Mil mares de distancia

Nacho Sánchez Carrasco

Fragmento

Capítulo 1

1

En algún lugar del Atlántico

Viernes, 13 de mayo de 1898

Aquellos momentos de desazón quedarán grabados para siempre en mi memoria. Cuando menos te lo esperas y sin lógica alguna, tu vida se derrumba como un castillo de naipes y debes improvisar otra nueva. Y en esas andábamos mi marido y yo, en mitad del Atlántico, navegando en un majestuoso vapor italiano rumbo a la ciudad mexicana de Veracruz. Apretujados los dos junto a la barandilla de estribor, intentábamos aventar nuestra incertidumbre con el humo negro que parecía volver al puerto de Cartagena, abandonado hacía ya cuatro días. Y es que cuando tienes que dejar tu tierra de improviso, tu sosiego desaparece, tu esperanza se nubla y los recuerdos afloran; por mucho dinero que tengas y por muy señorial que sea el barco en el que viajas.

En aquella cubierta de elegantes apliques, los pasajeros enlazaban con risas conversaciones intrascendentes sobre hamacas de algodón, mientras los niños correteaban vigilados por asistentas uniformadas con vestido fúnebre, cofia bordada, delantal blanco y peto con puntillas. Apenas cincuenta pasajeros en primera clase, quizá menos, de los más de quinientos que supuestamente viajábamos en el barco.

En principio no había otro motivo para el desasosiego que no fuera el propio del apresurado peregrinaje, y así se lo repetía a Zoilo con fingida entereza. Nos teníamos el uno al otro y en las maletas, muchísimo más dinero del que necesitaríamos si viviéramos cien años. Al llegar a México nos alojaríamos en un buen hotel y con calma consideraríamos la opción de regresar cuando las aguas volvieran a su cauce. Hacía una semana de la huelga general que había convertido en un polvorín los veinticinco kilómetros de sierra minera asomada al Mediterráneo, desde Cartagena al cabo de Palos. Una horda de miles de trabajadores había quemado el ayuntamiento de La Unión y la cárcel, y habían arrasado negocios y viviendas como la nuestra por considerarnos culpables de sus estrecheces.

Convencida entonces de la honradez de los trajines que mi marido llevaba entre manos, no entendía que despreciaran unos salarios acordes con su trabajo no cualificado, en forma de vales canjeables en el colmado. Vales que, con frecuencia, se les entregaba por adelantado, incluso antes de que la mina diera beneficios. Tuvieran razón o no los manifestantes, el sinsentido de tanta violencia había trastornado nuestra vida y los pocos sueños que la aderezaban.

Si bien ahora estábamos seguros, la incertidumbre de no saber qué sería de nosotros me paralizaba la respiración. Apoyada contra aquella barandilla sentí por primera vez el vértigo de quien se asoma al precipicio de lo desconocido. Apenas me quedaba aliento para apretar la mano de Zoilo, para dedicarle alguna mueca o palabra tierna, para soportar el peso de su mirada.

Mi segunda preocupación había subido al trasatlántico también en Cartagena. Tres tipos esquivos con aspecto agrio que por turnos guardaban el fondo del pasillo, desde donde nos observaban cada vez que entrábamos o salíamos de nuestro camarote. Nunca los vimos por la cubierta ni en las salas de esparcimiento del barco. Únicamente en el restaurante. Subían de uno en uno, engullían la comida sin hablar con nadie y regresaban al camarote o a la penumbra del pasillo para que subiera el siguiente. Al principio imaginamos que custodiaban a alguien importante, pero como pasaban los días y el supuesto custodiado no salía del camarote, dedujimos que debía de tratarse de un cargamento de metales preciosos, obras de arte o de la repatriación de algún individuo reclamado por la justicia. La cara del más joven me resultaba familiar, aunque no conseguía ubicarlo. Tal vez me lo hubieran presentado en alguna de las incontables fiestas que habíamos frecuentado hasta unos días antes de la revuelta. Quizá nuestros semblantes le resultaban familiares a su vez y ese era el motivo de sus indiscretas miradas. Como sus quehaceres no afectaban a los nuestros y no quería inquietar aún más a mi marido, decidí observar sus movimientos con disimulo, incapaz de presentir los contratiempos que nos causarían aquellos tres rostros.

Capítulo 2

2

San Pedro del Pinatar, Murcia

Miércoles, 4 de mayo de 1898

Huimos de la alterada marabunta escondidos en la tartana del servicio. Ilesos de milagro, habíamos tenido el tiempo justo para echar en una maleta todo el dinero que guardábamos en casa. Nuestros incondicionales asistentes, un matrimonio entrañable, arreaban incansables a la yegua mientras nosotros permanecíamos ocultos bajo la lona, tumbados entre cajas de pescado en salazón por si aparecía algún grupo de exaltados en mitad del camino. No salimos del improvisado escondrijo hasta llegar a los llanos de la costa marmeronense. Solo entonces nos encaramamos a los asientos laterales, entretanto el matrimonio azuzaba con menos ímpetu al equino para que dejara de trotar. Saqué mi pequeño espejo del bolso, pedí a Zoilo que me lo sostuviera e intenté disimular con la polvera la desazón de los últimos días. Aunque el peligro se advertía nulo, parábamos únicamente en los pilones del camino para que la yegua bebiera, quizá por miedo a que algún huelguista descerebrado hubiera salido en nuestra búsqueda. Los campesinos que transitaban por el camino nos saludaban a nuestro paso, ajenos al galimatías del que procedíamos; y los que faenaban en los bancales detenían los golpes de azada al oírnos pasar y levantaban la cabeza bajo su sombrero de paja.

Campos de avena para alimentar a las bestias y de cebada para hacer harina en los molinos de viento. Molinos que por centenares poblaban la comarca, unos pocos para la molienda y el resto, para la extracción de agua: un pequeño caño suficiente para regar los árboles frutales aledaños a la casa, un par de tablas de alfalfa y el rodalico de hortalizas para el gasto diario de la familia. La avena y la cebada solía sembrarse en octubre y ya estaba segada en mayo, por lo que solo oteábamos campos de rastrojos amarillos que apuntaban tiesos hacia el cielo.

Una y otra vez buscaba consuelo en los ojos de Zoilo, clavados en las cajas de pescado. Pensativo. Nublado como el cielo que nos cubría. Como no tenía en qué ocupar mi tiempo y la temperatura era agradable, asomé la cabeza al silencio de nuestros sirvientes, e

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