Las hijas de la tierra

Alaitz Leceaga

Fragmento

Juegos de niños

JUEGOS DE NIÑOS

Nuestra madre tenía también el pelo rojo: rojo como la sangre, rojo como el vino que produce esta tierra. Mamá era una endemoniada, igual que nosotras. Eso es al menos lo que todos cuentan de ella y puede que tengan razón, porque la noche de 1848 en la que ella nació, la comarca entera tembló abriéndose aquí y allá. Casi como si nuestra madre hubiera salido de las mismas entrañas de la tierra.

No era la primera vez que un terremoto sacudía esta región, pero, precisamente aquella noche, la presa de La Misericordia construida solo cinco años antes se derrumbó por el temblor cediendo al peso del agua. El río volvió a reclamar lo que era suyo, inundando el antiguo pueblo de San Dionisio y sepultando en una tumba de agua a cincuenta vecinos que en ese momento todavía estaban despidiéndose de sus casas y sus calles.

Así es como se empezó a hablar de la maldición de las Veltrán-Belasco: las endemoniadas con el pelo hecho de fuego. O puede que fuera antes de mamá, antes incluso de que el agua de la presa aplastara el antiguo San Dionisio.

Nuestra tía abuela Clara también tenía el pelo de color rojo brillante, y solía decir que los demonios la perseguían. Los describía como criaturas afiladas, de forma casi humana pero mucho más altos y delgados, con los brazos largos y los dedos puntiagudos. Demonios sin rostro que, a medianoche, mientras ella dormía, le susurraban secretos inclinados sobre su almohada. Un brillante día de julio, mientras estaba pasando las vacaciones de verano en nuestra casa, harta de esas criaturas siniestras y de las voces que llenaban su cabeza, la tía abuela Clara se colocó un rifle de carabina debajo de la barbilla y apretó el gatillo. Tenía diecinueve años entonces, la misma edad que yo ahora.

—¿Crees que la campana de la vieja iglesia todavía puede sonar? —le pregunté a mi hermano—. Me gustaría escucharla aunque solo fuera una vez. Ya sabes, para comprobar si suena diferente por haber estado bajo el agua todos estos años en compañía de los muertos.

Rafael y yo estábamos tumbados sobre nuestra espalda en la orilla del lago de La Misericordia. Antes de responderme, se levantó sobre sus codos para mirar a las ruinas del pueblo que no habíamos llegado a conocer. En los meses de verano, cuando las semanas sin una sola gota de lluvia se acumulaban, podía verse el campanario de la iglesia del viejo San Dionisio asomando sobre el agua del lago a modo de lápida improvisada. Un monumento a todos los que murieron aquella noche.

—Pues claro que esa campana todavía puede tañer, es más: yo la he oído desde mi habitación algunas noches de invierno, cuando sopla el cierzo —dijo, tan seguro de sí mismo como siempre—. Pero esa campana es una trampa mortal, hermanita.

—¿Una trampa mortal? —repetí, colocándome una mano sobre los ojos para protegerme del sol de mediodía mientras miraba al campanario—. ¿Para quién?

—Para los vivos, claro. Esa campana la hacen sonar los muertos que esperan bajo el agua a que nos reunamos con ellos —añadió Rafael—. De vez en cuando se cansan de esperar y tocan la campana para atraer a algún desgraciado hasta la orilla. Cuando el infeliz está lo suficientemente cerca, entonces ¡zas! sacan sus brazos de muertos del agua y se lo llevan al fondo para siempre.

A pesar del insoportable calor, un escalofrío me recorrió la espalda al imaginar los brazos de un muerto saliendo del agua, muy cerca de donde estábamos tumbados.

—Otro muerto más para las endemoniadas —añadió Rafael—. Las Veltrán-Belasco se roban otra alma.

—Yo no le he robado el alma a nadie —respondí, todavía mirando la superficie del lago para asegurarme de que nada se movía.

Estábamos despidiendo septiembre de 1889 y apenas había llovido un día desde abril, así que el nivel de agua en el lago de La Misericordia estaba muy bajo. Tanto que, además del campanario de la iglesia, podían verse los viejos tejados de las casas cortando la superficie del pantano. Desde la orilla también se intuía la silueta del viejo puente que antes unía las dos orillas de San Dionisio separadas por el río, pero que ahora solo servía para que las ramas de los árboles ahogados se enredaran en él.

—¿Sabes una cosa? No te creo. La única campana que has oído repicar es la que todavía cuelga en el patio trasero de la casa, la que antiguamente servía para avisar a los hombres que trabajaban en los viñedos cuando era la hora de comer —añadí, antes de volver a tumbarme sobre el suelo caliente de cantos rodados—. La vieja campana de esa iglesia no puede sonar, no después de haber pasado más de cuarenta años bajo el agua, así que deja de intentar asustarme. Ya soy muy mayor para cuentos de fantasmas, Rafael.

Él se volvió hacia mí y me miró desde el fondo de sus ojos claros. Eran tan distintos a los míos que a menudo me daba la impresión de que era un extraño quien me devolvía la mirada y no mi hermano mellizo.

—Sí, ya me he dado cuenta de cuánto has crecido, Gloria. Ahora eres toda una mujer —me dijo, sin molestarse en ocultar una media sonrisa—. No creas que no me he fijado. Ya deberías saber que yo siempre estoy pendiente de ti.

Rafael había nacido solo cinco minutos antes que yo, pero esos cinco minutos bastaban para que él no tuviera el pelo rojo como el fuego o arrastrara una maldición. Esos cinco minutos de ventaja, junto con el hecho de que era un varón, bastaban para que él fuera el único heredero de los Veltrán-Belasco. Rafael lo heredaría todo tras la muerte de padre: la gran casa solariega donde vivíamos, las tierras que la rodeaban, las viñas, la bodega... todo, menos la maldición. Ese era mi legado, mi siniestro privilegio. Mío y de mis dos hermanas pequeñas, Teresa y Verónica, ambas con el pelo tan rojo como el mío.

—Deja de mirarme así, por favor —susurré sin ninguna esperanza de que él me hiciera caso—. Ya sabes que está mal, esto está mal. Lo que haces... lo que hacemos cuando nadie nos ve, es un pecado mortal.

—No he hecho nada aún —respondió Rafael, volviendo a tumbarse sobre su espalda para fingir que me ignoraba—. No te hagas ilusiones.

Suspiré aliviada, pero entonces él extendió su brazo para acariciarme el dorso de la mano.

—La tía Ángela dice que nuestras viñas duermen y que el campo está seco desde hace años porque algo malvado ha infectado nuestra tierra. Algo diabólico —murmuré.

Rafael se rio en voz baja y sentí su cuerpo caliente moviéndose junto al mío.

—Ya entiendo, esa vieja solterona y amargada te lo dice, ¿y tú la crees? ¿De verdad crees que las viñas duermen por lo que hacemos aquí? ¿Por nuestra culpa? —preguntó él, aunque ya sabía la respuesta—. ¿Por eso hace años que no tenemos una buena cosecha en la casa? Qué inocente eres.

