Mystic River

Dennis Lehane

Fragmento

1. El Point y los Flats

1 El Point y los Flats

Cuando Sean Devine y Jimmy Marcus eran pequeños, sus padres trabajaban juntos en la fábrica de caramelos Coleman y siempre los acompañaba a casa el mal olor del chocolate caliente. Se convirtió en un sello indeleble de su ropa, de las camas en las que dormían y del respaldo de vinilo de los asientos de sus coches. La cocina de Sean olía a polo de chocolate, y su cuarto de baño a barrita Coleman Chew-Chew. A los once años, Sean y Jimmy odiaban hasta tal punto los dulces que durante el resto de su vida bebieron café solo y se saltaron siempre el postre.

Los sábados, el padre de Jimmy pasaba por casa de los Devine para tomarse una cerveza con el de Sean. Solía llevarse con él a Jimmy, y mientras las cervezas pasaban de una a seis, con el añadido de dos o tres chupitos de Dewar’s, Jimmy y Sean jugaban en el patio trasero, acompañados a veces por Dave Boyle, un niño con muñecas de niña y mirada insegura que siempre estaba contando chistes aprendidos de sus tíos. Desde el otro lado de la mosquitera de la ventana de la cocina, los tres podían oír la apertura efervescente de las latas de cerveza, las bruscas ráfagas de risa ronca y el rotundo chasquido de los mecheros Zippo con los que el señor Devine y el señor Marcus se encendían sus Lucky Strike.

El que tenía el mejor empleo, como capataz, era el padre de Sean, un hombre alto, rubio y de sonrisa fácil; una sonrisa distendida con la que Sean lo había visto apaciguar más de una vez las iras de su madre como si se las apagara por dentro con un interruptor. El padre de Jimmy cargaba los camiones. Era bajo, con un flequillo oscuro y enmarañado que le caía por la frente y una especie de permanente inquietud en la mirada. Se movía con una velocidad sorprendente: un parpadeo bastaba para encontrárselo de pronto en la otra punta de la habitación. Dave Boyle no tenía padre, aunque sí muchos tíos, y la única razón de que estuviera tantos sábados en casa de Jimmy era que tenía el don de pegarse a él como un esparadrapo. En cuanto lo veía saliendo de casa con su padre, se plantaba junto al coche, medio jadeando, y le decía con una tristeza cargada de esperanza: «¿Qué tal, Jimmy?»

Vivían todos en East Buckingham, al oeste del centro, un barrio de colmados aprovechados hasta el último milímetro, pequeños parques infantiles, y carnicerías con carne todavía roja de sangre colgando en el escaparate. Los bares tenían nombres irlandeses, y la mayoría de los coches aparcados junto a las aceras eran modelo Dodge Dart. Las mujeres llevaban un pañuelo en la cabeza atado por detrás y monederos de piel falsa, de los de clic, para los cigarrillos. Hasta hacía bien poco, un par de años quizá, a los chicos mayores los sacaban de las calles —casi parecía que se los llevasen naves espaciales— y los mandaban a la guerra. Volvían vacíos y taciturnos al cabo de un año, más o menos... si volvían. Durante el día, las madres buscaban cupones de descuento en la prensa; por la noche, los padres iban a los bares. Allí todo el mundo se conocía. De aquel barrio, exceptuando a aquellos chicos mayores, no se iba nunca nadie.

Jimmy y Dave provenían de los Flats, cerca de Penitentiary Channel, al sur de Buckingham Avenue. Aunque la calle de Sean estuviera a sólo doce manzanas, los Devine eran del norte de la avenida, de la zona del Point. Y la gente del Point y la de los Flats no solían mezclarse mucho.

Tampoco es que en el Point las calles fuesen de oro y las cucharas de plata. Era un simple barrio de trabajadores, con Chevrolets, Fords y Dodges aparcados delante de casas muy sencillas, y aunque había algunas de estilo victoriano, también eran pequeñas. Pero en el Point la gente tenía las casas en propiedad, y en los Flats la mayoría vivía de alquiler. Las familias del Point iban a la iglesia, estaban unidas y, durante el período electoral, salían a la calle con pancartas, mientras que en los Flats... Bueno, en los Flats había de todo. En algunos apartamentos vivían hasta diez personas, como animales, las calles estaban llenas de basura... «Fangolandia», lo llamaban Sean y sus amigos de Saint Mike: familias que vivían de subsidios, que mandaban a sus hijos a colegios públicos, que se divorciaban... En fin, que si Sean iba a la escuela parroquial de Saint Mike con su uniforme de pantalones negros, corbata negra y camisa azul, Jimmy y Dave iban al colegio Lewis M. Dewey de Blaxston. Y en el «Looey & Dooey», como lo llamaban, los alumnos vestían de calle. En ese sentido, estaba bien. Lo que no lo estaba tanto era que su ropa era la misma tres días de cada cinco. Iban hechos una porquería: el cuello de la camisa, los puños, el pelo, la piel... Entre los chicos, muchos tenían granos y acné, y la mayoría no terminaba los estudios. Entre las chicas, más de una aparecía en la ceremonia de graduación con un vestido de embarazada.

Vaya, que de no ser por sus padres difícilmente se habrían hecho amigos. Entre semana nunca se veían, pero tenían los sábados y, al margen de que se quedaran en el patio trasero o salieran a dar una vuelta por los descampados de Harvest Street, o cogieran el metro y fueran hasta el centro —no para ver nada, sólo para circular por aquellos túneles oscuros, oyendo traquetear y chirriar los vagones en las curvas bajo el parpadeo de las luces—, eran días, esos sábados, en los que Sean tenía la sensación de estar conteniendo constantemente el aliento. Con Jimmy podía pasar de todo: si éste era consciente de que había reglas —en el metro, en la calle, en el cine—, no lo parecía en absoluto.

En una ocasión, mientras estaban en South Station, empezaron a pasarse una pelota naranja de hockey en el andén. Jimmy no pudo atrapar un lanzamiento de Sean y la pelota acabó cayendo a la vía. Antes de que a Sean se le pasara siquiera por la cabeza que a su amigo pudiera ocurrírsele hacer algo así, Jimmy ya estaba en las vías, entre los ratones, las ratas y el tercer raíl.

La gente que estaba en el andén se volvió loca y empezó a chillar a Jimmy. Una mujer se puso gris como la ceniza de un puro, se arrodilló y empezó a gritarle: «¡Vuelve aquí ahora mismo! ¡Vuelve aquí, maldita sea!» Sean oyó que algo retumbaba. Podía ser un tren entrando en el túnel de Washington Street o camiones circulando arriba, por la calle. La gente del andén también lo oyó y empezó a mirar a todas partes buscando al guardia que vigilaba la estación. Un hombre le tapó los ojos a su hija con el antebrazo...

Mientras tanto, Jimmy seguía buscando tranquilamente la pelota en la oscuridad. La encontró y se puso a quitarle la mugre negra con la manga de la camisa, ignorando a la gente que se había arrodillado sobre la línea amarilla del borde del andén y que le tendía las manos.

Dave le dio un codazo a Sean.

—¡Jo, tío! —dijo más alto de la cuenta.

Jimmy caminó entre las vías hacia la escalera del final del andén, donde se abría la oscura boca del túnel. El ruido iba en aumento y para entonces reverberaba por toda la estación. La gente empezó a gritar alzando los brazos o golpeándose los muslos con las manos para que se diera prisa, pero

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