubieran descoyuntado las caderas. Me entró miedo.

Nos reímos mucho.

Un tipo como ese no debería andar suelto como si nada. Tendrían que señalarlo con algo, una medallita, una marca en el brazo.

Siempre me río cuando me cuenta sus aventuras, y la complicidad que hemos alcanzado es, sin duda, una de las cosas que me hace ir con ganas a trabajar.

Hoy ha sido una jornada dura, pero la reunión ha salido bien. Lo he bordado: he dirigido de un modo impecable la presentación y he afrontado sin problemas los imprevistos que se han presentado. Para nosotros el lanzamiento de este nuevo producto es muy importante, por eso el jefe ha optado por invertir mucho en la comunicación. Hemos contratado una agencia nueva y desde el principio han demostrado gran profesionalidad. Debo ser sincera: Federica me ha ayudado mucho. Estamos ya muy compenetradas, nos basta con una mirada para entendernos. Cuando hemos salido de la reunión para tomar un café me ha preguntado si había notado cómo me miraba el publicista de la agencia.

Pues sí que estaba yo para fijarme en el que tenía delante con todos los problemas y la tensión de la reunión…

No es verdad, recuerdo muy bien cómo me miraba él ese día, durante la reunión. No sé por qué aquella noche me mentí incluso a mí misma en las páginas del diario. Quizá porque quería mantener la mentira que le dije a Federica:

—No me he dado cuenta. Pero no creo que me mirase como tú dices… estaba sentada enfrente de él, eso es todo.

—Como directora de marketing serás un fenómeno, pero para estas cosas… Mejor, así quizá deje de mirarte y empiece a mirarme a mí. ¡Esta noche también estoy libre! —Y se echó a reír.

Fui al lavabo y no pude dejar de notar lo mal que llevaba el pelo. Luego se reanudó la reunión y yo, condicionada por las palabras de Federica, me di cuenta de que en realidad él me miraba a menudo y también me sonreía.

Era un hombre guapo, pelo negro con las sienes entrecanas, ojos negros. La camisa, la chaqueta y la corbata, impecables, sin una sola arruga. Al terminar la reunión se fue con el resto de sus colaboradores y se despidió de mí en último lugar. Me dio la mano mirándome a los ojos, sin apartar la vista. Me sentí turbada. Esa mirada se me quedó clavada durante horas. Durante todo el día.

Por la noche, cuando volvía a casa en el coche, me sorprendí sonriendo sin motivo. En esa época no estaba acostumbrada a que me mirasen así.

2 de febrero

Lo sé, cuestan un ojo de la cara, pero me gustan. Y además nunca me compro nada. Ahora seguramente, durante algún tiempo, no compraré nada más. Me enamoré de ellos en cuanto los vi en el escaparate, no podía quitármelos de la cabeza. Esta mañana, cuando estaba parada en un semáforo, he visto a una chica con unos parecidos. He decidido quedármelos. Después del trabajo he corrido a la tienda y los he comprado. Lo primero que he hecho al llegar a casa ha sido probármelos. Me quedan de miedo. He ido a enseñárselos a Paolo y le he preguntado si le gustan. De entrada me ha recordado que tengo un armario lleno de zapatos y botas y que debería dejar de tirar el dinero así. Luego ha añadido que son demasiado llamativos para mí. Lo que quiere decir que me los pondré cuando no salga con él.

He ido al dormitorio y me he desvestido. ¿Qué sabrá él de estas cosas? En cuanto se ha puesto a hablar de dinero, me he largado; si me hubiese preguntado por el precio probablemente le habría mentido. Probablemente no, seguro.

Acabo de volverme a mirarlos. Mis nuevos zapatos abiertos son una monada. Qué buena idea he tenido.

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