Cerré mis dedos sobre los cantos rodados calentados por el sol que rodeaban el lago, pero el resto de mí permaneció inmóvil mientras Rafael me apretaba la mano cerrada sobre las piedras hasta hacerme daño. El calor acumulado en los pedruscos me quemó la palma de la mano, pero yo estaba acostumbrada porque eso era algo que solíamos hacernos: daño.

—No, no solo por lo que hacemos aquí —dije, mientras intentaba con todas mis fuerzas que no me temblara la voz por el dolor caliente que ahora me subía por el brazo—. Ya lo sabes.

—Mejor, porque la verdad es que no importa si lo que hacemos está bien o mal porque tú tienes el demonio dentro, Gloria. Igual que las dos pequeñas, mamá o la tía abuela Clara antes que vosotras, los demonios os echaron el ojo desde que nacisteis —respondió él con tranquilidad—. Mis pecados, lo que yo haga o piense no cambia eso. Lo sabes, ¿verdad?

Asentí en silencio, mordiéndome el interior de la boca para contener el dolor en mi mano.

—Por eso no crece nada bueno en nuestra tierra y por eso mismo las viñas de la finca están secas. Dormidas. Es solo vuestra culpa, vosotras os habéis llevado la vida de esta tierra —terminó él.

Me soltó la mano porque ya no necesitaba seguir apretando: el daño de sus palabras era más intenso y afilado que el dolor en mi mano.

—Yo intento ser buena, de verdad, con todo mi corazón. Pero algunas veces puedo sentir su peso sobre mis hombros: el peso del demonio. Así es como solía llamarlo mamá antes de morir. —Al pensar en ella cerré los ojos un momento y dejé que el sol seco me quemara los párpados—. De vez en cuando, mientras sueño, noto la piel áspera del demonio alrededor de mi cuello, acariciándome, apretando hasta dejarme sin respiración. Y sus palabras incomprensibles se cuelan por mi oído, arañando mi cabeza por dentro con sus uñas afiladas.

Los labios finos de Rafael se curvaron en una sonrisa.

—Sé que intentas ser buena, de verdad, pero ahí tienes tu prueba: a los demonios no les importan tus planes. Por eso mismo nada de lo que hagamos aquí cuenta —me aseguró—. Por muy bien que te portes y por mucho que te esfuerces, no hay salvación posible para tu alma, hermanita. Dios nunca mira en tu dirección.

Abrí los ojos de nuevo para ver el cielo azul y vacío sobre nosotros.

—¿Y qué pasa con Teresa y Verónica? No quiero que mis pecados se conviertan en los suyos. A lo mejor, si ellas son buenas y se portan bien...

—¿Teresa y Verónica? Pero si se pasan el día solas haciendo Dios sabe qué, merodeando por las habitaciones prohibidas de la casa y vestidas como salvajes. No, nuestras hermanas pequeñas ya están condenadas, lo están desde el mismo día en que nacieron. Antes incluso —respondió él, convencido—. De nosotros cuatro yo soy el único que verá el cielo.

Me acomodé mejor sobre el suelo de guijarros, al moverme sentí como algunas piedras pequeñas se colaban por la espalda de mi vestido de lino blanco de verano y bajaban hasta encontrarse con el límite de mi corsé. Incluso con el calor sofocante de finales de verano yo seguía llevando corsé y saya de algodón con puntillas debajo de mi vestido. Arreglarse era importante, a pesar del calor, a pesar de las malas cosechas y de la falta de futuro. No quería convertirme en una de esas chicas dejadas con las que ningún muchacho querría pasear del brazo por el centro de San Dionisio.

—A mí me da igual no conocer nunca el cielo —admití—. Me conformaría con poder vivir a salvo el tiempo que pase en la tierra. Y con que lloviera de vez en cuando también.

—Estás a salvo, yo cuido de ti. No tienes nada de qué preocuparte mientras sigamos juntos.

Preferí no decirle nada a Rafael sobre los gritos que oía algunas noches desde mi habitación. Gritos espantosos, seguidos de una risa histérica que recorría las paredes de piedra de nuestra gran casa de madrugada para llegar hasta mi dormitorio. Los gritos empezaron hace ya algunos años, pero nunca me había atrevido a contárselo a nadie para no terminar como mamá. Mi habitación estaba alejada de la que mis hermanas pequeñas compartían, así que no tenía manera de saber si ellas también podían oírlos o si yo era la más endemoniada de las Veltrán-Belasco.

—¿Sabes? Todavía recuerdo a madre en sus últimos días, mientras el cura le recitaba las sagradas escrituras para intentar salvar su alma. Antes de que su demonio particular se la llevara para siempre —empezó a decir Rafael como si pudiera adivinar mis pensamientos—. Por aquel entonces ella pasaba todo el tiempo tumbada en su cama, ya se había arañado el rostro y el cuello hasta hacerse sangre, así que tenía las manos atadas al cabecero para que no pudiera hacerse más daño o hacérselo a otros. Casi puedo verla ahora: con las llagas en la piel por haber pasado semanas en cama, los labios pálidos como los de un espectro y su pelo rojo sucio esparcido sobre la almohada amarillenta. Gritaba y gruñía igual que un animal salvaje mientras el demonio dentro de ella se hacía más fuerte cada vez, hasta que un día simplemente se rindió.

—Yo me acuerdo de cómo era mamá antes, antes de que el demonio se la llevara para siempre —murmuré sin atreverme a mirar a mi hermano.

—Los recuerdos son engañosos: mamá no siempre fue buena con nosotros. Algunas veces, incluso cuando los demonios no la rondaban, era malvada solo porque sí.

—Sí, lo era —admití, seguramente por primera vez en voz alta—. El último día que la vi me gritó e intentó arañarme la cara. Aun así, a pesar de todo el dolor, ella no se merecía lo que le pasó.

Tragué saliva y me di cuenta de que la garganta me quemaba. Pensé que sería por el calor de la tarde o por el polvo seco que flota en el aire cuando pasan semanas enteras sin llover, pero eran las lágrimas amontonadas al recordar cómo murió nuestra madre. Aunque para mí era algo mucho peor que un recuerdo: era también una promesa, como echar un vistazo detrás de una cortina y ver un instante tu propio futuro.

—Si tú lo dices...

—En el fondo mamá era buena, estoy segura. No fue culpa suya. Lo que le pasó fue una desgracia, un puñetazo de la mala suerte en el estómago —dije, con los ojos fijos en el cielo despejado—. Es como en una tormenta: el rayo golpea la tierra quemándola, pero no es culpa de nadie, sucede y ya está.

—Pues claro que fue su culpa, por ser débil y por rendirse —masculló Rafael—. Si nos hubiera querido de verdad no le habría quedado un hueco dentro para el demonio. Pero ella no nos quería lo suficiente, sobre todo a mí.

