El tejido de los días

Carlos Aurensanz

Fragmento

Capítulo 1

1

Miércoles, 18 de enero

Apenas había dado unos pasos sobre los adoquines, los necesarios para alcanzar el bordillo de la acera, y Julia ya echaba de menos el calor del tranvía que la había llevado hasta allí, un calor que le había parecido excesivo, pero al que ansiaba regresar. Subir de nuevo a aquel traqueteante carromato eléctrico para emprender el camino de vuelta significaría que, mejor o peor, había superado el trance al que se enfrentaba. Solo tres mujeres habían llegado con ella al final del trayecto, y las tres se apresuraban a buscar el amparo de los muros del camposanto, arrebujadas con sus ropas de invierno, de muy distinta factura, cuyo único rasgo común era el color del luto. Al disponerse a seguirlas, reparó en que el conductor, que se había apurado a cerrar las puertas, las observaba alejarse, de pie junto a su asiento. Para él, pensó Julia, serían cuatro las viudas que aquella mañana heladora habían llegado al cementerio de Torrero para visitar a sus deudos. Se subió las solapas del grueso abrigo de paño negro, se ajustó el pañuelo del mismo color que le cubría el cabello y apretó el paso para no perder de vista a las otras mujeres mientras el cierzo desbocado le arrojaba contra las piernas las últimas hojas del otoño. Se maldijo por haber olvidado los guantes en la maleta al salir del hotel, pues la mano izquierda que sostenía el bolso no iba a encontrar el relativo alivio del que disfrutaba la diestra dentro del bolsillo.

Utilizó la puerta más cercana para acceder al camposanto y comprobó que las tres viudas se dirigían con decisión, cada una por su lado, al mar de nichos y sepulturas. Comprendió que en su caso lo más sensato sería buscar a alguien que pudiera darle cuenta de lo que buscaba, de forma que avanzó por el vial central. El Andador de Costa, cuyo nombre se anunciaba en llamativos carteles, la condujo hacia el sur entre manzanas de nichos que se sucedían de manera interminable. A lo lejos divisó algunos visitantes que parecían afanados limpiando lápidas. Llegó al límite opuesto del cementerio sin encontrar a nadie con quien cruzar palabra, pero su mirada quedó atrapada en una montaña artificial de escarpadas rocas sobre la que destacaba una reproducción en mármol de un templo que recordaba al Partenón de Atenas. Se trataba sin duda de un magnífico mausoleo, y el epitafio situado a un lado le sirvió para satisfacer su curiosidad y para explicarse el nombre del andador por el que había llegado: «Aragón a Joaquín Costa, nuevo Moisés de una España en éxodo. Con la vara de su verbo inflamado alumbró la fuente de las aguas vivas en el desierto estéril. Concibió leyes para conducir a su pueblo a la Tierra Prometida. No legisló».

Pensativa, se disponía a rodear el monumento cuando un hombre en ropa de faena atravesó el espacio entre dos manzanas de nichos cercanas. Se apresuró en su busca. A medida que reducía la distancia, comprobó que iba provisto de una gruesa zamarra de cuero encima del mono azul y de una boina que no evitaban la sensación de frío, a juzgar por su aspecto aterido. El hombre se descubrió la cabeza al entrar en una pequeña capilla y Julia se acercó dejando que las pisadas sobre la gravilla advirtieran de su presencia. El interior estaba en penumbra y el contraste con la mañana luminosa le impidió apreciar nada que no fueran sombras.

—Buenos días. ¿Hay alguien? —se anunció—. ¿Se puede entrar?

—¡Pase! —respondió una voz grave que denotaba cierto disgusto.

Al poco Julia consiguió percibir un diminuto altar en lo alto de un escalón y tres bancos corridos a sus pies. Dos cirios ardían en los extremos y el hombre se había acercado a uno de ellos.

—Es la única forma de calentarse un poco las manos —explicó a modo de disculpa—. Los dedos se agarrotan con este jodido cierzo y no hay manera de trabajar ahí afuera. ¿A quién busca?

Los ojos de Julia empezaban a adaptarse a la penumbra y pudo distinguir los rasgos rudos y demasiado ajados de un hombre que apenas rondaría los cincuenta. Su mirada, sin embargo, parecía noble y su actitud, servicial tras la incomodidad del primer momento.

—Busco una sepultura —respondió y abrió el bolso y removió en su interior. Extrajo una hoja de periódico doblada—. Es posible que si le muestro esto lo recuerde.

El hombre se frotó las manos con energía para terminar de calentarlas, cogió la boina que había dejado sobre el altar y se dirigió a la puerta por el pasillo lateral opuesto.

—Venga aquí, a la luz del sol podremos ver algo —le pidió al tiempo que se llevaba el índice a un ojo y negaba con la cabeza—. La vista, que empieza a fallar.

El viento arremolinaba las hojas en el pequeño atrio de la capilla y hacía que algunas se colaran en el interior. Julia se acercó a él, interrumpiendo su empeño de sacarlas afuera con el pie, y desplegó ante ambos una portada del Heraldo de Aragón. Percibió un olor acre a sudor cuando el enterrador se inclinó hacia la foto que le señalaba, en el centro del pliego, inmediatamente por debajo de la noticia principal.

—¿Lo recuerda? Fue enterrado aquí al día siguiente, el 23 de diciembre.

—¡Como si fuera ayer! Era un viernes. Ha tenido usted suerte: yo mismo preparé la sepultura —respondió satisfecho sin pararse a pensar. Un instante después, sin embargo, frunció el ceño y su semblante se nubló—. ¿Qué la une a ese hombre? Lo capturaron los de la Policía Armada, era un fugitivo, según dijeron. Aquí mismo lo pone.

—Digamos que era un buen amigo de mi familia —respondió evasiva tras una pausa—. No crea usted todo lo que escriben en el periódico.

—¿Y en qué habremos de creer, si no? —Alzó las cejas e irguió el cuello, al parecer extrañado por la osada observación.

—Olvídelo. Solo quiero averiguar dónde reposa. Es un encargo de sus allegados al saber que yo viajaba a Zaragoza.

—En ese caso, acompáñeme, señorita —resolvió, tras echar un fugaz vistazo a las manos que aún sostenían el periódico en busca de un anillo de casada que no existía—. Ya puede usted embozarse bien, porque con este cierzo van a echar a volar hasta los angelotes de alabastro. —Y él mismo se levantó el cuello de la zamarra y se reía con su comentario.

Caminaron entre hermosas sepulturas que parecían competir en la calidad de los ornatos y en el tamaño de los conjuntos escultóricos. El enterrador hizo ademán de detenerse junto a alguno de ellos, pero desistió pronto al ver que Julia se adelantaba, por lo visto más interesada en llegar cuanto antes a la tumba que buscaba. Atravesaron una vaguada con enterramientos más modestos antes de llegar al borde de una senda donde se alineaban una decena de túmulos a todas luces cavados en la tierra. Algunos estaban coronados por viejas cruces de hierro o de piedra, con esmaltes ovalados que recordaban al finado con imágenes descoloridas. Otros, sin embargo, se contentaban con una humilde cruz de madera, y las m

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