Una sirena en París

Mathias Malzieu

Fragmento

cap-1

1

Aquel 3 de junio de 2016, en París llovía a pleno sol. En la torre Eiffel crecían arcoíris, y el viento peinaba sus crines de unicornio. El repiqueteo de la lluvia marcaba el ritmo de la metamorfosis del río. Los embarcaderos se convertían en playas de asfalto. El agua subía, subía y seguía subiendo. Como si alguien hubiera olvidado cerrar el grifo del Sena.

En las orillas florecían rosaledas de paraguas a cámara rápida. Ambiente de desfile de moda con botas de agua. Todo el mundo quería ver el río saliendo de su cauce. Notre-Dame, olvidada. ¡La nueva estrella era el Sena!

París adquiría un tono plateado bajo una llovizna de mercurio. A ambos lados de los puentes se formaban lagos grises. Las carreteras se desvanecían a orillas de un mundo nuevo. Las marcas del suelo desaparecían en el abismo. Los semáforos se convertían en periscopios que pasaban del verde al rojo en silencio. Una familia de patos circulaba en dirección prohibida.

La corriente arrastraba árboles arrancados de los bosques cercanos. De pie en un tronco, un cachorro de zorro disfrutaba de una visita privada a la Ciudad de la Luz. Balones de fútbol, sillas de ruedas, bicicletas y cajas fuertes lo seguían a la deriva.

Daba la impresión de que París giraba en su propio remolino. Habían evacuado las barcazas del centro. Los libreros de la isla de San Luis, impertérritos, envolvían sus libros en bolsas de plástico, como si prepararan regalos de cumpleaños para los muertos. Desde el principio de la crecida se habían contabilizado varias desapariciones.

cap-2

2

Una epidemia de K-way golpeaba el centro de la ciudad. La lluvia seguía cayendo con la regularidad de un reloj. Sonaba como aplausos. Desafiando los elementos, un tipo con patines de cuatro ruedas atravesaba zigzagueando el puente de Arcole. Los pocos niños con los que se cruzaba lo miraban como a un superhéroe pasado de moda.

Un corredor con chándal rojo lo adelantó cantando una canción de Mariah Carey en voz alta y desafinando. Tenía el cuerpo empapado, pero el corazón parecía impermeable. La lluvia no dejaba de caer. Ni el Sena de subir.

En el puente, la gente pescaba directamente desde el parapeto, y otros querían dar paseos en barca. Algunos llevaban sacaderas. Era como pescar patos en una feria, pero para adultos. Con su barba y sus patines, Gaspard Snow era la imagen perfecta de aquel anacronismo. Parecía un papá Noel vestido de paisano al que sus elfos habían abandonado en medio de París.

El asfalto parecía un lago helado en pleno deshielo. La calzada estaba llena de agua. Cada segundo, Gaspard corría el riesgo de caerse. Soplaba el viento, y su cuerpo hacía de vela. El suelo estaba demasiado resbaladizo para frenar.

En el quai de l’Hôtel-de-Ville los cúmulos se amontonaban. Sus barrigas regordetas se sumergían en el río. Una chica muy joven paseaba con su helado de Berthillon rodeado de nubes de azúcar. Habían interrumpido la navegación de los barcos turísticos para evitar decapitar a los turistas al pasar por debajo de los puentes.

Cerca del quai aux Fleurs, un Clio inundado hasta el parabrisas se había convertido en un acuario con ruedas. Una trucha perdida se deslizaba entre el asiento del copiloto y el trasero. El río regurgitaba objetos como si el pasado saliera a la superficie. Moto prehistórica, teléfono de disco, televisor de esquinas redondeadas… El mercadillo del paso del tiempo.

En la esquina del quai de Montebello, Gaspard perdió el control de los patines. Derrapó peligrosamente hacia una columna Morris, que esquivó como un torero. Pero tenía que llegar cuanto antes al Flowerburger. Aquella barcaza era lo único que le quedaba de su abuela, recientemente fallecida. El corazón de su fantasma seguía latiendo en el casco…

Según los cálculos de Gaspard, el Flowerburger debería estar delante de él. Lo que había era una gran nada salpicada de neblina. La crecida impedía acceder a la mayoría de los barcos. Comprobó la dirección, pero sí, ¡estaba delante del número 34 del quai de Montebello!

Gaspard vio una figura arrugada abajo, pegada a su banco como un mejillón a su roca. Se acercó. Era un hombre muy viejo con aspecto de enanito de jardín, con barba y un pequeño gorro. Con un periódico enrollado en el bolsillo y un termo y galletas en la mano, parecía decidido a no perderse el espectáculo de aquella crecida extraordinaria. Escuchaba «Non, je ne regrette rien» de Édith Piaf en un viejo comediscos naranja. Un gato atigrado acurrucado en sus rodillas hacía de bolsa de agua caliente. Parecían felices los dos bajo su gran paraguas negro, en primera fila para presenciar el inicio del apocalipsis.

—Buenas tardes, señor, discúlpeme… ¿Conoce usted el Flowerburger? Es una barcaza que suele estar amarrada aquí…

No le contestó. Ni siquiera se movió. El viejo miraba fijamente la superficie del agua, como hipnotizado por los remolinos que se formaban. ¿Había visto algo?

Gaspard seguía buscando en el laberinto de niebla. La duda se convertía insidiosamente en inquietud. Ya nada era igual. Los dioses daban la vuelta a París como una bola de nieve. Entre Notre-Dame, el Hôtel de Ville y el Louvre se formaba un nuevo triángulo de las Bermudas.

Gaspard se dijo que un día, debido al calentamiento global, París quedaría totalmente sumergida. En la superficie del río se adivinarían los vestigios de una civilización desaparecida. La punta oxidada de la torre Eiffel, las cúpulas del Grand Palais y el obelisco de la Concorde serían anclas colgando al revés del mundo. La gran noria funcionaría como telecabina para subir a la superficie. Los guías turísticos se convertirían en buceadores, el metro sería submarino y cada día se iría a buscar la bombona de oxígeno al colmado de la esquina. Las calles estarían llenas de concesionarios de submarinos. Los habitantes del abismo aprenderían a recordar el sol y a valorar el más mínimo reflejo.

A lo lejos, los relojes del museo de Orsay brillaban como dos grandes lunas gemelas. Un camión de basura recogía restos de arcoíris. Las palomas se posaban en el techo para evitar mojarse las patas. A medida que el agua subía, los puentes parecían encogerse. El zuavo del puente del Alma ya no tardaría en tragar agua. La tormenta mascullaba, mascullaba y volvía a mascullar. La noche seguía oscureciéndolo todo.

Gaspard estaba empapado. Cada uno de sus movimientos sonaba como cuando se aprieta una esponja. Un escalofrío de gripe, palpitaciones en las sienes, pero ni rastro del Flowerburger.

De repente chasqueó una farola.

Luego un relámpago decapitó el cielo.

Y todo se apagó de golpe.

El gran reloj del Tiempo acababa de tener un infarto. París se sumió en la oscuridad. Noche negra hasta donde alcanzaba la vista.

cap-3

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