El japonés del Quijote

Santiago Pajares

Fragmento

1. La salida

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La salida

Se llamaba Toshio Shinobu. Tenía setenta y dos años y apenas uno setenta de estatura. Residía en una pequeña vivienda de dos plantas en Nakanojō, en la prefectura de Gunma. Como todos los días, se despertó temprano y enrolló el futón sobre el que dormía. Se sentó en el tatami con las piernas cruzadas y dejó pasar los minutos, pensando. Los minutos se convirtieron en horas sin que Shinobu se moviera del sitio. El sol salió entre las montañas y sus rayos se colaron a través de las ventanas de papel de arroz. Nadie, excepto él, sabía qué ocurría dentro de su cabeza.

Quizá, ni siquiera él.

Justo cuando la campana del templo comenzó a tañer anunciando el mediodía, Shinobu sintió algo vibrar en su interior. Algo que había permanecido estancado durante mucho tiempo y que ahora, latido a latido, comenzaba a despertarse. Se levantó del tatami y se dispuso a almorzar. Echó arroz en un cuenco y calentó un poco de sopa de miso del día anterior. Comió en completo silencio; todas las palabras aún dentro de su cabeza.

Lavó los cuencos y observó cómo el agua lamía la cerámica hasta el pequeño fregadero. Pensó en la facilidad con que las pequeñas gotas se unían unas a otras hasta formar gotas más grandes. Él siempre había pensado en sí mismo como una pequeña gota que no se unía a ninguna otra. Una gota que no iba a ninguna parte.

Hasta hoy.

Se puso un liviano traje de lino abotonado hasta el cuello y un sombrero de paja con una cinta negra de seda. Pasó algunos minutos decidiendo qué meter en la maleta. Nada muy pesado; necesitaba viajar ligero. Guardó en la maleta el libro repleto de anotaciones y se acercó a la urna del pequeño altar en un rincón, al lado de la foto con la banda negra de luto.

Watashito isshoni kite kudasai, otō-sama. (Venga conmigo, honorable padre.)

Añadió algunas camisas, pantalones, calcetines, ropa interior y unos zapatos. La cabeza le decía que necesitaría más, pero se negó. El resto lo podría comprar en el camino. Pese a todo, Shinobu siempre había sido un hombre sencillo.

Recogió todos los enseres de la casa antes de salir. Desenchufó los electrodomésticos, cerró la llave del agua, barrió el tatami y trabó las ventanas.

Abrió la puerta al aire de Nakanojō. El calor húmedo se le adhirió a la piel y Shinobu inhaló fuerte, como si pudiera retener una pequeña porción de aire en los pulmones para siempre. Cerró la puerta y dejó la llave sobre el marco, preguntándose si alguna vez volvería a entrar en el que siempre fue su hogar.

Sacó del garaje su vieja bicicleta, aseguró su liviana maleta al portaequipajes y comenzó a pedalear. Miró las copas de los cedros mecidas por el viento, las plantaciones de konnyaku aledañas a las casas de madera, los establecimientos de baños onsen que habían proliferado para atraer el turismo. Algunos vecinos barrían las aceras, otros se limitaban a mirar el cielo tratando de prever el tiempo. Nadie se despidió de él.

No fue como cuando se marchó aquella vez, hacía ya tantos años, de noche y sin que su familia se enterase. Ahora era casi un anciano, con una barba blanca y el rostro surcado de arrugas. Ya no le quedaba familia que llorase su marcha.

Recorrió los tres kilómetros hasta la estación y dejó la bicicleta apoyada en una farola, pensando en quién la usaría a partir de ahora. Compró un billete para Tokio y esperó más de una hora hasta que el tren arribó y las puertas se abrieron. Suspiró y con una larga zancada se introdujo en el vagón. Durante las tres horas de trayecto solo pudo pensar en que ni siquiera sabía bien cómo sentirse. No sabía si eso era lo que debía hacer, pero no se le ocurría nada más.

No quería morirse sin comprenderlo. Se lo debía a su honorable padre, otō-sama.

Se apeó en la estación central de Tokio sabiendo que solo en aquel edificio había más gente que en Nakanojō. Todos caminando de un sitio a otro. A sus trabajos, a sus casas, a los innumerables bares y restaurantes de la zona. Aquel también había sido su mundo durante muchos años. Sus pies habían recorrido esas mismas calles con prisa, con ansia, siempre con tareas urgentes que acometer. Curiosamente, sentía aquellos tiempos más lejanos que su infancia en Nakanojō, donde sus recuerdos quedaron impresos a fuego. Comparado con aquellos días, Tokio era un tiempo borroso en su memoria. Sin embargo, no podía borrarlo, estaba marcado en su piel.

Comió un cuenco de ramen en una de las mesas individuales de un restaurante. Sorbió los fideos y bebió el caldo hasta que sintió el estómago lleno. Miró alrededor, a todos los oficinistas que tragaban raudos los fideos en sus veinte minutos de descanso para comer, tratando de no mancharse la camisa blanca y los pantalones negros. Salió del establecimiento y compró un billete en el Narita Express que conducía al aeropuerto. Pasó la media hora del trayecto pegado a la ventanilla viendo a toda velocidad los cientos, los miles de edificios de acero y cristal, todos preparados para el inminente terremoto que llevaban décadas esperando. Shinobu se preguntaba cómo sería vivir sin esa espera que todo japonés conoce.

Compró un billete para Madrid-Barajas, el aeropuerto internacional más cercano a La Mancha. Le informaron del precio desorbitado del billete por comprarlo con tan poca antelación, pero Shinobu lo pagó sin pestañear. El dinero para él había dejado de ser importante hacía mucho tiempo. Esperó el embarque caminando por los pasillos del aeropuerto, mirando a los turistas recién llegados y a los que ya se marchaban, todos recibidos y despedidos con pequeñas inclinaciones de cabeza por parte del personal que trabajaba en él. Todos alegres por descubrir las principales atracciones del país del sol naciente. Nadie sabría nunca el secreto del otro Japón, aquel que se ocultaba entre las sombras de los callejones de los edificios preparados para el gran terremoto.

Y quizá fuera mejor así.

Shinobu no había volado en avión. Nunca había salido de Japón y, pese a todas las situaciones extremas que había tenido que afrontar a lo largo de su vida, aquello lo ponía nervioso. Era un aparato muy grande para levantarse del suelo sin dificultad. Cuando alzaron el vuelo, pudo ver las islas japonesas hacerse pequeñas poco a poco hasta convertirse en diminutas manchas cerca de la costa meridional de China.

Pasó las casi catorce horas del vuelo dormitando, ingiriendo la deplorable comida del avión y preguntándose qué habría pensado su padre de aquel viaje, si le habría parecido bien o una más de las locuras de su hijo. Porque era la primera vez que Shinobu salía de Japón, pero su padre apenas había salido de Nakanojō más que para ir a las provincias vecinas a vender konnyaku. En cierta manera, era un progreso.

Aterrizaron en Madrid-Barajas ya entrada la mañana. Shinobu sintió nada más descender del avión el calor seco y ardiente sobre la pista de a

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