La mitad evanescente

Brit Bennett

Fragmento

cap-1

1

La mañana en que una de las gemelas perdidas regresó a Mal­lard, Lou LeBon corrió hasta la cafetería para anunciarlo, e incluso ahora, pasados muchos años, todo el mundo recuerda la alteración de Lou cuando, sudoroso, abrió de un empujón las puertas de cristal, con el pecho agitado, el cuello de la camiseta oscurecido por su propio esfuerzo. Los clientes, medio adormilados, prorrumpieron en un griterío alrededor de él; eran unos diez, si bien posteriormente serían muchos más los que mentirían y dirían que también ellos estuvieron allí, aunque solo fuera para simular que por una vez habían presenciado algo de verdad emocionante. En aquella pequeña localidad agrícola, nunca ocurría nada sorprendente, no desde la desaparición de las gemelas Vignes. Pero esa mañana de abril de 1968 Lou, de camino al trabajo, vio a Desiree Vignes recorrer a pie Partridge Road, cargada con una pequeña maleta de cuero. Presentaba exactamente el mismo aspecto que cuando se marchó a los dieciséis años, su piel todavía clara, del color de la arena solo un poco húmeda. Su cuerpo sin caderas le recordó a una rama movida por una brisa impetuosa. Avanzaba con rapidez, la cabeza gacha, y —en ese momento Lou hizo una pausa, tenía algo de showman— llevaba cogida de la mano a una niña, de siete u ocho años, negra como un tizón.

—De un negro azulado —precisó—. Como recién llegada de África.

La cafetería de Lou, Egg House se llamaba, se escindió en una docena de conversaciones distintas. El cocinero se preguntó si sería realmente Desiree, ya que Lou cumplía los sesenta en mayo y, por vanidad, se resistía a ponerse sus gafas. La camarera afirmó que por fuerza tenía que serlo: hasta un ciego reconocería a cualquiera de las hermanas Vignes y desde luego no podía ser la otra. A los parroquianos de la cafetería, que habían abandonado sus gachas de maíz y sus huevos en la barra, les traían sin cuidado todas esas especulaciones sobre la Vignes. Pero ¿quién demonios era la niña de piel oscura? ¿Podía ser hija de Desiree?

—¿De quién iba a ser, si no? —dijo Lou. Agarró un puñado de servilletas del dispensador y se enjugó la frente húmeda.

—A lo mejor es una huérfana que ha adoptado.

—No me explico cómo podría haber salido de Desiree algo así de negro.

—¿A ti te parece que Desiree es de las que adoptan huérfanas?

Ni por asomo. Era una chica egoísta. Si algo recordaban de Desiree, era eso, y muchos de ellos apenas recordaban nada más. Las gemelas se habían marchado hacía catorce años, casi tantos como los que hacía que las conocían. Se esfumaron de la cama tras el baile del Día del Fundador, mientras su madre dormía poco más allá en el mismo pasillo. Una mañana, las gemelas, apretujadas, se miraban en el espejo del cuarto de baño, cuatro chicas idénticas retocándose el pelo. A la mañana siguiente la cama estaba vacía, hecha como cualquier otra día, la colcha tirante cuando la hacía Stella, arrugada cuando se ocupaba Desiree. Los vecinos del pueblo se pasaron toda la mañana buscándolas, llamándolas a gritos por el bosque, preguntándose estúpidamente si las habrían secuestrado. Su de­saparición fue tan súbita como el arrebatamiento de los creyentes, quedando atrás el resto de los vecinos de Mallard, los pecadores.

Naturalmente, la verdad no era siniestra ni mística; las gemelas pronto reaparecieron en Nueva Orleans, chicas egoístas que huían de la responsabilidad. No se quedarían allí mucho tiempo. Se cansarían de la vida en la ciudad. Se les acabaría el dinero y el descaro y volverían lloriqueando al porche de la casa de su madre. Pero nunca volvieron. En lugar de eso, transcurrido un año, las gemelas se separaron, y sus vidas se dividieron en dos como el óvulo que en otro tiempo compartieron. Stella se convirtió en una mujer blanca y Desiree se casó con el hombre de piel más oscura que encontró.

