Viaje al interior de una gota de sangre

Daniel Ferreira

Fragmento

La hora de las sombras largas

La carretera es plana, amarilla, polvorienta, paralela al río, y el sol se pone en la distancia. Es la hora de las sombras largas. Dos carros avanzan por la ruta y levantan a su paso el manto de polvo sediento que cubre las hojas de hierba. Pasan junto a los balancines herrumbrados de la petrolera y disminuyen la velocidad al encontrarse de frente con el primer búfalo que arrastra la yunta. A cien metros, una valla desvencijada indica el desvío: «Cultivadores de Palma de Aceite, cuidado, ingreso y salida de animales». Los dos carros tratan de sobrepasar al búfalo, pero enseguida deben detenerse porque la parsimonia de un escuadrón de bisontes de cuernos deprimidos que avanzan en sentido contrario con carretas cargadas de mil kilos de corozo africano les bloquea el camino. Una alerta dada por radio, desde el primer vehículo, dispone a los ocupantes de la camioneta que va a la zaga:

—Preparar operativo, erre, preparar operativo, erre. 

Interferencia.

Todos los ocupantes de la camioneta cubren su rostro con pasamontañas.

A lo lejos, en los últimos zepelines de nubes grises, se dibujan los penachos azules de la cordillera. En sus ejidos, anclados al piedemonte, entre el declive que forman dos estribaciones montañosas semejantes a senos de mujer dormida y la mesopotamia de dos riachuelos desecados, se van perfilando la torre de la iglesia y el caserío en los binoculares de aquel que va junto al conductor del Nissan Patrol e imparte las órdenes por radioteléfono.

Cuando el último búfalo dobla hacia el desvío, los motores de la caravana rugen de nuevo. Las palmeras africanas poco a poco se hacen más tupidas en los pastizales y la cresta de la cordillera parece amplificarse y reventar en el reflejo de los parabrisas.

El radio vuelve a sonar al interior de la camioneta:

—Con lista en mano, erre; con lista en mano.

Interferencia.

La lista aparece en la mano del copiloto.

El transistor vuelve a resonar:

—Búsquenlos y mátenlos a todos, erre; la orden es buscarlos y matarlos, cambio.

Y por todas las ventanas asoman los fusiles de asalto.

Son las 5:50 de la tarde del 23 de septiembre, y en ese mismo instante, en la plaza central del caserío, los pobladores alistan la verbena y coronación de la reina popular. Para las noches de fiesta el caserío ha sido engalanado con pendones y banderas de papel y candiles de colores. Enfrente de la plaza, bajo las ramas frondosas del samán vetusto, los aserradores ensamblaron una tarima como pasarela de reinas. En toldos de plástico han dispuesto mesas con juegos de azar: cartas, dados y hasta un tablero de tiro al blanco equipado con carabinas de aire comprimido con un letrero de guirnaldas trenzadas que dice: «Un reto para los amantes de la cinegética». Hay un cuadrilátero demarcado por cuatro postes que hace las veces de pista de baile y dos torres de sonido surten con música y perifoneo la transmisión de todo el evento. Empalados, en varillas de hierro renegrido de hollín, costillares y piernas de becerra destazada se asan al fuego de brasas humeantes. Hay capones de vaca rellenos con verdura y morcillas henchidas de arroz sangroso, arrobas de yuca cruda y papa bañada con rehogaos de tomate y cebolla junca donde sobrevuela una nube espesa de moscas con alas de encaje y moscardones de reflejos metálicos. Las rodajas de carne de cabro pasada por miga de pan forman una pirámide en un platón de aluminio. Con la sangre y las menudencias del carnero se han preparado tres poncheras más de pepitoria rendida en arroz y huevos duros, sazonado todo con cabezas de ajo, comino, pimienta negra, flores de romero y briznas de laurel que se promocionan en un cartel en moldes de letra roja que sintetiza la oferta: «Venga, mire, compre y trague».

Matilde Sopetrán y Cristina Dulcey son las vendedoras de aquel banquete. Llevan ambas gorro frigio y delantal tirante sobre la bolsa del vientre. Las dos mujeres tienen por oficio sacar sus puestos de comida a la plaza todos los días y beber aguardiente mientras asan carne, hierven yuca y repasan con carcajadas y exclamaciones ruidosas las efemérides de dos juventudes consumidas cuando estaba de moda La cumbia cienaguera. Matilde nació en el lejano pueblo con el que comparte el nombre: Sopetrán. Lleva cuarenta años anclada de corazón a aquel caserío de donde salió enamorada para nunca volver, y cada vez que llegan las ferias locales es la primera que ofrece su nombre para la junta organizadora y el ejército de sanidad. Cristina Dulcey nunca ha puesto un pie fuera de este pueblo, y por eso el reinado y el ambiente feriado le recuerdan siempre al único hombre que pasó por su vida: un torero de temporadas, culpable de que haya memorizado toda la música carrilera que se amplifica en las torres de sonido. En honor de aquel torero muerto en la arena, despacha sorbos audaces de aguardiente de una botella escondida bajo la mesa.

Un hombre obeso se acerca al toldo de comidas y saluda a las damas con varias fórmulas de cortesía: «Hola, qué tal la venta, cómo están, mis amores, mis preciosas, mamacitas». Luego guiña el ojo, escoge un bocado, dice «deli» y se pone a hablar del clima y del concurso de reinas. Es el presidente del jurado: Carlos Alberto Deca, a quien se debe el sistema de elección de la reina local. Basado en una hipótesis personal, según la cual todas las mujeres son bellas por antonomasia, Deca ha decretado que la belleza pasará a ocupar un segundo reglón en aquel reinado, diferenciándose así de todos los demás certámenes del país, y cada candidata estará obligada desde ahora a disputarse la corona mediante el recaudo diario de fondos para la construcción del puente sobre el vado a la entrada del caserío: un paso que por décadas ha sido la mayor amenaza del pueblo debido al ostracismo y el desamparo en que se encuentran cada vez que en época de lluvias desmadran las aguas y ningún carro puede atravesar la batea y salir de allí sin riesgo de ser arrastrado por el aluvión. Alberto Deca termina la morcilla bruñida, se limpia los rastros de grasa con una servilleta, repite «deli, mis amores», sube a la tarima y declara por los parlantes que los recaudos y aportes diarios que haga la comunidad a cada reina serán la cuota inicial para comenzar las obras de construcción de aquel puente, por lo que este día memorable solo será elegida «miss primera» la candidata que más dinero colecte.

El recaudo del primer día asciende, para Carol Naomi Espitia, de catorce años, a tres millones cuatrocientos mil pesos moneda corriente, poniéndose así por encima de Cristal Dayana Ortegón, de quince años, con dos millones de pesos recogidos, y de Channel Cortés con quinientos cincuenta mil que la ubican en el último lugar del certamen. Para este segundo día todos están a la expectativa del desfile en traje de baño, para el que se presume más afluencia de público y el mayor recaudo económico, y mañana, anuncia el locutor en la tarima, al cierre de la festividad, se sabrá la cifra definitiva ganadora y se coronará a la nueva soberana del municipio.

Carol Naomi Espitia está segura de que ella, y solo ella, será la reina en este año, y para eso ha hecho vender cuatro reses de la raza Hereford que su padr

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