Nuestra madre nos había dejado en el invierno de 1882, hacía casi siete años ya, pero al contrario de lo que suele suceder con aquellos que nos abandonan, yo la recordaba igual que si se hubiera marchado ayer. O mejor dicho, recordaba dos madres diferentes porque había conocido bien a las dos: la que iba a todas partes con su diario anotando detalles sobre las viñas, las plantas de la zona y datos sobre la temporada de lluvia. Pero también había tenido otra madre: una que se pasaba días enteros sin mirarme o sin dirigirme la palabra a pesar de lo mucho que yo le suplicaba, hasta que de repente estallaba en llanto o en gritos para encerrarse después en su habitación durante una semana. Días más tarde salía de su dormitorio como si nada hubiera sucedido, simplemente abría la puerta y ahí estaba otra vez: mi madre. La madre buena. El demonio tardaba días o incluso semanas en volver, aunque al final siempre regresaba y todo empezaba de nuevo.

—¿Qué es lo último de mamá que recuerdas? —quise saber de repente—. Yo recuerdo cuánto amaba sus libros y diarios.

Antes de responder Rafael hizo un molesto chasquido con la lengua, igual que solía hacer cuando estaba enfadado.

—Una mañana, aprovechando un descuido del padre Murillo y de nuestro padre, entré en su habitación a escondidas. Quería verla porque sospechaba que ya estaba en las últimas y quería despedirme de ella. ¿Y sabes lo que me dijo mamá la última vez que la vi? —Rafael hizo una pausa y me miró—. Me dijo que yo no era su hijo. Que el demonio me había llevado a casa envuelto en una manta para que ella me criara como si fuera suyo. Ya sabes, como hacen algunos pájaros que van a un nido ajeno y cambian sus huevos por los de verdad para que la otra madre se los cuide.

—Los polluelos intrusos se comen a sus hermanos recién nacidos —terminé yo—. Mamá me lo contó cuando era una niña. Tuve pesadillas espantosas con polluelos medio devorados al nacer durante semanas.

Rafael se rio en voz baja.

—Así era nuestra madre en realidad. Cruel, incluso cuando el demonio no la rondaba.

—Creo que ella lo leyó en uno de sus libros de naturaleza —dije, intentando todavía alejar las visiones de los polluelos devorados de mi cabeza—. Me pregunto dónde estarán ahora todos sus libros y todo lo demás. Sus diarios, por ejemplo, ella siempre estaba tomando notas de todo. ¿Te acuerdas?

—Tampoco es que importe demasiado ya, ¿no crees? —dijo, pero Rafael lo pensó un poco mejor y añadió—: Seguramente padre hizo que sacaran sus libros, sus cuadernos y el resto de sus cachivaches científicos de la casa incluso antes de enterrarla. Y mejor así, de ese modo evitó que alguna de las tres os convirtierais en una sabidilla[1] o en algo peor. Bastante mal hizo ya padre al permitirle acumular todos aquellos libros y novelas mientras vivía. Seguro que todos esos libros tuvieron algo que ver en cómo terminó ella.

Suspiré y miré alrededor. En el terreno que rodeaba el lago de La Misericordia no había sombra y no crecía nada más que algunos arbustos bajos de tomillo y zarzamora desperdigados. Casi parecía que la muerte y la tumba de agua hubieran ahogado también la vida alrededor del pantano. Lo único que rompía la línea del horizonte era el cerro donde se levantaba el nuevo San Dionisio, bien a salvo del agua, pero estaba demasiado lejos como para que algún vecino entrometido pudiera ver lo que hacíamos allí. Precisamente por eso íbamos a aquel lugar cada tarde.

—Yo no voy a terminar como mamá, luchando en una cama mientras un cura asustado me recita salmos. Ni hablar. —Lo dije en voz alta pero en realidad era una promesa, un pacto conmigo misma—. Antes de eso busco la vieja carabina de la tía abuela Clara y hago como ella.

Despacio, Rafael apartó algunos cantos rodados del suelo y se tumbó más cerca.

—Pues claro que eso nunca te pasará a ti. Yo cuido de ti, ¿recuerdas, hermanita? —susurró, muy cerca de mi oído—. Solo nos tenemos a nosotros dos, estamos solos en esto. Algún día padre morirá y entonces tú y yo seremos los dueños de la casa, de la finca y de todo lo que hay debajo. Ese es nuestro plan.

—Ese es nuestro plan —repetí, aunque en realidad era solo «su» plan.

Pero él se rio con la garganta seca y apoyó su cabeza sobre mi hombro. Las ondas de su pelo rubio oscuro resbalaron hasta mi cuello haciéndome cosquillas.

—No te preocupes tanto por el futuro, eso es lo que hago yo, es más fácil así —me dijo él, olvidando convenientemente que su futuro era mucho más prometedor y brillante que el mío—. Además, siempre he pensado que si alguna de vosotras tres tiene que terminar atada a una cama, retorciéndose mientras un sacerdote le salpica agua bendita para librarla del demonio, esa será Verónica.

—Pobre Verónica —murmuré.

Cerré los ojos un momento y sentí el sol del atardecer picándome en la piel. Respiré hondo dejando que el aire caliente inundara mis pulmones, llenándolos de fuego.

—¿Tú crees que los muertos de ahí abajo nos vigilan desde el otro lado del agua? —pregunté sin saber muy bien por qué.

Rafael se incorporó un poco para mirarme.

—Espero que no —me dijo mientras sus ojos centelleaban—. No creo que les guste mucho lo que hacemos aquí.

Después me besó, un beso torpe pero ansioso. Sus labios tenían el sabor de la tierra arcillosa que rodeaba nuestra finca, agrietados, secos por el sol. Enseguida se colocó sobre mí y noté el peso de su cuerpo caliente apretándome aún más contra los cantos rodados. Sus besos bajaron por mi cuello mientras sus manos buscaban el final de la falda de mi vestido. Le dejé hacer, como siempre. Miré el cielo azul brillante sobre nosotros sabiendo que esa semana tampoco caería una sola gota de lluvia, solo la luz dorada del sol aplastándonos a todos.

Entonces oí un ruido que venía de los arbustos cercanos. Una voz.

—¿Qué ha sido eso? —susurré, intentando moverme para ver de dónde venía el ruido.

Pero Rafael no se apartó.

—No es nada, será solo una de esas asquerosas urracas que merodean por todo el valle buscando comida. O tal vez sea un cuervo.

—No, espera —le dije, aunque sus manos siguieron buscando el camino debajo de mi vestido blanco igualmente—. Creo que he oído a alguien.

Solo al mencionar que había oído una voz Rafael se movió por fin. Contuvimos la respiración un instante para oír mejor, y la misteriosa voz llegó otra vez hasta la orilla del lago.

—Viene de ahí, de esos arbustos de tomillo que hay justo detrás —susurró—. No hay ningún otro sitio para esconderse por aquí.

