La guerra perdida

Jordi Soler

Fragmento

La guerra perdida

La guerra de Arcadi

Había una vez una guerra que empezó el 11 de enero de 1937. Lo que pasó antes fue la guerra de otros. Cada soldado tiene su guerra y la de Arcadi empezó ese día. Se alistó como voluntario en la columna Macià-Companys y salió rumbo al frente. Así empiezan las historias, así de fácil. A veces se toma una decisión y, sin reparar mucho en ello, se detona una mina que irá estallando durante varias generaciones. Quizá la decisión contraria, la de no alistarse, también era una mina, no lo sé, sospecho que en una guerra nadie puede decidir en realidad nada. Martí, el padre de mi abuelo, mi bisabuelo, se había inscrito días antes en la misma columna, había decidido que no soportaba más su cargo de jefe de redacción de El Noticiero Universal, un periódico que llevaba meses dedicando su primera plana a las noticias de la guerra. Una mañana salió como siempre de su oficina, bebió café de pie, compró tabaco y en lugar de regresar, como era su costumbre, fue a escribir su nombre en la lista de voluntarios. Estaba fatigado de escribir sobre la guerra de los otros, quería empezar la suya, pelear por la república en una trinchera y con un arma. Luego se presentó en la oficina del director del periódico para comunicar su decisión, que era irrevocable, inaplazable, urgente. El director le dijo, para no perderlo, o quizá por el miedo que le daba el gesto y el arma con que había irrumpido en su oficina, que fuera su corresponsal, que le enviara noticias del frente.

Martí comunicó la noticia después de la cena, lo dijo como si nada, mientras se servía un trago de anís que era el preámbulo de su salida nocturna. Me voy mañana, anunció sin dejar de mirar, con cierta preocupación, una desportilladura que tenía su copa. No pudieron nada ni la desesperación de su mujer, ni las caras de asombro de sus tres hijos. Esa noche Martí salió a jugar cartas, o eso dijo. Arcadi y Oriol, sus hijos, aprovecharon su ausencia para contemplar el arma, una carabina desvencijada que compartía un receptáculo floreado con una tercia de paraguas. Al día siguiente se fue como lo había anunciado, de madrugada, sin que nadie lo advirtiera; tenía cincuenta y dos años y un deseo inaplazable de reencuadrar su historia personal. Me pregunto qué tanto jugó la voluntad en la decisión de mi abuelo Arcadi, quizá fue mi bisabuelo quien detonó la mina. En sus memorias Arcadi consigna, supongo que para evitar especulaciones como ésta, los dos acontecimientos, las dos imágenes que lo llevaron a alistarse en el frente. En la primera imagen está él, en la azotea de un edificio, mirando el saldo de un bombardeo reciente: seis columnas enormes de humo que oscurecían el cielo de Barcelona. La segunda debe de ser producto del mismo bombardeo, no estoy seguro, en esa parte su escritura tiende a lo caótico, está más preocupado por justificar su alistamiento en la guerra que por describir con precisión esas dos imágenes poderosas, sobre todo la segunda, que consiste en una sola línea breve y atroz: una pila de caballos muertos en la plaza de Cataluña. Se ignora una pila de estas dimensiones cuando se está tratando de descifrar en qué momento empezó todo, en qué minuto se tomó la decisión de ir a la guerra, en qué instante cambió de rumbo su vida y la de Laia, su hija, y consecuentemente la mía. La dedicatoria de estas memorias es su clave de acceso: Me he propuesto al escribir este relato compendiar en pocas cuartillas estos relevantes hechos de mi vida, para que mi hija Laia los conozca un día. Tengo la impresión de que Arcadi se disculpa con ella, con nosotros, de antemano, por esa historia de guerra que desde entonces había comenzado a heredarnos. También es cierto que esa pila de caballos muertos pudo entonces no ser tan importante para ese hombre que escribía aquellas memorias en la selva de Veracruz, a cuarenta grados de temperatura ambiente, atormentado por las fiebres cíclicas de la malaria, después de haber perdido la guerra y casi todo lo que tenía. En un cuartucho de alquiler, bajo la amenaza de las potencias vegetales que intentaban meterse por la ventana, escribió, sin detenerse, ciento setenta y cuatro páginas donde narra los pormenores de esa guerra que perdió. Había zarpado un mes atrás del puerto de Burdeos, con destino a Nueva York, en un viaje lleno de dificultades y de una incertidumbre que fue creciendo a medida que se acercaba a México en un tren tosigoso que lo llevó hasta la frontera, con numerosas escalas de por medio; una de ellas, la más larga, en la estación de San Luis Missouri, donde el tren no había querido toser más y había enviado a sus pasajeros a vagar por ahí, mientras un mecánico, con medio cuerpo metido en la panza de la máquina, intentaba reparar el desperfecto. Arcadi descubrió ahí, junto a la estación, en una calle polvorienta con categoría suficiente para fungir como plató de western, un puesto de ayuda para refugiados españoles, cosa que le pareció insólita, una visión de la familia de los espejismos que, haciendo bien las cuentas, no era tan extraña: por ahí habían pasado miles de republicanos como él, que iban rumbo a México, atendiendo la invitación del general Lázaro Cárdenas, buscando un país donde establecerse. El puesto de ayuda estaba regenteado, si vale el término en este asunto de caridad, por un grupo de cuáqueros que hacía méritos ayudando a esa legión de soldados en desgracia. El tren tosió de nuevo y lo depositó en la frontera, sus memorias no dicen nada de la impresión que tuvo al poner los pies en México, en Nuevo Laredo, un pueblo inhóspito, resecado por un sol descomedido, lleno de sombrerudos con revólver a la cintura. El comité de recepción de ese país donde pensaba rehacer su vida parecía el casting de una de esas películas que comenzaban a rodarse, llenas de mexicanos malvados que soltaban simultáneamente balazos y carcajadas. Tampoco dice nada de sus impresiones al llegar a Galatea, un pueblo perdido en la selva de Veracruz, donde lo esperaba un pariente lejano de mi abuela, uno de esos aventureros españoles que había caído ahí a trabajar y a hacer fortuna. Arcadi se bajó del autobús con el frac de diplomático que le habían prestado en Francia para que hiciera la travesía sin contratiempos, arrastraba una valija enorme y negra que, al entrar en contacto con el terregal de Galatea, comenzó a levantar una vistosa polvareda; andaba rápido, iba ansioso por entrevistarse con el único nexo que tenía en ese país de película, llevaba su mata de pelo negro hecha un lío, ya era desde entonces como fue siempre, flaco y nervudo, de pies y manos demasiado grandes y con los ojos de un azul abismal. Preguntando llegó a la concesionaria de automóviles, Ford, según me dijo él mismo, que era una de las propiedades de aquel nexo único. El pariente lejano de mi abuela se fue haciendo, en cuestión de minutos, mientras acariciaba con una mano gorda y chata el cofre del nuevo modelo 1941, mucho más lejano. En un monólogo breve y devastador le dijo que no estaba dispuesto a ayudar a un rojo de mierda que había puesto en peligro la estabilidad de su país, que, afortunadamente, ya para entonces, marchaba sobre ruedas bajo la conducción del caudillo de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos