Volver la vista atrás

Juan Gabriel Vásquez

Fragmento

Capitulo I

I

Según me lo contó él mismo, Sergio Cabrera llevaba tres días en Lisboa cuando recibió por teléfono la noticia del accidente de su padre. La llamada lo sorprendió frente al Jardín de la Plaza del Imperio, un parque de senderos amplios y empedrados donde su hija Amalia, que por entonces tenía cinco años, trataba de dominar la bicicleta rebelde que acababa de recibir como regalo. Sergio estaba sentado junto a Silvia en una banca de piedra, pero en ese instante tuvo que alejarse hacia la salida del jardín, como si la cercanía de otra persona le impidiera concentrarse en los detalles de lo sucedido. Al parecer, Fausto Cabrera estaba en su apartamento de Bogotá, leyendo el periódico en el sofá de la sala, cuando se le ocurrió que la puerta de la casa no tenía puesto el seguro, y al levantarse bruscamente sufrió un desvanecimiento. Nayibe, su segunda esposa, que lo había seguido para pedirle que volviera a su silla y no se preocupara, pues el seguro ya estaba puesto, alcanzó a recibirlo en sus brazos antes de que Fausto se fuera de bruces contra el suelo. Enseguida llamó a su hija Lina, que pasaba unos días en Madrid, y era Lina quien ahora le daba la noticia a Sergio.

«Parece que ya va a llegar la ambulancia», le dijo. «¿Qué hacemos?»

«Esperar», le dijo Sergio. «Todo va a estar bien.»

Pero no lo creía de verdad. Aunque Fausto había tenido siempre una salud envidiable y la fortaleza física de alguien veinte años más joven, también era cierto que acababa de cumplir noventa y dos años muy cargados, y a esa edad todo es más grave: las enfermedades son más amenazantes, los accidentes son más perniciosos. Seguía levantándose a las cinco de la mañana para sus sesiones de tai chi chuan, pero cada vez con menos energía, haciendo concesiones cada vez más notorias al desgaste de su propio cuerpo. Como no había perdido ni una pizca de lucidez, eso lo irritaba enormemente. La convivencia con él, por lo poco que sabía Sergio, se había vuelto tensa y difícil, y por eso nadie se había opuesto cuando anunció que se iba de viaje a Beijing y Shanghái. Era un viaje de tres meses a lugares donde siempre había sido feliz, y en el cual sus antiguos discípulos del Instituto de Lenguas Extranjeras le harían una serie de homenajes: ¿qué problema podía haber? Sí, hacer un viaje tan largo a una edad tan avanzada podía no parecer lo más prudente, pero nadie nunca había convencido a Fausto Cabrera de no hacer algo que ya se le había metido en la cabeza. De manera que fue a China, recibió los homenajes y volvió a Colombia listo para celebrar su cumpleaños. Y ahora, pocas semanas después de regresar del otro lado del mundo, había sufrido un accidente en la distancia que va del sofá a la puerta de la casa, y estaba aferrándose a la vida.

No era una vida cualquiera, hay que decirlo. Fausto Cabrera era una figura de renombre de la cual la gente de teatro (pero también la de la televisión y el cine) hablaba con el respeto que producen los pioneros, a pesar de que siempre lo rodearon las controversias y tenía tantos amigos como enemigos. Había sido el primero en usar el método Stanislavski para interpretar poemas, no sólo para hacer personajes dramáticos; había fundado escuelas de teatro experimental en Medellín y en Bogotá, y una vez se atrevió a convertir la plaza de toros de Santamaría en escenario para una obra de Molière. A finales de los años cuarenta hizo programas en la radio que cambiaron la manera en que la gente entendía la poesía, y luego, cuando llegó la televisión a Colombia, fue uno de los primeros directores de teleteatro y uno de sus actores más reconocidos. Después, en tiempos más convulsos, usó la reputación que había conseguido en las artes escénicas como fachada para militar en el comunismo colombiano, y eso le granjeó el odio de muchos hasta que esos años fueron cayendo en el olvido. Las generaciones más jóvenes lo recordaban en especial por un papel cinematográfico: fue para La estrategia del caracol, la más conocida de las películas de Sergio y acaso la que más satisfacciones le había dado, donde Fausto hizo de Jacinto, un anarquista español que lidera una pequeña revolución popular en el corazón de Bogotá. Lo encarnó con tanta naturalidad, y se veía tan acomodado en la piel de su personaje, que a Sergio, cuando hablaba de la película, le gustaba resumirlo así:

«Es que estaba haciendo de sí mismo».

Ahora, saliendo del jardín con Silvia a su lado, caminando entre el Monasterio de los Jerónimos y las aguas del río Tajo, vigilando a Amalia que, más adelante, luchaba contra el manubrio de su bicicleta, Sergio se preguntaba si no habría podido hacer un esfuerzo en los últimos días para visitarlo con más frecuencia. No habría sido fácil, de todos modos, pues en su propia vida estaban sucediendo dos cosas que consumían su tiempo y su atención, y apenas si le dejaban espacio para otras preocupaciones. Por un lado, una serie de televisión; por el otro, el intento por rescatar su matrimonio. La serie contaba la vida del periodista Jaime Garzón, su amigo y su cómplice, cuyos programas brillantes de sátira política se acabaron en 1999, la madrugada en que murió abaleado por sicarios de extrema derecha mientras esperaba en su camioneta a que un semáforo se pusiera en verde. El matrimonio, por su parte, se estaba descarrilando, y las razones no eran claras ni para Sergio ni para su esposa. Silvia era portuguesa y veintiséis años menor que él; se habían conocido en 2007, en Madrid, y habían alcanzado a vivir varios años a gusto en Bogotá, hasta cuando algo dejó de funcionar debidamente. ¿Pero qué era? Aunque no lograran saberlo con certeza, la separación les pareció entonces la mejor de las opciones, o la menos dañina, y Silvia viajó a Lisboa no como si regresara a su país y a su lengua, sino como si viniera de visita para escapar de una tormenta.

Sergio sobrellevó como pudo la vida sin ellas, pero siempre estuvo consciente de que la separación le hacía más daño del que se confesaba. Entonces le llegó la oportunidad que había estado esperando sin saberlo: la Filmoteca de Catalunya estaba organizando una muestra retrospectiva de sus películas, y los responsables le pedían a Sergio que viajara a Barcelona para estar con ellos un fin de semana largo, del jueves 13 de octubre al domingo siguiente. Se trataría, primero, de una inauguración, una de esas ceremonias con copa de cava y música en vivo, llenas de apretones de manos y elogios generosos, que siempre habían violentado su timidez natural pero que no había rechazado nunca, porque en el fondo le parecía que ni siquiera una timidez como la suya justificaba un acto de ingratitud. Y luego, durante tres días, Sergio asistiría a las proyecciones de sus películas y hablaría sobre ellas con un público interesado y culto. La ocasión era perfecta. Sergio decidió de inmediato que aprovecharía la invitación a Barcelona para dar el salto a Lisboa, pasar unos cuantos días en compañía de su esposa y su hija y enmendar la familia que se le había roto, o por lo menos comprender hasta el fondo las razones de la ruptura. La filmoteca sacó los pasajes respetando esas peticiones.

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