El secreto de la contadora de historias

Sejal Badani

Fragmento

libro-3

PRÓLOGO

VERANO DE 2000

El veinte por ciento de las mujeres sufre un aborto alguna vez en su vida. Y, de entre ellas, el ochenta por ciento pierde su bebé durante las primeras doce semanas de embarazo. Si eres mayor de treinta años, tienes como mínimo un doce por ciento de probabilidades de sufrir un aborto, un porcentaje que aumenta a cada año que pasa.

Soy capaz de recitar de memoria estas estadísticas y muchísimas más. He estado investigando el tema sin cesar desde que empezamos a intentarlo. De eso hace ya cinco años. Desde entonces, he pasado horas interminables en la biblioteca y en internet, confiando en que aparezca un nuevo estudio o un nuevo fármaco que mejore las probabilidades de llevar un embarazo a buen puerto y dar a luz un bebé sano. Pero los resultados son siempre los mismos: por cada bebé que nace, hay muchos que no terminan con éxito su gestación. Por cada mujer que acuna un pequeño en brazos, hay otra que anhela poder consolar el llanto de un niño. Por cada pareja que consigue llenar su hogar con una familia, hay otra que nunca llegará a conocer la paternidad.

Miro la imagen de la ecografía que tengo en la mano. Primero la pongo de lado y luego boca abajo. He memorizado las líneas sinuosas en blanco y negro que rodean la única imagen que tengo de mi bebé. Le doy el color que no tiene el retrato e imagino que el líquido que lo envuelve, a él o a ella, es calentito y transparente, como el agua de una bañera. Estoy convencida de que el sonido chirriante que emiten al entrar en contacto con las vías las ruedas del tren que cojo a diario para ir al trabajo se altera y a mi bebé le parece una sinfonía que lo acuna hasta dejarlo dormido. Y que el miedo que impregna hasta la última célula de mi cuerpo no alcanza jamás el útero. Mi bebé vive en un mundo de felicidad y alegría, confiando en su futuro.

—Jaya. —La puerta del despacho se abre apenas unos centímetros, lo suficiente para que Elizabeth, la becaria, pueda asomar la cabeza—. Patrick al teléfono. —Confusa, mira mi teléfono y me doy cuenta entonces de que hay dos lucecitas que parpadean—. Te he estado llamando, pero no contestabas.

—Lo siento, estaba trabajando en un artículo —digo. Elizabeth mira el monitor y ve que la pantalla está negra, pero no comenta nada. La verdad es que no he oído sonar el teléfono ni que llamaran a la puerta—. Enseguida atiendo la llamada. —Espero a que cierre la puerta antes de descolgar—. ¿Patrick?

—Hola, cariño.

Su voz me resulta tan familiar como la mía. Llevamos juntos desde la universidad y ocho años de casados, de modo que conozco todos sus matices y lo que significa cada uno de ellos. El saludo rápido me da a entender que está mirando la pantalla del ordenador y sujetando el teléfono entre la oreja y el cuello. Es última hora de la tarde, así que lo más seguro es que vaya ya por su quinto café. Cuando estudiaba Derecho, intentó acabar con ese vicio y lo consiguió. Pero, en cuanto empezó a trabajar en el bufete más importante de Nueva York al año de terminar los estudios, su ingesta diaria pasó a ser de entre seis y ocho tazas.

—¿Quieres que pase por el chino a comprar algo para esta noche? —De fondo, lo oigo teclear y después remover papeles—. O, si lo prefieres, podemos cenar hamburguesas y patatas fritas. Otra vez —dice, en plan de broma.

Sería la cuarta vez esta semana, pero, en las catorce que llevo embarazada, las hamburguesas han sido mi único antojo. En el anterior embarazo fue la comida italiana, y en el anterior a ese perdí por completo el apetito y tenía náuseas constantemente.

—Patrick. —Sin quererlo, presiono con fuerza la imagen que tengo en la mano. Y, con la otra, aprieto el auricular contra mi oído hasta hacerme daño—. Es que… —Me interrumpo, sin saber cómo decírselo.

Patrick deja de teclear e inspira hondo.

—¿Jaya? —Noto la congoja en su voz y, al percibirla, se me corta la respiración. No es necesario que diga nada más: lo sabe—. ¿Has llamado a la doctora?

—Todavía no —murmuro.

—¿Cuándo has empezado a sangrar?

Su tono de voz se transforma en el que suele emplear en los tribunales, mientras que el mío se debilita hasta volverse casi inaudible. Es nuestro baile, el que aprendimos por necesidad, no por gusto. A cada paso que damos, yo titubeo y él se fortalece.

Nunca pensé que yo acabaría siendo así, aunque he aprendido que la vida rara vez funciona como esperamos. Patrick es la excepción a la regla. En su caso, todo ha ido siempre según el plan. Nacido para ser abogado, parece cobrar vida cuando se planta delante de jueces hastiados y jurados escépticos. Con su belleza clásica, su voz profunda y su aguda inteligencia, ha conseguido ganar casos suficientes como para llegar a ser uno de los socios más jóvenes de toda la historia de su bufete. Y eso era justo lo que él esperaba, y lo que tenía planeado, cuando se licenció en la facultad de Derecho.

Yo, en cambio, elegí el periodismo. Mi amor por la palabra escrita, junto con mi obsesión por los hechos y los datos, lo convertían en la carrera perfecta. Mi madre, decepcionada con mi elección, siempre se preguntó por qué no me decantaba por la medicina.

—Hace dos horas —reconozco.

Espero una réplica que me informe de quién es Patrick en estos momentos: el abogado, el hombre o el afligido padre.

—Nos vemos en la consulta —dice en tono cortante.

Sigue siendo el abogado. Con esta faceta, podrá abstraerse con los detalles médicos sobre el aborto y aceptarlo de un modo que a mí me resulta imposible. Envidio su fuerza y me gustaría tenerla también yo, pero esta me esquiva cada vez que intento alcanzarla.

—Nos vemos allí.

Cuelgo antes de que ninguno de los dos pueda decir nada más. Me niego a separarme de la imagen y la guardo a buen recaudo en el bolsillo de mi traje pantalón.

Me acaricio la barriga y espero una señal que me diga que todo va bien. Que no hay necesidad de ir corriendo a ver a la doctora ni de preocuparse por lo que pueda encontrarme. Me digo que el bebé sigue sano y salvo en mi vientre, esperando a que llegue el momento de nacer. Y espero, y sigo esperando. Al ver que no se produce ninguna señal, que no hay ninguna pista, empujo la silla bajo el escritorio y apago el ordenador. Le doy al interruptor de la luz, sumergiendo el despacho en la oscuridad, y salgo por la puerta.

Me cuesta abrir los ojos por culpa de la anestesia. Parpadeo varias veces y consigo centrar la imagen de Patrick y la ginecóloga, que están hablando en voz baja en la esquina de la habitación.

—Necesitará guardar reposo al menos una semana —le está diciendo la doctora a Patrick—. Nada de levantar pesos ni de actividades estresantes.

—¿Cuándo podremos volver a intentarlo? —Aparto sin miramientos la debilidad que me aplasta y encuentro mi voz. Se vuelven los dos a la vez, sorprendidos al verme despierta—. ¿Cuántos meses?

Intercambian una mirada que me da a entender que ya han estado hablando del tema.

—Cariño, ahora concéntrate en ti.

Patrick se acerca y me acaricia el pelo.

—¿Cuánto tiempo? Dímelo, por favor.

Y noto que las palabras salen fragmentadas, como esquirlas de cristal.

Entre este embarazo y el anterior esperam

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