Donde cantan las ballenas

Sara Jaramillo Klinkert

Fragmento

cap-2

 

El polvo estaba quieto a lo largo del camino. Quietos los pies descalzos de Candelaria como renacuajos confinados en la estrechez de la pecera. Quietas las ballenas que custodiaban la casa y que nunca habrían de cantar. Quieta el agua del estanque en el que iban a pasar tantas cosas. No es que fuera verano y el viento no soplara, lo que pasaba era que hacía mucho tiempo que nadie recorría el camino hacia Parruca. Pero no era una quietud de las que indican calma, sino de las que anuncian que algo está a punto de ocurrir. Y lo estaba. Como la quietud que antecede a la borrasca que ha de desbordar el cauce de la quebrada o la de los conejos un instante antes de ser atacados por los zorros.

Candelaria vigilaba desde el techo con un libro entre las manos y la mirada en ese lugar impreciso en donde se pierden las miradas. Antes había oído el sonido de un carro, pero no pudo identificarlo porque venía envuelto en una nube de tierra reseca. O tal vez porque no se tomó el tiempo necesario para hacerlo. Tenía tendencia a sentarse a esperar cosas sin saber que, a veces, lo importante es lo que ocurre en el acto mismo de esperarlas.

Mucho había cambiado desde que su padre se marchó y ella se sintió tan sola y aburrida como para llenar con renacuajos su pecera y esperar a que la luna se llenara tres veces antes de que se convirtieran en sapos. Primero les salieron las patas, luego se les ensanchó la boca, y la piel se les puso rugosa. Al final, les asomaron los ojos. Cuando los abrieron, eran redondos y brillantes como bolas de cristal. Su mirada era una mezcla de frialdad e indiferencia.

Al final del tercer plenilunio los vio tan apretujados que decidió liberarlos en el estanque. Luego se subió al techo a divisar la carretera y fue entonces cuando vio la nube de polvo en movimiento que le indicó que alguien estaba a punto de llegar. No era la persona a quien ella esperaba, pero eso aún no lo sabía. Lanzó el libro al suelo, cruzó los corredores y bajó las escaleras gritando:

—¡Volvió, volvió!

Tobías salió de su cuarto y se unió a la carrera de su hermanastra. El piso de madera crujió bajo los pasos apurados. Sortearon con habilidad las raíces asomadas entre las grietas de los mosaicos y esquivaron las ramas cada vez más frondosas del árbol de mangos que crecía, orondo, en mitad de la sala. Ambos sintieron el portazo que dio la madre cuando tiró de un golpe la puerta de su habitación. No pudieron ver que se había escabullido debajo de sus cobijas, sin dejar al descubierto ni un solo orificio por el cual respirar. Estaba en esos días en que habría querido dejar de hacerlo para siempre. Las piedras redondas se amontonaban por su cuarto observándola sin parpadear, con esos ojos inmutables y fijos, esos ojos que miraban sin mirar. Si hubiera estado de humor se habría puesto de pie para voltearlas hacia la pared a manera de castigo, pero hacía días que el buen humor no estaba de su lado.

Al llegar a la portada Candelaria se detuvo. Tenía la respiración agitada, no tanto por la carrera sino por la emoción de ver a su padre. No tardó en darse cuenta de su equivocación. Giró la cabeza en busca de la mirada de Tobías y en sus ojos no encontró más que desencanto. En vez del padre, una mujer que no conocían forcejeaba intentando abrir la puerta del carro. Candelaria reparó en las latas de ese Jeep destartalado porque tenían más abollonaduras que los maracuyás olvidados en la plaza del mercado cuando los campesinos no lograban venderlos. Estaban oxidadas debido a la rila de las aves y al exceso de sol y de lluvia. Por el estado de la llanta de atrás, calculó que se había explotado hacía muchos kilómetros, no quedaba nada de la redondez original del rin. Al ver salpicaduras de pelos y sangre en el parachoques se imaginó un montón de animales arrollados en el camino y entonces pensó que esa mujer, al igual que sus padres, también era mala conductora.