Ahora había vuelto, a saber por qué. Nostalgia, quizá. Echaba de menos a su madre después de tantos años o quería exhibir a esa hija de piel oscura. En Mallard, nadie se casaba con personas de piel oscura. Tampoco se marchaba nadie, pero Desiree eso ya lo había hecho. Casarse con un hombre de piel oscura y volver al pueblo con su hija negra azulada a rastras era pasarse de la raya.

En la Egg House de Lou, el corrillo se dispersó, el cocinero se reacomodó la redecilla del pelo, la camarera contó las monedas en la mesa, hombres en mono apuraron sus cafés antes de encaminarse hacia la refinería. Lou se arrimó al cristal sucio del ventanal y fijó la mirada en la carretera. Debía telefonear a Adele Vignes. No le parecía bien que su propia hija le tendiera una emboscada, no después de todo lo que ya había pasado. Ahora Desiree y esa niña de piel oscura. Dios santo. Tendió la mano hacia el teléfono.

—¿Crees que planean quedarse? —preguntó el cocinero.

—¿Quién sabe? Desde luego daba la impresión de que tenía prisa —contestó Lou—. Me pregunto a qué se debía tanta prisa. Ha pasado de largo sin verme, sin saludar ni nada.

—Engreída. Como si tuviera algo de lo que presumir.

—Dios —dijo Lou—. Nunca había visto a una niña tan negra.

Aquel era un pueblo extraño.

Mallard, que debía su nombre a los patos acollarados que vivían en los arrozales y las marismas. Un pueblo que, como cualquier otro, era más una idea que un lugar. La idea la concibió Alphonse Decuir en 1848, mientras estaba en los campos de caña de azúcar que había heredado del padre que en su día fue su amo. Con el padre ahora difunto, el hijo ahora liberto deseó construir en aquellas hectáreas de tierra algo que perdurara por los siglos de los siglos. Un pueblo para hombres como él, que nunca serían aceptados como blancos pero se negaban a ser tratados como negros. Un tercer lugar. Su madre, que en paz descansara, aborrecía la piel clara de su hijo; cuando él era niño, lo empujaba hacia el sol, rogándole que se oscureciera. Tal vez fue eso lo que lo indujo a soñar por primera vez con el pueblo. La claridad de la piel, como cualquier cosa heredada a un gran coste, era un don solitario. Se había casado con una mulata de piel aún más clara que la suya. Entonces estaba embarazada de su primer hijo, y él imaginó a los hijos de los hijos de sus hijos de piel aún más clara, como una taza de café diluido gradualmente con leche. Un negro más perfecto. Cada generación de piel más clara que la anterior.

Pronto llegaron otros. Pronto la idea y el lugar pasaron a ser inseparables, y Mallard se extendió en torno al resto de St. Landry Parish. Las personas de color murmuraban al respecto, se preguntaban qué pasaba allí. Los blancos ni siquiera se podían creer que existiera. Cuando se construyó Santa Catalina en 1938, la diócesis envió a un joven sacerdote de Dublín que, al llegar, pensó que se había extraviado. ¿No había dicho el obispo que los vecinos de Mallard eran gente de color? En ese caso, ¿quiénes eran esas personas que iban de aquí para allá? ¿De tez clara, rubios y pelirrojos, los más oscuros no más morenos que un griego? ¿Era eso lo que se consideraba gente de color en Estados Unidos, las personas a las que los blancos querían segregar? En ese caso, ¿cómo los distinguían?

Para cuando nacieron las gemelas Vignes, Alphonse Decuir llevaba ya mucho tiempo muerto. Pero sus tataratatara­tataranietas heredaron su lega

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