Alrededor del lago no había casas o ruinas y apenas crecía vegetación: solo unos matorrales secos capaces de sobrevivir bajo el sol de verano y un viejo chopo con las raíces podridas por el agua que se había salvado milagrosamente de la inundación, pero que cada día se inclinaba un poco más sobre la superficie.

—Alguien está cantando, y que yo sepa las urracas no cantan —murmuré—. Me resulta familiar, parece una canción de cuna.

La melodía, lenta y melancólica, llegó hasta donde estábamos flotando en el aire de la tarde. Al escucharla me sentí triste sin saber por qué.

—Es Verónica, y seguro que Teresa está con ella. Siempre andan las dos juntas escondiéndose por ahí, son como uña y mugre.

—¿Cómo sabes que son nuestras hermanas? —pregunté en voz baja.

—Porque nadie más en San Dionisio se atreve a venir aquí: todos son unos palurdos que creen que este sitio está embrujado —respondió de mala gana—. Es esa cancioncilla que Verónica tararea todo el tiempo.

Me senté, las piedras en el suelo ahora estaban tan calientes que me quemaron la piel que Rafael había dejado al descubierto en mis piernas.

One for sorrow, two for joy[2]... —canturreaba alguien desde detrás del arbusto.

—Tienes razón. Esa siniestra cancioncilla infantil que Verónica se pasa el día tarareando. Mamá solía cantarnos esa misma nana antes de dormir. Hacía años que no pensaba en la letra —dije, ignorando el nudo de mi garganta—. Me parece increíble que Verónica pueda recordar esa canción, era muy pequeña cuando murió. No ha cumplido doce años pero ya tiene mejor oído para la música que muchos artistas famosos.

—¿Sí? Pues mira para lo que le han servido su oído y su talento musical.

Rafael se levantó, su cuerpo atlético y bronceado se movía de forma diferente cuando estaba furioso. Le vi coger una piedra del suelo con la mano derecha y otro par con la izquierda.

—¿Qué haces? Para.

Pero antes de que yo hubiera terminado de protestar, él lanzó la piedra con todas sus fuerzas en dirección a los matorrales donde se escondían nuestras hermanas.

—Hay que darles una lección a esas dos, así aprenderán que espiar a la gente a escondidas está mal —dijo, pero sonrió como si estuviera encantado de tener una excusa para lanzarles piedras—. Teresa tiene ya dieciséis años, sabe que está mal esconderse para observar a los demás.

—No lo entiendo. ¿Por qué lo hacen? Espiarnos, quiero decir.

—Porque nos tienen envidia, sobre todo a ti —dijo él, convencido—. Tú eres la mayor de las tres y además mi hermana melliza. Dentro de unos años serás la señora de la casa mientras que ellas dos tendrán que conformarse con malvivir trabajando en alguna de las fincas de la zona, o casarse con el primero que se lo proponga. Por eso mismo tienen celos de ti, hermanita. Cualquiera estaría encantada de ser tú.

Me guiñó un ojo y después tiró otra piedra, más lejos esta vez, tanto que estuvo a punto de acertar al arbusto de tomillo.

—Espera, ¿qué pasa si les das? No quiero tener que escuchar sus protestas durante semanas —dije mientras me ponía de pie casi de un salto—. Que pares te digo.

Le sujeté la mano pero Rafael se zafó enseguida. Me fijé en que apretaba el canto rodado con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos, así que di un paso atrás.

—¿Quieres que le vayan con el cuento a la tía Ángela? Porque si le cuentan a ella lo que nos han visto hacer aquí te aseguro que se acabó para nosotros. ¡Se acabó todo! —Rafael gritó, tan fuerte que prácticamente me escupió las palabras—. Yo todavía podría conseguir que padre me nombrara su heredero porque no tiene a nadie más a quien dejarle la finca, pero ¿sabes lo que te pasaría a ti? Tú acabarías desterrada de San Dionisio, encerrada en un convento el resto de tu vida o algo mucho peor. ¿Es eso lo que quieres, hermanita?

Lo pensé un segundo. Si Teresa y Verónica le contaban a nuestra tía lo que Rafael y yo hacíamos en el lago, padre me enviaría a un retiro forzoso durante años o me echaría de la casa y después haría que el Alcalde me desterrase de San Dionisio bajo pena de muerte si se me ocurría volver.

—No... no es lo que quiero —admití.

—Claro que no, por eso lo hago: por ti, Gloria. Lo hago por nosotros dos, para que nunca puedan separarnos. Tú y yo, juntos para siempre —me dijo Rafael, con voz suave ahora.

Y yo le creí porque siempre le creía, incluso cuando sabía que estaba mintiendo como ahora. Esas veces, también le creía.

—Vamos, coge una piedra tú también y lánzasela tan fuerte como puedas a ese par de cotillas, así aprenderán.

Le obedecí. Cogí el canto rodado más grande que había cerca de donde estábamos y lo sostuve en mi mano un momento, era pesado y estaba caliente.

—¡Muy bien! Ya sabía yo que estabas de mi parte —dijo, satisfecho. Después se volvió otra vez hacia los arbustos y añadió—: ¡Por mucho que corráis no podéis salir de ahí sin que os veamos, estáis atrapadas! Vamos, tírasela para que vean que no es un farol.

Sin pensar demasiado en lo que hacía lancé la piedra hacia los matorrales tan fuerte como pude. Oí un único golpe, seco pero escalofriante. El grito vino después, solo que no era un alarido de dolor o de sorpresa: era un grito de puro pánico. Tanto, que apenas pude reconocer la voz de mi hermana Teresa distorsionada por el terror.

Rafael soltó los cantos rodados que aún tenía en las manos y echó a correr hacia los arbustos. Yo todavía tardé un segundo más en reaccionar, me quedé allí quieta mientras los gritos se apagaban y solo quedaba el rumor del agua a mi espalda, los pasos rápidos de Rafael sobre los cantos sueltos y el zumbido del calor en mis oídos.

—¡Gloria! —Rafael gritó mi nombre, pero mis piernas no querían moverse—. ¡Ven aquí! Date prisa.

Cuando por fin me atreví a acercarme vi el rostro de Teresa salpicado de gotas de sangre, gotas finas y rápidas, que también manchaban las hojas del arbusto de tomillo alrededor. Pero no era su sangre. Verónica estaba tumbada en el suelo con la cabeza apoyada en el regazo de nuestra hermana mediana. A pesar del calor aplastante, la pequeña temblaba igual que si tuviera mucho frío y un hilo de baba blanquecina escapaba entre sus labios.

—¿Por qué has tenido que hacerlo? ¡No es más que una niña! —me gritó Teresa entre lágrimas—. ¿Cómo se te ocurre hacer algo semejante? Lanzarle una piedra a tu propia hermana. Sabes que Verónica no está bien, nuestra hermana está delicada de salud. Mira lo que le has hecho, Gloria.