Cuando logró abrir la puerta, Candelaria vio cómo se afincaba en el suelo un tacón rojo seguido de otro, y estos, a su vez, seguidos por unas piernas cubiertas por el polvo de la carretera, si es que puede llamarse así al torpe rasguño de la vegetación hecha por la gente de la montaña, en un intento por atravesarla. La mujer se sacudió vigorosamente el vestido blanco y ajustado que llevaba, el mismo que ya no estaba ni tan blanco ni tan ajustado. Se contuvo el pelo oscuro detrás de las orejas y removió el cascajo del suelo con la parte de delante del tacón. Candelaria se preguntó cómo podía mantener el equilibrio y la compostura sobre un terreno tan inestable, y eso que aún no la había visto caminar. Cuando la viera, se daría cuenta de que las cosas no siempre son lo que parecen. Luego reparó en el Jeep destartalado y le pareció que era impropio de una mujer como ella.

—¿Aquí alquilan cuartos? —preguntó.

—No —dijo Tobías.

—Sí —dijo Candelaria casi al mismo tiempo.

—Necesito uno —dijo mirando a Candelaria, porque las mujeres como ella siempre saben hacia dónde les conviene más hacerlo—. Y tú —dijo dirigiéndose a Tobías— agarra una pala, abre un hueco bien, pero bien grande y entierra este pedazo de Jeep cuanto antes.

La mujer lanzó al aire las llaves del carro, pero Tobías no alcanzó a cogerlas y fueron a dar al suelo. Acto seguido, le mandó la mano al trasero y eso hizo que Candelaria abriera los ojos más de la cuenta, como si al hacerlo pudiera abarcar una mayor extensión con la mirada. Luego Tobías metió la mano en el bolsillo de su pantalón y advirtió que allí reposaba un fajo de billetes.

Se oyó un cascabeleo que inundó el aire. Un cascabeleo delicado, etéreo como la neblina mañanera. Candelaria notó que la mujer se quedó inmóvil, con esos ojos quietos que no se atreven a parpadear para no espantar la concentración. Alcanzó a alegrarse de que pudieran oír la misma melodía y, por eso, cuando la vio tomar impulso para hablar, esperó con ilusión algún comentario sobre ese sonido que a ella tanto le gustaba. La culpa fue su pelo rojo. No tardó en darse cuenta de que no fue el cascabeleo, sino el color del pelo, lo que había robado la atención de la recién llegada.

—Eres como yo, cariño.

—¿Y cómo es usted?

—Decidida. Las pelirrojas somos decididas. Aunque ahora lo llevo negro para pasar de agache. A veces, es mejor así.

Dicho esto, la mujer caminó hasta la parte de atrás del carro. Candelaria reparó en el pelo y le costó imaginar cómo un pelo tan negro pudo ser alguna vez rojo. Aún no se acostumbraba a los cambios drásticos ni de pelo ni de nada. Luego la vio sacar un guacal en cuyo interior reposaba una serpiente amarilla de anillos pardos. Se la enroscó en el cuello con delicadeza, casi con ternura, mientras le hablaba en un idioma incomprensible. Candelaria conocía lo suficiente de serpientes para saber que aquella no era venenosa.

Pero no siempre fue así. La vez que su padre, a manera de broma, le dejó una docena de sapos revolcándose dentro de la ducha de su cuarto estuvo una semana entera sin bañarse allí. O cuando fue a supervisar el nido de los mirlos recién nacidos y encontró una culebra dándose un banquete con los pichones intentó agarrarla a pedradas, con una pésima puntería, por cierto. Su padre, en ese entonces, le dijo que la vida era así. Que tenía que haber mirlos para que hubiera culebras y culebras para que controlaran los ratones. Eso la poní

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