Malaherba

Manuel Jabois

Fragmento

libro-4

I

La primera vez que papá murió todos pensamos que estaba fingiendo. Todos éramos mi hermana Rebe y yo, que nos habíamos sentado en la cocina para comer tostas de pan y aceite con la radio puesta.

—Es un desayuno de mayores, no sé cuántas veces os lo tengo que decir —dijo mamá antes de salir de casa.

Pero nos gustaba. No nos hacía daño ni hacía daño a los demás, tampoco molestaba a nadie ni era incómodo, ni había que guardarlo en secreto, ni nos hacía llorar en la cama antes de dormir, ni nos ponía tristes toda la semana, ni nos dejábamos de hablar con alguien por hacerlo, así que tan de mayores no era.

Ese día empezábamos el colegio, podía decirse que había acabado definitivamente el verano. Mi hermana y yo nos cruzábamos de un lado a otro de la casa con los ojos como platos, en pleno estupor. La noche anterior al primer día, mientras daba vueltas en la cama intentando dormirme, oí a mi madre moviéndose por mi cuarto como los reyes magos. Al despertar encontré mi cartera llena de libros, los bolígrafos metidos en las cartucheras y la ropa encima de la silla, lavada y planchada.

—Cualquiera diría que tienes pensado aprobar alguna —dijo mi hermana.

Pero esos momentos, víspera del curso, eran los únicos en que mamá pensaba que yo podía llegar a ser algo de provecho. Estaba aún morena de la playa y muy ilusionada conmigo, y le hablaba a todo el mundo de mí y de lo que yo iba a hacer ese curso, de lo mucho que iba a estudiar y a esforzarme para recuperar el año que había perdido. Esa noche me ordenaba los rotuladores como si ya me estuviese ordenando los ahorros; la imaginaba haciéndolo mientras les pasaba las cuentas pendientes a sus amigas, que tenían todas hijos más guapos, más listos y más imbéciles que yo.

Mi madre, mi guapa y joven madre: tan llena de vida esa mañana, no como otros. Han pasado ya algunos años, pero tengo ese día frente a mí tan cerca que si estirase la mano podría introducirme dentro. Hacía todavía calor, amanecía temprano, la vecina hacía correr el cordel de la colada y por la ventana abierta del salón se oía el ruido del tráfico. Yo llevaba un pantalón corto y un polo granate; Rebe no llevaba medias.

Cuando acabamos de desayunar tiré la cuchara al fregadero desde la puerta de la cocina, como si fuera Magic Johnson, y Rebe y yo saltamos del susto porque se oyó un ruido enorme, como si en lugar de la cuchara hubiese tirado una lámpara. Hubo otro ruido más después de ése, y entonces supimos que se había caído algo muy pesado en la casa.

Fuimos corriendo hasta la puerta del cuarto de nuestros padres, ni un centímetro más.

—Hace el capullo —susurró mi hermana.

Papá estaba tirado boca arriba de una forma tan perfecta que parecía que le hubieran disparado una flecha. Uno de nosotros dos tenía que acercarse, pero ninguno quería hacerlo porque en el fondo teníamos miedo de que papá se levantase de golpe dándonos un susto de muerte. Yo empecé a sudar, creo que fue la primera vez que tuve sudores fríos. Volvería a sudar muchas veces, por razones importantes y por razones estúpidas, pero ésa no la olvidaré porque fue la primera vez que tuve miedo de verdad, la clase de miedo que una vez que se tiene ya nunca se va del todo.

Recuerdo las cortinas blancas que mamá había ido a comprar conmigo la primavera anterior, el olor a suavizante de las sábanas en la cama recién hecha y la alfombra verde estirada al lado del armario. La lámpara de la mesilla de noche rota en el suelo, el tapete colgado de la borla del cajón. Si papá no se estaba muriendo, debería.

—Vete tú, que eres la mayor —le dije a mi hermana.

—Por eso mismo vas a ir tú, mira por dónde —Rebe estaba temblando.

Papá no se movía. Yo sabía cuando un padre hace el capullo, pero no cuando un padre muere. Tampoco entendía el sentido que le encontraba papá a hacernos bromas pesadas todo el rato, como esconderse en un armario cuando estábamos durmiendo y salir pegando gritos. Si tienes dos hijos pequeños y eres un capullo perdido lo mínimo que puedes hacer es esperar un poco para demostrarlo, pero mi padre tenía muchísima prisa para todo.

Empecé a caminar despacio; sabía tan poco de la muerte que pensaba que lo único que podía hacerle a mi padre era despertarlo. Al llegar a él me senté sobre su pecho. Entonces le tapé la nariz, que era algo que le hacía Rebe al abuelo Matías cuando roncaba mucho. Un día mi abuelo se llevó tal susto que se despertó de golpe y la estampó contra el armario. «Esta niña es tan gilipollas como su padre», dijo. Pero no tenía razón; me pesa decirlo porque es familia, pero no tenía razón. Rebe nunca fue gilipollas, ni siquiera entonces.

—Está muerto —dijo.

Entonces caí en la cuenta de que yo llevaba un minuto tapándole la nariz a papá.

—¿Le puedo destapar la nariz?

—Sí, sí, ya está —dijo poniendo los ojos en blanco.

De repente el secreto de los dos se rompió. Había que hacer algo y hacer algo rápido. Rebe salió corriendo del piso, dejando junto a mí el olor a la colonia que se había puesto para ir a clase, de eso me acuerdo perfectamente porque Rebe siempre fue la hermana que mejor olía del mundo, y llamó a los vecinos de enfrente, que no estaban en casa, y subió al piso de arriba para seguir timbrando las puertas de todo el mundo.

Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo se podía tapar la nariz de alguien. Pensaba que hasta que ese alguien te tira contra el armario. Lo peor es que ya no podía saber con claridad qué prefería: que mi padre estuviese vivo cuando me senté encima de él, y por tanto tuviera aún probabilidades de estarlo pese a dejarlo sin respiración, o que ya estuviese muerto cuando llegamos al cuarto, con lo que yo no tendría ninguna responsabilidad Era todo un dilema.

Cuando apareció la ambulancia se tuvo que cortar el tráfico, y bajaron casi todos los vecinos a nuestra planta; mucha gente de la calle se paró en el portal. Los curiosos que esperan una camilla me parecen la peor clase de curiosos del mundo: deberían salir del edificio veinte camillas con los padres de cada uno de ellos.

A Rebe y a mí nadie nos contó nada. En el momento en que la ambulancia apagó las sirenas nos hicieron desaparecer de la escena ya no sé si por huérfanos o por sospechosos. Un señor que se presentó como Armando, y al que habíamos visto días antes porque era el nuevo vecino del segundo izquierda (y que también me parecía un poco capullo), apareció de la nada en nuestro salón y nos subió a su casa mientras «los sanitarios» se llevaban a papá. Armando decía «los sanitarios» y es casi lo que más recuerdo de ese día, porque siempre andamos por la vida acordándonos de chorradas.

Armando nos había metido en su piso a empujones con la cara que supongo que se le pone a un desconocido cuando se muere tu padre. No es una cara fácil: te importa y no te importa a la vez. No se lo reprocho; hay que estar ahí. Cuando te importan y no te importan las cosas se forma una congestión rarísima, una crispación que no es por el dolor ni por la tristeza por la muerte de nadie, sino porque los músculos se bloquean ante las órdenes contradictorias y terminan componiendo un gesto de horror que a veces desemboca en un ictus. Dios llevaba tiempo preparando esta carnicería.

—Os sentáis aquí y o

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