El Tercer País

Karina Sainz Borgo

Fragmento

cap-3

La peste y la lluvia llegaron juntas, como los malos presagios. Las chicharras dejaron de cantar y un tumor de polvo se formó en el cielo hasta descargar gotas de agua marrón. A diferencia de los males que alguna vez sufrimos, este despedazó nuestros recuerdos y deseos.

La peste atacaba la memoria, confundiéndola primero y picoteándola después. Se contagiaba a gran velocidad y cuanta más edad tuviese el enfermo, peor era el efecto. Los ancianos caían como moscas. Sus cuerpos no resistían el taladro de las primeras fiebres. Al comienzo dijeron que la transmitía el agua, luego los pájaros, pero nadie era capaz de explicar nada sobre la epidemia de desmemoria que transformó a todos en fantasmas y llenó el cielo de zamuros. Nos hizo ineptos hasta cubrirnos de miedo y olvido. Caminábamos sin rumbo, perdidos en un mundo de hielo y fiebre.

Los hombres salían a la calle a esperar. ¿Qué? No lo supe jamás.

Las mujeres hacíamos cosas con las que espantar la desesperación: recogíamos comida, abríamos y cerrábamos ventanas, trepábamos a los tejados y barríamos los patios. Paríamos pujando y gritando como locas a las que nadie ofrecía ni agua. La vida se concentró en nosotras, en aquello que hasta entonces fuimos capaces de retener o expulsar.

Mi marido también contrajo el mal, pero tardé en darme cuenta. Su carácter se confundió con los primeros síntomas. Salveiro hablaba poco, era reservado y no sentía curiosidad alguna más allá de sus propios asuntos. Cuando lo conocí, trabajaba en la cauchera de su familia aflojando tuercas con una llave de cruz o tendido junto a un gato hidráulico para arreglar alguna avería en las tripas de un camión destartalado. A diario yo pasaba frente al local renegrido sin prestar atención a lo que ocurría en su interior. Si entré fue porque necesitaba grasa de motor para aflojar las cerraduras de la casa: un bote de Tres en Uno, cualquier cosa que sirviera para lubricar las aldabas, pero Salveiro se ofreció a mirarlas.

—No son los cerrojos. Es la madera. Está comida por las termitas, por eso las puertas no cierran, ¿ves? —Me enseñó un polvillo de virutas y aserrín.

Regresó esa misma semana para revisar el techo y el resto de la casa. La recorrió entera. Que si esta viga tiene jején, que si las patas de la mesa estaban mal cortadas o esta silla mal serrada. Iba de un lado a otro con una zapa. Lijaba aquí y martillaba allá. Todo cuanto tocaba dejaba de crujir o rechinar, como si recompusiera las cosas con solo mirarlas.

—Angustias, ¿y este quién es?

—El hijo del cauchero, papá. Ha venido para arreglar las traviesas y las armaduras de las ventanas.

Después de cada visita lo invitábamos a una cerveza para agradecer las molestias. Él tomaba asiento bajo la mata de tamarindo y se dejaba interrogar.

—¿Por qué no abandona la mecánica y se dedica a esto? Se le da muy bien —insistía mi padre, pero Salveiro bebía sin contestar—. Angustias hizo un grado técnico en peluquería. Pruebe uno; tras recibir el diploma de carpintero podría dirigir su propio taller de ebanistería.

—Yo acabo de abrir un salón de belleza —interrumpí para hacerme notar—. Está a dos calles ¿Quieres venir a cortarte y así te cuento los requisitos para inscribirte en los cursos?

Se presentó la mañana siguiente. Iba vestido con unos pantalones limpios y una camisa recién planchada. Su piel lustrosa y bien perfumada distaba mucho de aquellos brazos siempre mugrientos de aceite y grasa. Después de frotarle el cabello con champú y crema lo conduje hasta la silla, cubrí sus hombros con una capa y corté con mi mejor tijera. Los mechones caían húmedos al suelo.

Salveiro no hizo el curso de carpintero, pero siguió viniendo a casa tres veces por semana para traer esto o reparar aquello.

—Angustias, hija, ese hombre parece un tronco, pero si a ti te gusta... —me dijo mi padre al oído antes de sonreír para la única foto que nos hicimos, a las puertas del juzgado donde nos casamos.

Mi marido era un buen hombre. Estaba dotado para el retozo. Sabía rozarme con la misma paciencia con la que serraba la madera. No hablaba, pero a mí me daba igual. Y ese fue el problema: no llegué a imaginar que sus silencios tenían algo que ver con la indolencia que ya recorría las calles, una nube de hastío que sepultó por completo la ciudad.

cap-4

Mi madre me bautizó Angustias. Más que un nombre, eligió un zarpazo. Para ella, el mundo siempre había transcurrido en silencio. Por eso, cuando alguien me llama, «¡Angustias!», pienso en su destino de mujer sin voz. Me parezco a su sordera y su zozobra. Sé soportar. Estoy preparada para la desgracia. Hablo su idioma.

Hasta que nacieron Higinio y Salustio no me había planteado dejar la ciudad, pero las cosas salieron mal. Los niños habían llegado al mundo sietemesinos y con el corazón enfermo. Juntos no completaban dos kilos en la balanza del hospital. Sus manos pequeñas y arrugadas apenas se agitaban. Tenían las uñas moradas y los ojos apretados. La vida los había tomado prestados de paso hacia la muerte.

Durante tres meses esperé ante una incubadora, temiéndome lo peor. Aunque nadie garantizaba que sus corazones resistirían, los médicos decidieron operarlos. Sobrevivieron, mientras la ciudad seguía desmoronándose bajo la lluvia terrosa que cubría las aceras. No quería que mis hijos crecieran en aquel valle fantasma del que todo el mundo se marchaba.

—¡Nos vamos!

Salveiro me miró, picado por la culebra del desánimo, y siguió hurgando las piezas de una licuadora averiada.

—Quiero irme —insistí.

—¿Crees que es tan fácil? —Dejó a un lado el destornillador—. Preparar un viaje toma tiempo.

—Puedes quedarte si quieres. Yo me marcho.

Vendimos los muebles, la ropa de cama y las herramientas, también los espejos, las sillas y los secadores de la peluquería. Solo conservé una pequeña tijera de cortar pelo, que llevé guardada en el bolsillo y conservo aún hoy. La plata nos dio para una parte del pasaje.

Abandonamos la capital con los niños atados a la espalda y emprendimos un viaje de más de ochocientos kilómetros, la mitad en bus y la otra andando. Llegamos a nuestro destino después de atravesar ocho estados de la sierra oriental, además de los tres que nos separaban de Mezquite, un pueblo de la frontera con nombre de un arbusto que sirve para hacer carbón.

Apenas llevábamos unas monedas, tres mandarinas y una mochila con una muda de ropa, dos biberones y los sobres de leche evaporada que preparábamos en algún arroyo. Por la Interestatal, una carretera que cruzaba la cordillera central, avanzaba la columna que formábamos los caminantes. Así llamaban a los que escapábamos de la peste.

Nos acomodábamos como podíamos y cualquier cañada nos valía para lavar y cocinar. Antes de reanudar la marcha, yo me sujetaba el cabello para no molestar a los niños con el roce de los mechones. Me prometí no cortarlo hasta llegar a nuestro destino, dondequiera que estuviese. Salveiro caminaba detrás de mí, espanta

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