Canción de infancia

J.M.G. Le Clézio

Fragmento

cap-2

Sainte-Marine

Si vuelvo al pueblo de mi infancia, ese pueblo de verano al que iba todos los años en cuanto terminaban las clases, Sainte-Marine, hoy en día no reconozco prácticamente nada. La calle larga que va desde la entrada hacia la punta de Combrit sigue estando donde estaba, ni más ancha ni más recta. Veo la cala del puerto, las casas antiguas, el Abri du Marin[1] y la capilla primorosa. Todo está en el mismo sitio, pero algo ha cambiado. Claro que ha pasado el tiempo, para mí y para las casas, el tiempo ha desgastado y ha vuelto a pintar, ha modificado la escala y ha modernizado el paisaje. La carretera está asfaltada y, sobre todo, pintarrajeada de blanco, con esas señales que dibujan plazas de aparcamiento, chicanes, líneas discontinuas y stops. Se han hecho rotondas para controlar el tráfico, arcos de madera para impedir que pasen las autocaravanas, paneles para regular el aparcamiento, bolardos y barreras para prohibirlo. Han aparecido cafés, creperías con terraza y sombrillas, tiendas de postales y recuerdos. Todo brilla con un barniz de modernidad provinciana, una especie de impermeabilizante para aislar al pueblo del tiempo, protegerlo de los ataques contra el pasado, un barniz a muñequilla en un mueble de anticuario. Hoy se entra a Sainte-Marine en coche, pero sin parar. En verano, la riada de visitantes es tal que hay que seguir camino, llegar hasta el cabo, si acaso hacer una foto, y dar media vuelta. Entrar y salir. Y sin embargo, aquí fue donde viví tantos días, año tras año, cada verano, donde me llené la cabeza de imágenes, donde descubrí mi infancia.

No es fácil vincular el pueblo de ayer a este en que se ha convertido. Claro está, el mundo ha cambiado. Sainte-Marine no ha sido el único lugar que lo ha hecho. ¿Cómo es posible que aquí me afecte más? ¿Qué imagen he atesorado en el corazón, como un valioso secreto, cuya caricatura me desazona más que cualquier otra, me deja la sensación de un tesoro robado?

Sainte-Marine era esa calle larguísima por la que llegábamos, mi familia y yo, todos los veranos, desde el sur de Francia, a bordo del Renault Monaquatre antediluviano de mis padres, para pasar tres meses de vacaciones ideales, de libertad, de aventuras y de evasión. El centro de Sainte-Marine, cuando llegábamos, no era tanto la capilla como el transbordador, ese extraordinario puente flotante metálico que, dos veces por hora, corría chirriando por sus cadenas cruzando el estuario del Odet. La construcción del gigantesco (y probablemente inútil) puente llamado pomposamente de Cornualles, río arriba, ha sido la causa y la cara visible de ese cambio. En la época del transbordador, nadie cruzaba por gusto. Resultaba lento y ruidoso, olía a aceite de máquina y se te manchaban los zapatos. Y total, ¿para qué? Para ir al otro lado del río, a Bénodet, donde no había nada. Donde todo el mundo, en verano, se amontonaba en las playas, en la terraza de los cafés y en los campings. A la otra orilla ya había llegado la modernidad, y en esta bastaba con imaginársela o, si alguien la ansiaba, con subirse al transbordador junto con las camionetas y las bicis. No costaba nada, tampoco aportaba mucho. En mis recuerdos, unos céntimos (calderilla, habría dicho mi abuela). O puede que menos. O puede que nada, para los críos de diez años que saltaban a bordo en el momento en que arrancaba el transbordador. El trayecto duraba diez minutos, pero los días de marea viva o de viento fuerte, el transbordador tiraba de la cadena y derivaba chirriando hacia el estuario mientras lo sacudían el oleaje del mar y los torbellinos del río. La otra orilla era otro mundo: Bénodet, por entonces, era la ciudad, la cita de los veraneantes y los campistas. Pasar de Sainte-Marine a Bénodet era cruzar la frontera que separaba la Bretaña olvidada, tradicional y algo desfasada, de la región moderna, con sus carreteras, sus hoteles, sus cafés, sus cines y, sobre todo, sus playas cubiertas de sombrillas y rebosantes de bañistas. No sé si esas cosas son importantes para los niños. No recuerdo que me interesara mucho la modernidad, el ruido y el gentío. Pero sí que debieron de serlo para los adultos, puesto que un buen día decidieron que el viejo transbordador oxidado y el largo rodeo por los muelles de Quimper ya no bastaban y que había que construir un puente para dejar pasar a los coches y los turistas.

