El eco de las sombras

Jesús Valero

Fragmento

1. Año 1199

1

Año 1199

El abad Guy Paré miraba hacia la oscuridad del mar mientras su ira crecía como la marea. Había llegado justo a tiempo de ver saltar a Jean y aún no entendía cómo alguien podía arrancarse la vida de aquella manera. Ni el miedo a la tortura lo justificaba. Escuchó el sonido de las gaviotas que parecían reírse de su infortunio.

Se volvió hacia el sargento templario y ordenó a gritos que buscara al maldito caballero negro. Solo él podía tener la reliquia, era la única explicación aceptable para Guy Paré. Su esperanza estribaba en que había observado que Jean no llevaba su hatillo.

Dejó a dos hombres al borde del mar por si aparecía el cuerpo de Jean, aunque el océano embravecido no presagiaba que eso fuese a suceder pronto. Anotó en su cabeza la necesidad de rastrear la costa en su busca y regresó a la iglesia para supervisar el trabajo de los templarios. Eran buenos guerreros; si el caballero negro aún estaba allí, lo encontrarían.

El sargento se acercó en cuanto lo oyó llegar, negando con la cabeza.

—No hay rastro y las pisadas son confusas. Tal vez sea mejor esperar a la mañana; con la luz del día quizá encontremos alguna pista.

—No —respondió Guy Paré con gesto cortante—. Dejaremos la iglesia para mañana, pero la noche es larga aún. Quiero que busquéis casa por casa. Puede que se esconda en alguna de las inmundas chozas de pescadores que atestan este poblado.

El sargento templario asintió malhumorado. No solo se había visto obligado a acompañar a aquel abad déspota enviado por Roma a perseguir fantasmas, sino que ahora tenía que entrar en las casas como un vulgar alguacil. Recordó a su compañero muerto y se olvidó del abad. Aquello requería venganza y él la encontraría. No, no se trataba de fantasmas.

Dos días más tarde del salto de Jean al mar, el prior del pequeño monasterio de Sanctus Sebastianus respiró aliviado. Una sonrisa de placer, que tardaría en desaparecer, se extendió por su semblante mientras veía alejarse al abad Guy Paré con el grupo de amenazantes caballeros templarios.

Su rostro recuperó la seriedad y negó con la cabeza para sí mismo. Los templarios no eran monjes, sino soldados. Se habían convertido en un ejército implacable y, aunque ayudaban a los peregrinos, su deseo oscilaba entre alcanzar poder y dinero o viajar a los Santos Lugares en busca de fama o de una muerte horrorosa.

Él era de otra pasta, un hombre de Dios que había aceptado su destino en aquella esquina del mundo, deseoso de dedicarse a sus oraciones y poco interesado en la política. Sin embargo, ahora se veía empujado a hacerlo.

Mientras sus incómodos huéspedes se marchaban levantando una nube de polvo, reflexionó en silencio sobre lo que había observado durante aquellos días. Primero, la llegada de Guy Paré en busca de alguien o de algo, una búsqueda que se había tornado desesperada. Luego, su ira creciente y sus discusiones cada vez más agrias con el sargento templario, las cuales le habían proporcionado indiscretamente toda la información necesaria.

El prior no tenía todas las piezas, pero no era necesario. Mandaría un mensaje a Leyre. Arnaldo sabría lo que había que hacer.

Observó el polvo posándose en el camino, parecía que aquellos visitantes incómodos nunca hubieron existido. Se volvió y regresó al monasterio, a su apacible vida monástica.

Arnaldo, abad de Leyre, cerró los ojos, bajó la cabeza y con los dedos índice y pulgar masajeó el nacimiento de su nariz en un gesto de preocupación, incluso de malestar. Las noticias que llegaban desde el monasterio de Sanctus Sebastianus le habían helado el corazón, no tanto por lo que decían, sino por lo que podía deducirse de ellas.

El caballero negro había fracasado.

Arnaldo presagiaba que aquel joven alegre y testarudo que le había servido con fidelidad y al que había acabado por coger cariño ya no caminaba entre los vivos. No podía saberlo con certeza, pero lo sentía en sus cansados huesos.

Lo que sí sabía con seguridad es que ya no quedaban monjes blancos con vida. El prior de Sanctus Sebastianus había escuchado al sargento narrar con satisfacción la muerte del último de ellos y había observado el orgullo del que había hecho gala por haber acabado con, según él, aquellos seres demoníacos.

Una lágrima se deslizó por el rostro del viejo abad, que se sorprendió de que aún le quedara alguna. Recordó a fray Honorio. A pesar de los años que había pasado en Suntria, la profunda amistad que habían labrado en su juventud había permanecido inalterable. Era hombre de pocas palabras, pero su inquebrantable fidelidad y su dedicación a su misión serían algo que echaría de menos el resto de su vida. Arnaldo apartó los recuerdos y trató de aliviar su pena concentrándose en el presente. El consuelo que le quedaba era que, pese a la satisfacción del templario, Guy Paré no parecía compartir su emoción. El prior lo habría definido como frustrado y colérico. Había estado a punto de capturar a Jean, a quien, según el prior, el caballero negro intentaba proteger.

Lo que había helado el corazón de Arnaldo y volvía una y otra vez a su mente era la escena que el prior le había trasladado, con Jean lanzándose al mar para huir de Guy Paré. La esperanza era magra, pero la búsqueda por parte de Guy Paré del cadáver de Jean y del propio caballero negro había sido infructuosa. Guy Paré parecía creer que este último seguía con vida, pero Arnaldo no compartía esa visión. Habían pasado semanas y el caballero negro no había regresado ni había enviado mensaje alguno. Arnaldo había vivido lo suficiente para saber que la esperanza era un juego de la mente que trataba de negar las malas noticias.

Además, tenía información de la que Guy Paré no disponía. Gracias a sus monjes y a los ojos y oídos que conservaba a ambos lados de los Pirineos, había podido reconstruir los últimos pasos de Jean y Roger, su huida hacia el este, la herida de Roger, la separación de los dos hombres y el acto final de Jean. ¿Llevaba consigo la reliquia? ¿La había escondido antes? ¿La llevaba Roger? Lo que estaba claro era que Guy Paré no la tenía en su poder.

Quizá se hubiese perdido para siempre. Conocía la historia de la reliquia y a quién había pertenecido y en muchas ocasiones había deseado que jamás hubiese existido. Bien sabía que los hombres no eligen su destino, solo lo afrontan como mejor saben. Pero a Arnaldo se le escapaba un detalle: ¿para qué servía la reliquia? Si el apóstol Santiago o alguno de sus seguidores lo habían llegado a saber, aquella información se había perdido en la niebla del pasado. Y, sin embargo, Arnaldo tenía una sospecha.

Recordaba un pasaje de la Biblia que leía a menudo, Ezequiel 28:13. Si estaba en lo cierto, la reliquia podía ser una de las piedras preciosas que Dios le había quitado a Lucifer cuando este había caído en desgracia y que permitían abrir el

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos