La dimensión desconocida

Nona Fernández

Fragmento

Lo imagino caminando por una calle del centro. Un hombre alto, delgado, de pelo negro, con unos bigotes gruesos y oscuros. En su mano izquierda trae una revista doblada. La aprieta con fuerza, parece afirmarse de ella mientras avanza. Lo imagino apurado, fumando un cigarrillo, mirando de un lado a otro nervioso, cerciorándose de que nadie lo sigue. Es el mes de agosto. Específicamente la mañana del 27 de agosto de 1984. Lo imagino entrando a un edificio en la calle Huérfanos al llegar a Bandera. Se trata de las oficinas de redacción de la revista Cauce, pero eso no lo imagino, eso lo leí. La recepcionista del lugar lo reconoce. No es la primera vez que él llega a hacer la misma petición: necesita hablar con la periodista que ha escrito el artículo que está en la revista que trae. Me cuesta imaginar a la mujer de la recepción. No logro configurar un rostro claro para ella, ni siquiera la expresión con la que mira a este hombre nervioso, pero sé que desconfía de él y de su urgencia. Imagino que intenta disuadirlo, que le dice que la persona que busca no está, que no vendrá en todo el día, que no insista, que se vaya, que no vuelva, y también imagino, porque eso es lo que me toca en esta historia, que la escena es interrumpida por una voz femenina que, si cierro los ojos, también puedo imaginar mientras escribo.

Usted me está buscando a mí, dice. ¿Qué necesita?

El hombre observa con detalle a la mujer que le ha hablado. Probablemente la conoce bien. Debe haberla visto antes en alguna fotografía. Quizá le hizo algún seguimiento o investigó una ficha con sus antecedentes. Es la mujer que busca. La que ha escrito el artículo que leyó y trae consigo. Lo sabe. Por eso se acerca y le extiende la mano derecha entregándole su tarjeta de identificación como miembro de las Fuerzas Armadas.

Imagino que la periodista no esperaba algo así. Observa la tarjeta desconcertada. Podría agregar: asustada. Andrés Antonio Valenzuela Morales, soldado 1º, carnet de identidad 39.432 de la comuna de La Ligua. Junto a la información una fotografía con el número de registro 66.650, que no imagino, que leo aquí, en el testimonio que la misma periodista escribió tiempo después.

Quiero hablarle de cosas que yo he hecho, le dice el hombre mirándola a los ojos e imagino un leve temblor en su voz en el momento de pronunciar estas palabras que no son imaginadas. Quiero hablarle de desaparecimiento de personas.

La primera vez que lo vi fue en la portada de una revista. Era una revista Cauce, de esas que leía sin entender quiénes eran los protagonistas de todos esos titulares que informaban atentados, secuestros, operativos, crímenes, estafas, querellas, denuncias y otros escabrosos sucesos de la época. «Presunto autor de bombazo era jefe local de la CNI», «Degollados siguen penando en La Moneda», «Así tramaron matar a Tucapel Jiménez», «La DINA habría ordenado fusilamientos de Calama». Mi lectura del mundo a los trece años era delineada por las páginas de esas revistas que no eran mías, que eran de todos, y que circulaban de mano en mano entre mis compañeros del liceo. Las imágenes que aparecían en cada ejemplar iban armando un panorama confuso donde nunca lograba hacerme el mapa de la totalidad, pero en el que cada detalle oscuro me quedaba rondando en algún sueño.

Recuerdo una escena inventada. Yo misma la imaginé a partir de la lectura de un artículo. En la portada aparecía el dibujo de un hombre sentado en una silla con los ojos vendados. A su lado un agente lo interrogaba bajo un gran foco de luz. En el interior de la revista venía una especie de catálogo con las formas de tortura registradas hasta ese momento. Ahí leí testimonios de algunas víctimas y vi gráficos y dibujos salidos como de un libro medieval. No recuerdo el detalle de todo, pero tengo claridad del relato de una joven de dieciséis años que contaba que en el centro de detención en el que estuvo le habían sacado la ropa, embetunado el cuerpo con excremento y encerrado en un cuarto oscuro lleno de ratas.

No quise hacerlo, pero inevitablemente imaginé ese cuarto oscuro lleno de ratas.

Soñé con ese lugar y desperté de ese sueño muchas veces.

Ahora mismo no termino de espantarlo y quizá por eso lo escribo aquí como una forma de sacármelo de encima.

Como parte de ese mismo sueño, o quizá de otro parecido, heredé al hombre que imagino. Un hombre común y corriente, como cualquiera, sin nada particular, salvo esos bigotes gruesos que, por lo menos a mí, me llamaron la atención. Su rostro en la portada de una de esas revistas y sobre su foto un titular en letras blancas que decía: YO TORTURÉ. Abajo otra frase en la que podía leerse: PAVOROSO TESTIMONIO DE FUNCIONARIO DE LOS SERVICIOS DE SEGURIDAD. En el interior venía una separata en la que se publicaba una larga y exclusiva entrevista. En ella el hombre hacía un recorrido por todo su paso como agente de inteligencia, desde que era un joven conscripto de la Fuerza Aérea hasta el momento mismo en el que llegó a dar su testimonio a la revista. Eran hojas y hojas con información detallada sobre lo que había hecho, con nombres de agentes, de prisioneros, de delatores, con direcciones de centros de detención, con la ubicación de lugares donde se enterraron cuerpos, con la especificidad de métodos de tortura, con el relato de muchos operativos. Páginas color celeste, lo recuerdo bien, en las que entré por un momento a una especie de realidad paralela, infinita y oscura, como ese cuarto con el que soñaba. Un universo inquietante que intuíamos ahí afuera, escondido más allá de los límites del liceo y de nuestras casas, en el que todo ocurría bajo una lógica pauteada por las reglas del encierro y las ratas. Una historia de terror contada y protagonizada por un caballero común y corriente, parecido al profe de ciencias naturales, así pensamos, con ese bigote igual de grueso sobre su boca. El hombre que torturaba no hablaba de ratas en la entrevista, pero perfectamente podía ser el domador de todas ellas. Supongo que eso imaginé. A un encantador de ratones interpretando una melodía que obligaba a seguirlo, que no dejaba otra alternativa más que avanzar en fila y entrar a ese lugar perturbador en el que habitaba. No parecía un monstruo o un gigante malévolo, tampoco un psicópata del que había que huir. Ni siquiera se veía como esos carabineros que con bototos, casco y escudo, nos daban de lumazos en las manifestaciones callejeras. El hombre que torturaba podía ser cualquiera. Incluso nuestro profesor del liceo.

La segunda vez que lo vi fue veintic

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