Nenúfares que brillan en aguas tristes

Bárbara Gil

Fragmento

¡Cuánto tiempo nos han engañado a los dos!

Transmutados, escapamos ahora, deprisa, como escapa la Naturaleza.

Somos la Naturaleza. Hemos estado ausentes mucho tiempo, pero hemos vuelto:

nos convertimos en plantas, troncos, follaje, raíces, corteza;

nos acomodamos en la tierra: somos rocas,

somos robles, crecemos, uno al lado del otro, en los claros del bosque,

pastamos, somos dos en el seno de las manadas salvajes, tan espontáneas como cualesquiera;

somos dos peces nadando juntos en el mar;

somos lo que las flores del algarrobo: derramamos fragancias en los caminos por la mañana y por la tarde;

somos también la grosera tizne de las bestias, de las plantas, de los minerales;

somos dos halcones rapaces: volamos, escrutando la tierra;

somos dos soles resplandecientes, y los que encontramos el equilibrio, órbicos y estelares, somos como dos cometas;

merodeamos, cuadrúpedos, por la espesura, enseñando los colmillos, y saltamos sobre la presa;

somos dos nubes por el cielo, al amanecer y al atardecer;

somos mares que confluyen, somos dos de esas olas alegres que se entrelazan y se empapan mutuamente;

somos lo que la atmósfera: transparentes, receptivos, permeables, impermeables;

somos nieve, lluvia, frío, oscuridad, somos todo lo que el globo produce, y todas sus influencias;

hemos descrito círculos y más círculos, hasta llegar a casa los dos, de nuevo;

lo hemos invalidado todo, excepto la libertad y nuestra alegría.

WALT WHITMAN,

«¡Cuánto tiempo nos han engañado a los dos!»

Primera parte

PRIMERA PARTE

Creo que una hoja de hierba no es menor que el camino recorrido por las estrellas,

y que la hormiga es asimismo perfecta, como un grano de arena o el huevo del reyezuelo,

y que la rana arbórea es una obra maestra para los encumbrados,

y que la zarzamora podría engalanar los salones del cielo,

y que la articulación más insignificante de mi mano ridiculiza a todas las máquinas,

y que la vaca que rumia, cabizbaja, supera a cualquier estatua,

y que un ratón es un milagro tan grande como para hacer dudar a sextillones de descreídos.

WALT WHITMAN, «Canto de mí mismo»

¡Yo no sabía entonces que el loto estaba tan cerca de mí, que era mío, que su dulzura perfecta había florecido en el fondo de mi propio corazón!

RABINDRANATH TAGORE, Gitanjali

1. El paraíso de Sainaba

1

El paraíso de Sainaba

23 de abril de 2004

I

El 23 de abril solía ser un día alegre: el día de la familia. Pero ese año, Irina, la hija menor de los Ferreira, no se sentía precisamente feliz.

Los odio. A todos. Y a Santiago, al que más.

La chica clavó con rabia los dedos de los pies dentro de la arena, ofuscada, intentando afianzar el equilibrio. La parte dura, húmeda y fría se incrustó en sus uñas, pero le daba igual, solo quería perderse en la oscuridad de la playa privada de su familia; alejarse de las luces artificiales de las sombrillas de diseño, del fuego de la hoguera alrededor de la cual se recortaban las siluetas oscuras del grupo de chicos y chicas a los que habían invitado para celebrar su cumpleaños y el de sus dos hermanos aquel 23 de abril. Ese día, Sagor cumplía trece años, los mismos que ella tendría en tan solo unas horas, puesto que Irina había nacido solo un día después: el 24 de abril. Una ecuación que era posible porque Sagor era solo su medio hermano, fruto de una aventura de su padre con una mujer bengalí. Irina intuía que su madre, Elena, nunca le había perdonado aquella infidelidad porque aquel tema era un tabú del que apenas se hablaba en su casa, pero Ernesto Ferreira era un hombre muy conocido en España y la chica había leído en alguna revista cosas como que su padre había dejado embarazadas a dos mujeres a la vez. En cuanto a Lucas, el hermano mayor, cumpliría dieciocho el 30 de ese mismo mes.

Odio a mamá, ¿por qué ha tenido que empeñarse en que celebremos el cumpleaños todos juntos sí o sí? Hasta papá se lo ha dicho: «Estás enferma, no paras de toser, suspendamos la fiesta». Y a nosotros nos daba igual, pero siempre hay que hacer lo que ella quiere. La odio.

Las sienes le palpitaban y la brisa juguetona del Atlántico taponaba sus oídos, golpeaba su cara, enredaba sus bucles rubios y luego corría a mezclarse con el humo negro y ascendente de la barbacoa; con el aroma a carne quemada y a escamas; con el crepitar dulzón de las hojas de los eucaliptos que avivaban la combustión de la hoguera.

Los odio. Cómo los odio.

A medida que Irina se acercaba a la orilla, el ruido de las olas sustituía al de los hielos cayendo dentro de los vasos de plástico que enseguida se llenaban de ron y Coca-Cola, de whisky, de ginebra o de lo que fuera con tal de emborracharse y ser más atrevidos. Eso había pensado ella que le pasaría cuando se tomó un par de whiskies a escondidas con Sagor: que podría declararle sus sentimientos a Santiago, el mejor amigo de Lucas, y que él la besaría como tantas veces había imaginado. Pero, en lugar de eso, Santiago había soltado una carcajada:

—No me van las muñecas de porcelana, pareces de otro siglo con esos bucles. Además, eres una crí

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