El ojo izquierdo de Verónica se había convertido en una masa rojiza. La piel del párpado alrededor parecía derramarse sobre la cuenca, igual que si se estuviera derritiendo por el calor.

—Lo-lo siento. No pensé que fuera a daros a ninguna de las dos. Yo no quería hacerlo, de verdad —tartamudeé, intentando no mirar el ojo, ahora líquido, de mi hermana pequeña—. Su ojo...

Pero la sangre de Verónica ya goteaba sobre los cantos rodados en el suelo y manchaba también el cuello de encaje desgastado de su blusa de algodón, mientras las convulsiones le retorcían el cuerpo.

—Es el demonio dentro de ella, ¡está intentando manifestarse! —exclamó Rafael, dando un paso atrás para apartarse de Verónica—. Por eso tiembla.

—No es el demonio. Lo que pasa es que está enferma y siente dolor, por eso tiembla. —Teresa era siempre la más tranquila de nosotras tres, pero noté que ahora su voz sonaba aguda, distorsionada por el miedo—. Desde luego no ha sido ningún demonio quien ha tirado esa piedra.

El cuerpo infantil de Verónica se retorció un momento más mientras su espalda se arqueaba en un ángulo imposible, después se quedó inmóvil sobre la falda azul cielo de Teresa. Casi parecería que había caído en el sueño profundo de las princesas de los cuentos de hadas de no ser por su respiración, ronca y superficial, propia de las criaturas que luchan contra su muerte.

—Pobrecita, yo estoy contigo, tranquila. No te dejaré —susurró Teresa, meciéndola en su regazo como si estuvieran ellas dos solas bajo el sol—. Pasará. Esto también pasará y te pondrás bien.

Algunas veces, muy en el fondo y siempre en secreto, yo dudaba de que la maldición de las Veltrán-Belasco fuera real. Pero esa tarde, viendo a nuestra hermana pequeña luchando por respirar mientras manchaba el suelo con su sangre, estuve segura de que era cierto: había un demonio dentro de mí.

Cuando la tía Ángela consideró que el demonio ya había sufrido suficiente, me dejó levantarme por fin para irme a dormir. No dije nada, tampoco miré a nuestra tía porque no quería darle el gusto de ver mi cara contraída por el dolor prolongado. Tan solo me levanté cojeando, apoyándome en el papel pintado descolorido de la pared para no perder el equilibrio por el dolor en mis rodillas, y subí penosamente la doble escalera para llegar hasta mi habitación en el segundo piso, en el otro extremo de la casa.

Cada mañana al alba y cada noche antes de acostarme debía rezar para conseguir el perdón por lo que le había hecho a mi hermana pequeña. Pero la tía Ángela no se refería al perdón de Verónica, que no parecía guardarme ningún rencor por lo de su ojo, sino a otro tipo de perdón que solo podía conseguirse mediante el dolor y el sufrimiento. Por eso mismo me obligaba a pasar una hora cada día rezando, arrodillada frente a la gran cruz que custodiaba la habitación donde mi madre había muerto. La cama ya no estaba, pero ese era el único cambio visible porque el resto de los pesados muebles de roble, la lamparita de queroseno en la mesita, el juego de tocador e incluso las cortinas gruesas de paño para evitar que la luz del sol entrara en el dormitorio seguían en su lugar. La primera vez que volví a esa habitación, el olor de los últimos días de nuestra madre todavía estaba atrapado allí. Como una capa más de polvo sobre los muebles olvidados, enredado en las malditas cortinas de color rojo oscuro.

Cada tarde, la tía Ángela entraba en mi dormitorio sin molestarse en llamar a la puerta, con gesto de resignación fingido en su cara mofletuda y un puñadito de arroz en la mano.

«Es lo que hace falta para mejorar, cariño. Sé que duele, pero así no te olvidarás de que tienes que ser buena. Ya me lo agradecerás después, cuando te haya salvado el alma —decía, mientras esparcía los granos de arroz en el suelo de gruesas tablas de madera de nogal bajo la cruz—. Ahora arrodíllate encima y pide perdón. Cuando empiece a dolerte de verdad sabrás que Dios te está escuchando.»

Y supongo que Dios escuchaba todo el tiempo, porque cada noche volvía arrastrándome hasta mi dormitorio para quitarme con la mano temblorosa los granos de arroz que se me habían quedado incrustados en la piel.

—Esa vieja inglesa y sus estúpidos castigos... —mascullé, cerrando la puerta de mi habitación cuando por fin estuve sola.

«Es por tu bien. Tuviste un descuido, pero esto es para que no te olvides de seguir siendo una buena chica. No querrás acabar como tu madre o como mi pobre hermana Clara, ¿verdad?», solía decir cuando me castigaba.

La llamábamos «tía Ángela» pero en realidad era nuestra tía abuela, la hermana de Clara, y lo único de angelical que había en ella era su nombre. Ángela Raymond era una mujer muy alta, seguramente la más alta que había en toda la región, con el pelo perfectamente canoso siempre recogido en su nuca, y unas gafas de montura ridículamente pequeña para las dimensiones de su cara. Aunque tenían una relación distante, Ángela y su otra hermana se hicieron cargo de nuestra madre —y la torturaron igual que a nosotras— cuando nuestros abuelos maternos murieron en un accidente de ferrocarril. Después, cuando nuestra madre murió, la tía Ángela se ofreció amablemente a nuestro padre para cuidarnos y hacernos de institutriz. «Mejor yo que soy de la familia que alguien de fuera. Ya he cuidado de su madre. Además, yo no soy una de las endemoniadas, mi pelo nunca fue de ese color rojo. Yo soy de las buenas.»

—Si yo hubiera tenido que vivir con ella desde niña también me habría pegado un tiro con la carabina —mascullé, recordando la historia de nuestra tía abuela Clara—. Siempre encuentra nuevas formas de torturarme la muy imbécil.

Encendí la lamparita de queroseno en la mesilla, los apliques de gas en las paredes iluminaban demasiado y no quería arriesgarme a que alguien viera el resplandor de la luz por debajo de la puerta. Me senté en el borde de la cama despacio y me remangué la falda beige de algodón fino con rayas blancas para poder verme las rodillas. Con la luz dorada del fuego vi que la carne se había vuelto blanda, maleable; y que toda la zona alrededor de mis rodillas era ahora de color escarlata brillante.

—Menos mal que dentro de unos meses ya no tendré que seguir fingiendo interés en tus ridículas clases —mascullé, apretando los dientes por el dolor—. Total, para lo que me van a servir...

Con cuidado de no hacerme más daño empecé a retirar los granos de arroz que aún estaban pegados a mi piel castigada.

Pero ese castigo era poca cosa comparado con los dos días que pasé encerrada sola en el desván de la casa.

