Julia está bien

Bárbara Montes

Fragmento

Prólogo

Prólogo

1936

Ante ella sólo muerte. Dondequiera que mirase, descubría más cadáveres. Mujeres y hombres, jóvenes y ancianos... daba igual donde se posasen sus ojos.

En su camino vislumbró, entre los escombros de los recientes bombardeos, el cuerpo ensangrentado y desmadejado de lo que le pareció un niño de corta edad. Retiró la vista espantada. Prefería mirar sin ver, prefería pensar que esas imágenes se borrarían de su memoria con el tiempo.

No lo hicieron.

Alcanzó la plaza de toros ayudándose de la oscuridad. Había sido la casualidad la que había querido que llegase a la ciudad cuando ya caía la noche; no lo había planeado, pero lo había utilizado. También había utilizado la sangre de algunos de los caídos para algo tan prosaico como ocultarse de la única forma que había podido: haciéndose pasar por un muerto más.

Durante su avance se había cruzado con poca gente. La primera vez escuchó voces masculinas, risas, cantos y algún disparo. Miró a su alrededor y sólo vio un grupo de unos seis o siete cadáveres casi amontonados unos encima de otros junto a un muro medio derruido. Las voces se acercaban. Se empapó las manos en el charco rojo que se extendía como un halo en torno a la cabeza de uno de los muertos y las restregó sobre su blusa. Repitió la operación manchándose también la cara y se tumbó en el suelo, junto a los cuerpos. Ya doblaban la esquina cuando tiró de uno de ellos echándoselo por encima y cerró los ojos.

Unos hombres uniformados pasaron junto a ella sin verla. Llevaban las chaquetas abiertas en un vano intento por refrescarse, pero el calor de agosto no perdonaba. Charlaban y cantaban en un idioma que no entendió. Cuando dejó de escuchar los cánticos, tras lo que le pareció una eternidad, salió de debajo de su involuntario protector y se levantó. Temblaba. Miró el rostro del hombre. Su vista se perdía en un cielo estrellado que ya nunca volvería a ver. Le cerró los ojos, susurró un «gracias» y siguió avanzando.

Ahora, escondida entre los muros y sombras de la plaza de toros, un escalofrío recorrió su columna. El aire olía a sangre y polvo. A lágrimas y chillidos. A muerte.

1. De mierda hasta el cuello

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De mierda hasta el cuello

2011

Cuando estás de mierda hasta el cuello, todavía puedes tropezar y caerte de bruces. Y eso es lo que está a punto de sucederme en la luminosa cocina del piso de mis padres mientras desayuno con mi madre. Ni siquiera me va a dar tiempo a parar el golpe con las manos.

—Sofi, no puedes seguir así. —Mi madre me llama Sofi. Lo odio. En mis treinta y seis años de vida no he podido quitarle la manía—. Todo el día encerrada y sin hacer nada. El mundo no va a pararse porque tú te pares.

—Mamá, hago lo que puedo... Estoy pasando una mala racha, ya lo sabes. Primero la separación y después lo de quedarme en paro...

—Mira, hija —mi madre me interrumpe sin miramientos—, te separaste hace ya tres meses...

—Mamá, había motivos para una separación —replico con mi voz rezumando acritud. A ella le importa poco y sigue con su discurso.

—Me da igual. Te separaste, y hace dos meses te despidieron. Va siendo hora de que te recompongas, dejes de lloriquear y salgas de tu cuarto que, por cierto, desde que te casaste se había convertido en mi gimnasio. Me estoy poniendo fofa. —Ella nunca ha sido de esas madres que te dicen lo que quieres oír y te proporcionan consuelo y amor. Ella te dice lo que le da la gana, sigue con su vida y allá tú con tus emociones.

—¿Y lo del trabajo? ¿Qué quieres que haga? —contesto algo a la defensiva—. Llevo un tiempo buscando y no he encontrado nada ni medio decente.

—Ah, sobre eso quería yo hablar contigo —dice llevándose una tostada de pan integral a sus labios pintados con irritante precisión.

Me encojo en la silla de la cocina y me sujeto a lo único que tengo a mano: mi taza de café. Cuando mamá dice «sobre eso quería yo hablar» sabes que nada bueno puede venir a continuación. Repaso la conversación en mi mente y no encuentro nada relevante, pero por el tono, algo he tenido que decir que lo es.

Agarro la taza con tanta fuerza que temo partirla en dos. Eso me habría salvado de lo que se me avecina. Pero no. Me quemo con el calor del café casi hirviendo, tal como le gusta a mi madre, y tengo que aflojar la presión antes de despellejarme las palmas de las manos.

—He hablado con la abuela. —Deja la tostada en su plato y me mira a los ojos. Me recuerda a una de esas leonas de los documentales, cuando van de caza y divisan un feliz ñu pastando un poco retirado del resto de la manada, ignorante del peligro que le acecha.

Me tiene justo donde me quiere. No sé cómo hemos llegado a esta situación, pero intuyo por su lenguaje no verbal que estoy en problemas. Le devuelvo la mirada notando mis ojos como los de un conejo deslumbrado por los faros de un coche. Intento mantener la calma.

No puedo.

—Ajá... ¿Sobre qué? —respondo. Se puede palpar el temblor en mi voz, así que prefiero cerrar la boca y no darle más armas de las que ya, sin saberlo, le he regalado con mi estupidez.

—Sobre ti, claro. Sabe que te has separado y que estás sin trabajo. —La leona se aproxima al bóvido casi reptando, oculta entre los arbustos resecos de la sabana.

—Lo sé, se lo conté yo la última vez que fui a verla —contesto vocalizando, muy despacio y con todos mis sentidos alerta. El ñu intuye que algo no va bien, levanta la cabeza de los pastos que mastica con fruición y husmea el entorno. Ni se imagina que está disfrutando de sus últimos instantes de vida.

—La abuela no quiere seguir con la persona que contratamos para cuidarla, dice que no se llevan bien, que es muy arisca y que no sabe cocinar, que le pone muchas especias a todo. —La reina de la sabana se relame antes de saborear la pieza, todos los músculos de su cuerpo tensos, preparándose para el salto final.

—¿Y qué tiene esto que ver conmigo? —A veces parezco tonta. Como un ñu. Mi madre no necesita más que eso para soltar la bomba. Una bomba enorme, de diez millones de megatones, o eso me parece a mí, única víctima de tamaño artefacto.

—Tus tías y yo hemos pensado que pod

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