Cero negativo

Judith Galán

Fragmento

1. Cat

1

Cat

Verano, 1993

Hacía frío. Sus piernas estaban apenas cubiertas por unos finos leotardos y las bailarinas de charol no impedían que el aire fresco de la estación le entumeciera los dedos de los pies. Su madre la había obligado a ponerse aquel vestido azul aterciopelado que tanto odiaba. El mismo que usaba para ir a misa algunos domingos o, como aquella tarde, para visitar al doctor en la capital. Normalmente, su padre llevaba a la niña y a la madre en coche hasta Barcelona, y, durante la visita, esperaba en un bar situado a dos números del edificio donde el doctor tenía la consulta. Pero aquel día de invierno el coche de su padre estaba averiado y las dos se habían desplazado en tren hasta la ciudad.

Se sentaron en uno de los bancos de piedra incrustados en las húmedas paredes de la estación para esperar la llegada del tren que las llevaría de vuelta a casa. La niña contemplaba asombrada el ir y venir de la gente; las prisas, los gritos, el rechinar de las ruedas de acero sobre los rieles, el color de piel de las personas que esperaban de pie con sus bolsas de tela, los carteles publicitarios de papel que adornaban las paredes... Un paisaje lúgubre y desconocido para una niña de diez años que nunca salía de su tranquilo pueblo.

De pronto, un sonido metálico la asustó. Miró hacia arriba y adivinó la procedencia de aquella voz masculina.

«Tren con destino Igualada. Tiene parada en todas las estaciones y apeaderos.»

—Ese es nuestro tren. Vamos —anunció la madre, tras levantarse y sujetarle la mano.

En pocos segundos el andén se llenó de gente. La niña miró de lado a lado sin comprender de dónde habían surgido todas aquellas personas que corrían hacia la vía.

—No te separes de mí... —le advirtió su madre.

Apretó con fuerza los dedos de la única persona adulta que conocía en aquel oscuro lugar y alzó la vista contemplando, horrorizada, cómo hombres y mujeres se sorteaban entre sí para hacerse un hueco cerca de la vía. Segundos de angustia para avanzar dos escasos metros hacia la meta.

Justo cuando empezaba a percibir el calor del tren entre las piernas, unos gigantescos zapatos de piel le aplastaron las bailarinas de charol, partiendo en dos la mariposa de seda azul que adornaba el empeine. Horrorizada por el dolor y por ver como aquella mariposa se desprendía de su calzado, soltó la mano de su madre y se agachó, para tratar de alcanzar aquel preciado tesoro.

—Carolina, no te sueltes... —Oyó el grito de su madre perderse entre las personas que se aproximaban al tren.

Cogió con los dedos las dos alas de la mariposa e irguió la cabeza, buscando, entre todas aquellas piernas, la falda color crema de su madre.

—¿Mamá? —susurró.

El choque de las gomas cerrando las puertas y el rechinar de las ruedas de acero...

—¡¡Mamá!!

—Cat... —Óscar agitó con brusquedad los brazos de su hermana—. ¡Cat, despierta!

—¿Sí? —Ella abrió los ojos, aturdida.

—La próxima parada es la nuestra. Venga, levántate.

Descendieron del vagón y Cat caminó sobre aquel andén con cierta inestabilidad. Le temblaban las piernas y no supo si los nervios que provocaban aquel estado de ansiedad se debían al recuerdo de un pasado lejano o a la incertidumbre de un futuro próximo.

Miró a su hermano con escepticismo. Óscar había vuelto a desconectar de su compañía, dejándose atrapar por su walkman y envolviéndose en aquella música pop que ella tanto odiaba. El chico era tan solo un adolescente; él no le temía al recuerdo, no sabía lo que era perderlo todo, parecía tranquilo y dispuesto a aceptar su nuevo futuro.

Desde la misma estación, tomaron el primer autobús que los dejaría en su destino. Una vez allí, continuaron en silencio. Fueron apenas quince minutos de trayecto, pero a Cat ese tiempo le pareció una eternidad. Contemplando aquellas calles, miles de escenas resurgieron de su memoria, todas ellas imprecisas, hoscas, tristes.

—¿Crees que papá estará en casa? —Óscar continuaba con los auriculares en las orejas y la mirada perdida en el exterior del vehículo.

—Espero que no...

No había vuelto a ver a su padre desde la mañana de aquel día. El día en el que una nueva vida, más oscura y dolorosa que la anterior, se abrió paso para ellos; dos días antes de que su tía Carmen se llevara a los dos hermanos de vuelta a Masquefa, a la seguridad, al calor del hogar, al lugar que nunca debieron abandonar. El mismo lugar que esa mañana habían dejado atrás.

Entonces Óscar tenía apenas cuatro años y durante los últimos nueve el padre de ambos solo había mantenido el contacto con su hijo; hablaban por teléfono cada semana y se encontraban en el pueblo, al menos una vez al mes, y aunque Cat quería evitar el reencuentro, sabía que en Sabadell iba a ser inevitable.

Regresaba a aquella ciudad que tan malos recuerdos le suscitaba. A la urbe, al ruido, a la contaminación y a la indiferencia. Pero volver era la única oportunidad de conseguir un buen empleo, un trabajo más inspirador que servir menús en el bar de carretera de su pueblo. Después de seis años estudiando, de conseguir la licenciatura en física y la mejor nota en un posgrado en astronomía, después de idas y venidas en tren hasta la Universidad de Barcelona, por fin había llegado el momento de recoger los frutos de su esfuerzo y de disfrutar haciéndolo. Envió currículos a todos los centros de observación e investigación de Cataluña y, precisamente, fue la Agrupación Astronómica de Sabadell la que le concedió la oportunidad de trabajar durante aquel verano en el observatorio, que se inauguraba ese mismo año, impartiendo clases de astronomía a niños y con la posibilidad de renovar su contrato en un futuro. A pesar de que volver a aquel lugar le sacudía el corazón, como si alguien lo introdujese en una coctelera y lo agitara sin piedad, debía reconocer que aquella ocasión era única y que no había nada más gratificante para ella que transmitir a los niños su pasión por los astros.

—Ya hemos llegado —anunció Cat, golpeando a su hermano en el hombro.

Bajaron del autobús y los dos arrastraron las maletas hasta llegar frente al portal donde habían vivido nueve años atrás.

—¿Es aquí? No lo recordaba así... —murmuró Óscar, apagando el aparato reproductor y retirándose los auriculares casi simultáneamente.

Una vez en el rellano de la segunda planta, Cat buscó las llaves en el bolso, dudando de si sería capaz de abrir aquella puerta. Pero debía hacerlo. Giró dos veces la cerradura y un fuerte olor a silicona los sorprendió.

—¿A qué huele? —preguntó Óscar, tapándose la nariz con rapidez.

—Tía Carmen le pidió a papá que reformara el cuarto de baño.

A pesar de las obras, todo parecía limpio y nada había cambiado, a excepción del baño. Los m

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