Sucedió después de que los tres lleváramos a Verónica de vuelta a casa. Para poder moverla tuvimos que esperar a que su respiración se volviera casi normal y evitar que se tragara su propia lengua. Mientras avanzábamos por el camino polvoriento que separaba el lago de La Misericordia de nuestra finca, la sangre se mezcló con un líquido lechoso de olor agrio que brotaba de su ojo. Recuerdo que no habíamos llegado aún a la entrada del ruinoso palacete familiar pero ya era evidente que Verónica nunca podría volver a ver con su ojo izquierdo. La tierra del cruce de caminos que había frente a la entrada de la casa se manchó con la sangre de nuestra hermana sin que nos diéramos cuenta. Fue casi como si selláramos un acuerdo con el demonio que, según decían, esperaba a los incautos y los desgraciados a medianoche en ese mismo cruce para hacer un pacto por su alma.

Aquella tarde, al vernos llegar a los cuatro, la tía Ángela apretó con fuerza su rosario sobado de cuentas de nácar en una mano mientras colocaba un paño limpio sobre el ojo destrozado de Verónica para intentar que dejara de sangrar. No funcionó.

Nuestro padre volvió de la cooperativa de vinos en San Dionisio más tarde, cuando el sol ya había empezado a esconderse detrás de nuestras viñas dormidas. Rafael fue a buscarle cuando limpiamos a Verónica y la tumbamos en su cama por si acaso había que hacer venir también al padre Murillo. Esa era una de las raras ocasiones en que nuestro padre estaba en la casa. Solía pasar largas temporadas de viaje, buscando inversores extranjeros que ayudaran a paliar la ruina inminente de nuestra finca, o mejorando sus contactos políticos en Logroño o en la capital. Durante sus interminables ausencias, la tía Ángela era la encargada de la casa y de nuestro cuidado.

La tía y padre hablaron durante unos minutos al pie de la doble escalera de roble que bajaba hasta el recibidor de la casa. Susurraron a oscuras, tal como se dan las malas noticias. La tía Ángela, siempre recta y petulante, ahora estaba inclinada hacia padre y murmuraba mientras sostenía una lámpara de aceite: estaba tan asustada que la lámpara temblaba en su mano, haciendo que el fuego bailara en el amplio recibidor vacío de la casa.

La tía Ángela le contó a padre lo mismo que mi hermano le había dicho cuando llegamos con Verónica. Después de un rato, ambos decidieron que lo mejor sería encerrarme unos días en el desván con un poco de borraja hervida, pan y agua para «debilitar al demonio hasta estar seguros de que no es un peligro para nadie más». Además, así yo tendría tiempo para pensar en las cosas malas que pasaban si no me portaba bien.

Cuando me dejaron salir del desván habían pasado casi tres días de frío, oscuridad y miedo. La bajocubierta del palacete estaba aún más abandonada y olvidada que el resto de la propiedad. Un par de años antes, una colonia de abejas se había colado en el último piso de la casa durante el invierno para escapar del frío, así que padre ordenó condenar las extrañas ventanas redondas de la buhardilla para matarlas. Y supongo que funcionó, porque en los dos interminables días que pasé encerrada en el desván no oí una sola abeja. Nada, además de mi respiración superficial y mis sollozos. Recuerdo que tenía tanto frío que al volver por fin a mi habitación, todas las mantas que me trajo Teresa a escondidas no consiguieron hacerme entrar en calor, no dejé de temblar hasta que nos tumbamos las dos abrazadas en mi cama bajo la montaña de mantas.

Sí, el desván fue lo peor, mucho peor que el arroz.

Me desvestí deprisa, alejando el recuerdo del frío bajo mi piel, y me puse el camisón blanco de plumeti con bordados y un lazo del mismo color en el bajo que ya me quedaba demasiado corto. Sabía que Rafael no vendría a visitarme esa noche porque estaba manchando otra vez, y él no se me acercaba hasta que no estaba limpia. Rafael acostumbraba a venir a mi dormitorio de madrugada, cuando la casa dormía. Pero la semana que sangraba él apenas me dirigía la palabra, como si yo hubiera dejado de existir. Según él, la sangre que salía de mí no era otra cosa que una infección: los demonios y sus alimañas moviéndose en mi interior. De modo que hasta que no paraban de «moverse» él fingía que yo no existía. Después de algunas noches abría la puerta de mi habitación y preguntaba: «¿Han dejado ya de moverse?». Para saber si podía visitarme otra vez.

Además de mi habitación, el de Rafael era el único dormitorio en el pasillo del tercer piso de la casa, pero a diferencia de la suya, mi habitación estaba orientada al este y colgaba sobre el campo de viñedos que bajaba hasta el río. En verano, el calor acumulado durante el día hacía las noches insoportables. Pero todavía faltaban meses para que los rayos del sol empezaran a calentar la savia que latía dentro de las viñas, escondida durante el largo invierno.

—Tal vez esta temporada los viñedos florezcan por fin —murmuré, sin muchas esperanzas de que fuera así.

Me solté la larga trenza pelirroja que estaba obligada a llevar durante el día —al igual que mis hermanas— y mi pelo endemoniado cayó suelto casi hasta mi cintura. Saqué el cepillo del fondo del armario donde lo escondía, envuelto en un vestido de verano que me había quedado pequeño tres años atrás, y me cepillé el pelo con fuerza intentando hacerme daño al pensar en Rafael y en sus visitas de madrugada. Funcionó, porque además del dolor de centenares de agujitas afiladas clavándose en mi cuero cabelludo, al terminar vi algunos mechones rojos atrapados entre las cerdas del cepillo. Lo había robado de la habitación de mamá antes de que ella muriera, cuando se volvió insoportablemente evidente que mi madre —la madre buena— ya nunca volvería.

No había espejo en el viejo tocador de cerezo con cajones en el frente. Padre había mandado arrancarlo por consejo de la tía Ángela para evitar que me volviera «demasiado presumida», pero hacía algunos meses había descubierto que podía verme reflejada en el cristal de la ventana cuando afuera todo estaba oscuro. La abrí y dejé que el aire de la noche entrara en mi habitación. Sabía que después tendría que dormirme temblando de frío, pero me daba igual. Fuera, la luna de invierno brillaba sobre la tierra. Al asomarme intuí las siluetas de los troncos retorcidos de las viñas en el paisaje, llano e infinito, que llegaba hasta donde yo podía ver.

—Sí, más vale que florezcan... —repetí, mirando a los viñedos silenciosos.

Terminé de peinarme, cerré la ventana y volví a guardar el cepillo de mamá en mi escondite. Ya estaba a punto de acostarme cuando oí un susurro fuera, en el pasillo. Contuve la respiración un segundo para escuchar mejor y el murmullo volvió a sonar, más fuerte ahora:

—Gloria...

Alguien me llamaba.

No era la voz de Rafael ni de ninguna de mis hermanas la que murmuraba al otro lado de la puerta, pero había pronunciado mi nombre con claridad, de la manera en que se dice el nombre de alguien a quien se conoce desde hace años. Sin pensarlo dos veces cogí el chal de lanilla azul que usaba para entrar en calor en las mañanas de invierno y me lo puse sobre los hombros. Antes de abrir la puerta me aseguré también de coger la lámpara de queroseno de la mesilla.

