Los mártires

Juan Esteban Constaín

Fragmento

PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN

Escribí este libro, mi primer libro de literatura, hace poco menos de quince años: una época tan lejana ya y tan prehistórica y tan distinta a la nuestra de hoy, increíble, que cuando lo entregué a la editorial en su versión definitiva —aunque ninguna lo es, ningún libro está escrito del todo y para siempre—, lo hice en un disquete de tres y medio marca Dysan: ¡un disquete, óigase bien, un disquete! Se me hace verlo: era negro y yo le puse una calcomanía blanca y azul que decía sólo eso, de mi puño y letra: Los Mártires. Allí estaban los veintitrés relatos que conforman este homenaje juvenil y romántico a la literatura, al placer insuperable de leer, a la manera en que los autores a los que más amamos nos cambian la vida, la definen y la acompañan y la hacen más feliz y mejor. Eso es este libro también: un cuaderno de lecturas; una celebración ingenua y desmedida, sí, pero con todo el corazón. Recuerdo que lo escribí porque casi sin darme cuenta, en una misma temporada, había leído muchas biografías de escritores, uno de los mejores géneros literarios que hay, y me pareció que en todas ellas, la de Dickens de Edgar Johnson, la de Chateaubriand de Friedrich Sieburg, la de Conrad de Georges Jean-Aubry, la del trovador Blondel de Abel Villemain, en fin, había una especie de usurpación de la vida por parte de la ficción y la literatura, como si todos esos maestros, y los demás que atraviesan este libro, hubieran sido en algún momento víctimas de su propia medicina, de su propio arte. Como si fueran sus propias criaturas, no hay vida que no sea una novela.

Por eso escribí este libro, la verdad: porque llegó un día en que tenía tantas anécdotas tan increíbles y tan bellas sacadas de la vida y el destino de algunos de mis escritores favoritos, que quise servirme de ellas, profanarlas, para rendirles un homenaje a todos desde el territorio de su inmortalidad, la ficción; con sus armas, haciendo con ellos lo que ellos habían hecho con los demás. Escribí primero un relato, el de Chateaubriand, y luego otro, el de Shelley, luego el de Cervantes, luego uno sobre Goethe que no funcionó; se los pasé todos a mi gran amiga María del Rosario García, quien es no sólo una sabia sino una lectora insobornable que tiene la virtud y el defecto de no poder mentir, por eso su entusiasmo, o su desdén, son el mejor tribunal de todo lo que hacemos sus amigos. Fue ella quien me animó a escribir más relatos sobre escritores, pues los que le había dado le encantaron, me dijo, qué puedo hacer, eso me dijo. Así que escribí dos o tres cosas más —creo que el de Hölderlin y el de Ovidio— y se las di a leer a María Clara Guillén, otra gran amiga, y fue ella quien los llevó a Editorial Planeta. Allí los leyeron Leonel Giraldo y Gabriel Iriarte, me dijeron que los iban a publicar, me preguntaron si tenía más.

Yo les dije que sí y por supuesto era mentira, entonces me fui a Popayán (era Semana Santa, allá siempre lo es) y de un solo golpe escribí todo lo demás: lo de Ariosto, lo de Conrad, lo de Rimbaud, lo de Vargas Tejada, lo de Shakespeare, etcétera: los mártires, este libro, mis maestros. Hoy lo vuelvo a leer y me parece que ya no es casi mío, como quien ve una foto de su juventud y apenas si reconoce en ella los rasgos de lo que alguna vez fue, el tiempo cumplido y siempre en marcha, la vida que ocurre y hace que todo pasado sea eso, un recuerdo, una ficción. Es muy interesante porque al releer lo que hicimos hace mucho no podemos evitar cierto bochorno, cierto pudor que es el mismo, quizás, que el que nos produce la evocación de nuestra adolescencia. Y sin embargo allí también hay raptos y epifanías, como en la adolescencia: aciertos de los que no éramos conscientes, claro que no, conquistas que sólo producen la audacia y la desvergüenza de la juventud y de las que hoy seríamos del todo incapaces. Desde que salió este libro en diciembre del año 2004 he escrito tres novelas: una sobre unos criollos que quisieron traer a Napoleón Bonaparte a Bogotá; otra sobre la historia del fútbol y el inolvidable y magnífico Arnaldo Momigliano; y otra sobre la santidad de un gran escritor, otro mártir, Gilbert Keith Chesterton. Es como si en todos esos libros hubiera una misma intención, la misma búsqueda aunque yo ni siquiera sabía que lo era, sólo ahora que miro hacia atrás sé dónde estaba el laberinto, y en él sigo. ¿Ficción histórica? La verdad es que no, no lo creo aunque tampoco me importe. Más bien una expoliación de la historia para inventar, para escribir ficciones donde lo único que cuenta es la ficción, valga la redundancia, eso es lo único real. Es probable que ahora quiera hacer otras cosas, no lo sé, pero al pensar en estos libros míos que vuelven a salir gracias a la generosidad de Penguin Random House renuevo con ellos la alegría y el gozo con que los hice, la felicidad de haberlos hecho, de estarlos haciendo, y si tuviera que definir mi única pretensión como escritor diría que es esa: que el lector, ojalá, disfrute leyendo mis cosas tanto como yo disfruto escribiéndolas. Y si no, pues tampoco pasa nada.

Todo libro es una botella de náufrago, acá va esta otra vez.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍN

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

Este es un libro de relatos sobre escritores. Fue dictado por la admiración y por la gratitud, y en uno o dos casos por la indignación. A veces se nos olvida de manera injusta, pero la literatura es un destino en cuyo cumplimiento la vida humana se adhiere a lo más hondo del misterio, y por eso resulta trágica o grotesca, o maravillosa o terrible, pero nunca impune. Un escritor nace para ser el instrumento de fuerzas que lo exceden, y él mismo (o ella) termina por formar parte esencial de una creación en la cual no es testigo sino cómplice, cuando no beneficiario en carne propia de sus lances y de sus heridas. Mientras las almas de hoy corren a rebato por las calles buscando la coherencia y la ignorancia —casi siempre las encuentran, y en los mismos lugares—, la literatura rasga los cerrojos de un universo abismal en el que todo es posible y en el que todo además es probable. Más que una usurpación de las licencias de la fantasía, el arte es quizás el mejor y más hondo testimonio de la realidad, y las biografías de sus amanuenses dan cuenta de cómo se puede existir mientras se tienen las riendas de la conciencia atadas a los dientes. No es bueno que ignoremos que alguien está detrás de las palabras que son capaces de conmovernos, y que en ocasiones lo que se calla es mucho más hermoso y significativo que el vano intento de decir las cosas. Hojas secas de

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