El puente de Cornualles es magnífico. No vi cómo lo construían; por aquel entonces ya habíamos dejado de ir a Bretaña. El trayecto desde Niza era demasiado largo para el viejo coche y seguramente a mi padre le apetecía ver otras cosas. Y también nosotros, mi hermano y yo, habíamos crecido y preferíamos pasar los meses de verano en el bochorno de Niza o bien ir al sur de Inglaterra, a Hastings o a Brighton, para descubrir los milk bars y a las chicas.

Años más tarde volví y crucé el puente. Para construirlo trazaron una red de carreteras de tres o cuatro carriles, con rotondas y enlaces. En aquella época el puente era de pago en un sentido y gratuito en el otro (algo notoriamente opuesto a los usos y costumbres de Bretaña). Dicho de otro modo: era una empresa. Debía de haber bancos por medio. Desde el puente se sobrevuela la desembocadura del Odet a la altura a la que vuela una gaviota. Me sorprendió ver lo mucho que la altura de esta construcción había encogido el paisaje.

El Odet, cuando remábamos en él a bordo de una chalana arrastrando un sedal, parecía tan grande como el Amazonas, con el misterio de las riberas brumosas, los remolinos de agua negra y la desembocadura mar adentro, hacia las islas Glénan. A la sombra del puente, se ha convertido en un brazo de agua tranquila, provinciano, achicado y moteado de barquitos blancos amarrados a boyas. En unos años, el estuario salvaje se ha transformado en un puerto de recreo, una especie de balsa de agua verde bordeada de casas y árboles, una ría. He intentado imaginar qué sentirían dos críos al cinglar entre las patas del puente, debajo del bramido machacón de los coches que cruzan el estuario a sesenta por hora y a treinta y cinco metros de altura. Ha adoptado un aspecto urbano, definitivo, tan potente e inamovible como una presa. Nunca he vuelto a subir al puente.

Cuando trato de rememorar la Sainte-Marine de mi infancia, lo primero que se me aparece es la calle, esa calle tan larga de tierra y grava que partía de la entrada del pueblo, cerca de la escuela, y llegaba hasta la punta, con casas alineadas a ambos lados. A mí debía de parecerme normal, pero constituía ya entonces un entorno mixto, me gustaría decir mestizo. Una alternancia de casas bretonas, en su mayoría pobres, construidas con piedra pero enlucidas con cemento gris, con sus contraventanas rústicas, las puertas bajas decoradas a veces con un dintel, las techumbres de pizarra musgosa con los eslabones de la cumbrera visibles y las chimeneas de ladrillo. Algunas tan pobres y tan antiguas que seguían teniendo las paredes de granito, las ventanas estrechas y los tejados de bálago. Protegían el jardincito trasero donde se plantaban ajos y cebollas, judías y patatas. Y, entre todas ellas, las villas de los «parisinos», arrogantes y pretenciosas, con extensos parques que llegaban hasta la orilla del Odet, rodeadas de muros de piedra por los que asomaban los gabletes y las torres, y de pesadas portaladas de forja pintadas de verde oscuro por las que se accedía a paseos de gravilla blanca con arriates floridos, macizos de hortensias azules, arbu

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