«Espera un poco, no seas insensata. Lo mismo es algún demonio que te llama para llevarse tu alma y tú vas directa a la trampa», pensé mientras mi mano dudaba un momento en el picaporte.

—Pues si ese demonio quiere tanto mi alma que venga a buscarla él mismo, y de paso que sea él quien sufra los imaginativos castigos de la tía Ángela —mascullé.

El pasillo estaba vacío. La luz del fuego dibujó sombras en el ajado papel de cuero que recubría las paredes del último piso del palacete. Las sombras me siguieron hasta la escalera doble que servía de columna vertebral de la casa. Los dos brazos de nogal negro nacían en la galería del segundo piso y más adelante se unían para formar la escalinata que llevaba hasta el vestíbulo, pero uno de ellos estaba podrido, así que teníamos prohibido usarlo. Aun así, la madera casi negra de las escaleras crujía y se quejaba como un animal herido aunque nadie la hubiera pisado en años; tanto era así, que algunas tardes silenciosas los lamentos de la madera recorrían los pasillos angostos de Las Urracas hasta encontrar el camino de salida hacia los viñedos.

Con cuidado, alargué la mano con la lámpara sobre el pasamanos para intentar ver lo que había en el primer piso de la casa. Nada. Abajo todo estaba oscuro y vacío, y sin embargo los susurros me llamaron otra vez:

—Gloria. Glooooria...

Estaba descalza y las baldosas granates que cubrían el suelo de las zonas comunes en toda la casa principal —y que ayudaban a mantener el interior fresco en los interminables días de verano— me helaron hasta el alma mientras bajaba deprisa las escaleras.

—¿Hola? —Mi propia voz me sonó extraña entre las paredes vacías de la casa.

«Así es justo como las sirenas embrujan a los marineros: les llaman con sus canciones y sus voces atrayéndoles hasta las rocas afiladas para hacer encallar los barcos», pensé. Luego recordé que yo nunca había visto el mar, ni siquiera sabía en qué dirección estaba el mar porque todo lo que rodeaba San Dionisio era un océano de tierra de color dorado sediento.

—¿Verónica? ¿Eres tú?

Verónica solía caminar en sueños. Desde que era una niña, se levantaba y salía caminando de su habitación en el primer piso para deambular por la finca en camisón, con su larga melena de fuego suelta igual que un fantasma. Precisamente por eso compartía habitación con Teresa: para que ella se asegurara de cerrar cada noche la puerta de su dormitorio.

—¿Hay alguien ahí?

Nadie respondió.

Pensé en regresar a mi habitación para intentar dormir —o fingir que dormía— mientras esperaba al alba temiendo el momento de tener que volver a arrodillarme con la carne de mis rodillas dolorida. Pero había algo extrañamente familiar en esa voz que susurraba mi nombre, así que bajé el último tramo de escaleras y la seguí a través de la oscuridad del primer piso.

Allí era donde estaban la cocina de la casa, la salita en la que la tía Ángela nos daba clase cada tarde y también el dormitorio que compartían mis hermanas. Era también donde estaban casi todas las habitaciones prohibidas. Padre había mandado cerrar con llave la mayoría de las habitaciones del palacete hacía años, cuando se hizo evidente que no teníamos dinero suficiente para mantener la propiedad en condiciones. Había habitaciones cerradas en las que yo nunca había entrado.

Atravesé el vestíbulo silencioso de puntillas y continué en dirección a la galería que llevaba al edificio anexo de la bodega. La luz de la luna entraba por las grandes ventanas en el frente de la casa, siguiéndome a cada paso.

La finca de Las Urracas abarcaba casi setenta hectáreas de viñas en un recodo del Ebro. No había vallas ni cercado, solo dos pilares altos de piedra blanca a cada lado marcaban el principio del camino que llevaba hasta la casa principal. En las columnas, tallado en la piedra, podía leerse nuestro nombre: VELTRÁN-BELASCO.

Además de los viñedos y del gran palacete de planta rectangular con fachada de sillería, la propiedad familiar incluía la galería de cuevas subterráneas que recorrían la finca como un laberinto —donde antes se dejaba envejecer el vino en soledad durante años— y la nave de la bodega, que llevaba abandonada y cerrada desde que yo podía recordar. La casa principal estaba unida a la bodega mediante un pasillo acristalado a modo de «jardín de invierno», muy parecido a los que hay en algunas casas modernas inglesas, donde la luz del sol es un bien escaso en los meses del invierno y las señoritas de la casa pasan el rato leyendo poesía o cosiendo en habitaciones acristaladas. En esa zona el sol no era precisamente un bien escaso, pero la propiedad ya tenía la galería acristalada cuando padre compró la finca y la bodega años antes de que Rafael y yo naciéramos. Era solo otra de esas cosas especiales que hacían que Las Urracas fuera una hacienda única en toda la región.

Con la mano libre acaricié el cristal de la galería mientras avanzaba: estaba frío, tanto que casi me pareció estar tocando una lámina de hielo. Acerqué la lámpara de queroseno al cristal, pero al otro lado el campo estaba silencioso y oscuro, congelado por el invierno eterno que parecía haber echado raíces en la tierra arcillosa de Las Urracas.

Ninguno de nosotros, ni siquiera Rafael, teníamos permiso para acercarnos a la bodega. Aquella era la zona más abandonada y prohibida de toda la finca, más incluso que el pozo del acuífero que corría bajo la propiedad o la caseta para los aperos oxidados de la que salía un olor nauseabundo cuando uno se acercaba lo suficiente.

En la antigua bodega de Las Urracas todavía dormían las grandes cubas de roble donde hacía años se fermentaba el vino, las prensas para las uvas —que se recogían del mar de viñedos tras la casa— o la entrada a las galerías subterráneas: más de trescientos metros de cuevas excavadas directamente en la tierra bajo los cimientos de la casa donde se dejaba envejecer el vino en silencio y oscuridad, como sucede con los secretos.

Terminé de cruzar el pasillo acristalado y llegué a la sala de prensado. La sala principal de la bodega era enorme. Con el techo abovedado, sujeto por un entramado de vigas de madera que se cruzaban entre sí, y tan alto, que llegaba casi hasta el segundo piso de la casa principal. Dos de las paredes de la nave estaban revestidas de ventanas de sobre para poder ventilar la sala mientras el vino fermentaba en las cubas, creciendo y alimentándose del oxígeno igual que si fuera una criatura viviente.

Allí dentro el aire estaba helado por el frío de la tierra que subía desde la maraña de cuevas subterráneas, filtrándose a través del suelo. Antes, en esas mismas cuevas donde ahora solo vivían los fantasmas y el olvido, se dejaba reposar el vino durante años envejeciendo dentro de su botella hasta que estaba listo para vendérselo a algún empresario que había hecho fortuna con las minas de hierro en Bilbao, o a un financiero francés que venía desde el otro lado de la frontera atraído por la fama de los vinos de esta tierra.

Temblé debajo de la tela fina y desgastada de mi camisón de plumeti blanco, y vi el humo que salía de la lámpara de queroseno en mi mano, elevándose hacia el techo oscuro de la nave hasta desaparecer.

«Tal vez aún no sea tarde para volver a la cama...», pensé, alargando el brazo con la lámpara para intentar abrir un agujero en la oscuridad de la bodega.

A pesar de la sequía intermitente de los últimos años y de los incendios ocasionales, otras bodegas de la región funcionaban bien y habían crecido a la sombra de la filoxera. La temida plaga que arrasaba los viñedos de medio mundo milagrosamente no había infectado las vides de La Rioja todavía, convirtiendo esta zona en una de las pocas regiones libres de la temida plaga que quedaban. Pero aun así, hacía años que Las Urracas no producía una sola gota de vino.

Pero nuestra mala suerte en los negocios no tenía que ver con la plaga que devoraba las raíces de los viñedos franceses ni con ninguna otra enfermedad conocida de la vid: simplemente nuestras viñas parecían estar durmiendo, con la savia y la vida encerrada en sí mismas. Nadie sabía por qué había sucedido exactamente, pero con el paso de los años, el palacete, la bodega y la tierra que la rodeaba habían ido cayendo en ese mismo sueño profundo hasta convertirse en la ruina polvorienta y seca donde yo nací.

La voz que había oído se convirtió en una cancioncilla. El murmullo salía del antiguo estudio de mamá en una esquina de la nave. En realidad, no era más que una habitación sin ventanas donde nuestra madre solía pasar todo el día catalogando minuciosamente las flores y plantas que crecían en la zona, escribiendo en sus diarios o leyendo las novelas y libros científicos —en cualquier idioma que pudiera conseguir— que guardaba como tesoros en ese cuartito aislado lejos de los ojos de nuestro padre.

Reconocí la canción: era una canción de cuna que mamá solía cantarnos. La lámpara tembló en mi mano y por un momento estuve segura de que mi madre —la madre buena— estaba otra vez en su cuartito clasificando flores.

One for sorrow, two for joy...

Entonces noté el olor a hierbabuena flotando en el aire oscuro de la bodega y comprendí que no era ningún demonio quien me había llevado hasta allí.

—¡Por Dios, Gloria! Menudo susto me has dado —exclamó Teresa, todavía con el cigarrillo entre los labios cuando abrí la puerta—. ¿Cómo nos has encontrado?

—Me ha parecido escuchar unos pasos en el vestíbulo —mentí, no quería tener que contarles nada de los susurros que me llamaban—. He bajado a mirar por si acaso se había colado alguien en la casa o por si Verónica estaba caminando en sueños otra vez.

Teresa se relajó visiblemente y le dio una calada rápida al cigarrillo casero que tenía entre los dedos.

—Ya, ¿te ha seguido alguien de la casa? ¿Rafael?

—No, nadie me ha visto bajar y cruzar el pasillo de cristal. Estoy sola. Pero ¿qué estáis haciendo aquí? —pregunté, aunque era bastante evidente.

Teresa y Verónica llevaban cada una un camisón largo de tela de batista blanca, con las mangas de bullón ceñidas al puño y lazos en el frente. El de Teresa ya era demasiado pequeño para ella, pero no tanto como para que Verónica pudiera utilizarlo. Las dos estaban sentadas en el centro del antiguo estudio de mamá sobre una manta. Junto a ellas había comida, una cajita de tabaco de liar, dos lámparas de queroseno y unos libros abiertos. La habitación era pequeña y se había ido caldeando por el humo y sus susurros.

—Es nuestro ritual secreto, aquí es donde nos escondemos —dijo Verónica, encantada de compartir por fin su secreto con su hermana mayor—. Le robamos comida a la tía Ángela, solo comida de la rica, claro, y por la noche venimos aquí a comérnosla y a contar historias de miedo. Es nuestro nido.

Parpadeé sorprendida.

—¿Cómo que «vuestro nido»? Espera... ¿eso es chocolate? —pregunté enseguida, señalando una cajita metálica que había sobre la manta de cuadros.

—Sí, se lo robamos a Ángela de su habitación cuando no se da cuenta —respondió Teresa con orgullo—. Su otra hermana vive lejos, en Alemania creo, y le envía chocolate, dulces y, algunas veces, también licor de guindas. Cuando vemos que ha recibido correo, yo la entretengo en la salita donde estudiamos mientras Verónica se escabulle para ir a su habitación y coger lo que nos guste. Luego venimos aquí a comérnoslo y a hablar de nuestras cosas, este es el único sitio de la casa donde podemos estar sin que alguien nos vigile.

Miré el botín de comida y dulces esparcido sobre la manta de cuadros.

—¿Y la tía Ángela no se ha dado cuenta aún de lo que sucede? —pregunté—. Es imposible que no note que le faltan estas cosas.

Por un momento sentí una punzada de terror en el estómago, imaginando lo que nos haría nuestra piadosa tía si llegaba a descubrir que Verónica entraba en su habitación para robarle.

—Sí, claro que se ha dado cuenta. Pero la muy idiota cree que son los demonios o los ratones que se cuelan en la casa cuando empieza el frío. Como si los ratones supieran abrir cajones y llevarse solo lo bueno. —Teresa dio unas palmadas sobre la manta—. Siéntate con nosotras si quieres y come algo, pero no puedes decirle una palabra de esto a nadie. Ni siquiera a Rafael.

Aunque habían pasado casi seis meses, yo no tenía permiso para sentarme a la mesa familiar a la hora de la cena, no después de lo que le había hecho a Verónica, y desde luego no tenía permiso para comer chocolate —suponiendo que hubiera algo semejante en la casa—. Así que me senté sin dudar en un lado de la manta, pero dejé escapar un gemido de dolor al doblar las rodillas: me había olvidado de la carne herida por el arroz y la penitencia.

—¿Qué te pasa? —preguntó Teresa con sus ojos avellana muy abiertos.

—Nada, es solo que el perdón duele. ¿De dónde has sacado los cigarrillos? —quise saber, mirando la lata con tabaco—. ¿También se los robáis a Ángela? Y la muy falsa diciéndome que las señoritas no deben fumar porque está feo en una mujer.

Pero en vez de responder, Teresa se levantó y revoloteó un momento por el estudio abandonado. Abrió los cajoncitos del viejo escritorio de cerezo de mamá —donde sus libros y cuadernos se amontonaban en pilas de papel amarillento— y rebuscó entre los tarros de cristal de diferentes tamaños cubiertos de polvo en la estantería de la pared hasta que por fin encontró lo que estaba buscando, después volvió a sentarse con nosotras. Tenía un mortero de mármol en la mano, como los que yo había visto en el dispensario de la farmacia del pueblo, y den

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos