El asesinato del perdedor

Camilo José Cela

Fragmento

Nota sobre esta edición

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El asesinato del perdedor fue la primera novela publicada por Camilo José Cela después de que le fuera concedido el Premio Nobel de Literatura en 1989. No cuesta imaginar la expectativa tan grande con que fue recibida. La novela vio la luz en abril de 1994, de modo que no puede decirse que Cela se precipitara a escribirla (como sí tuvo que hacer, ese mismo año, con La cruz de San Andrés, para presentarla al Premio Planeta). Tampoco puede decirse que, una vez puesto a escribirla, pusiera las cosas fáciles al lector, pues se trata de una novela que, como tantas suyas, prescinde de casi todos los elementos que se asocian convencionalmente al género (narrador, argumento, personajes...). Pero es que, a esas alturas, la prosa de Cela, el estilo de Cela, era ya un dispositivo de enorme complejidad que funcionaba casi automáticamente yuxtaponiendo y amalgamando, en secuencias cada vez más breves, anécdotas y ocurrencias de todo tipo que se suceden sin orden aparente ni concierto, en una especie de incontenible corriente verbal en la que a menudo resulta difícil detectar siquiera un rumbo narrativo.

Conviene recordar que la novela anterior a El asesinato del perdedor es Cristo versus Arizona (1988), obra que en más de un sentido admite ser considerada como el non plus ultra, el ‘no más allá’ en la trayectoria de su autor. Y si bien se trata aquí del mismo mecanismo estilístico, al menos aparentemente, El asesinato del perdedor queda lejos de la complejidad y de la rotundidad de Cristo versus Arizona. Tiene interés especular sobre el motivo de que así sea. Éste no tiene nada que ver con la materia del relato, pues la materia de que se nutre la narrativa entera de Cela viene a ser siempre la misma: una abigarrada humanidad sujeta a los designios de la violencia, del sexo, de la muerte y de toda su corte de placeres, tormentos, ruindades y pasiones. Lo que, entre las catorce novelas publicadas por Cela, establece sutiles pero bien apreciables jerarquías es el calibre del esfuerzo empleado por el autor para imponer a ese magma una geometría interior que de algún modo lo organice. Se trata de un trabajo ímprobo, aunque inapreciable a primera vista, pues se sustenta en un delicado arte de tracería conforme al cual los innumerables personaje y episodios que no cesan de sucederse establecen conexiones mutuas por medio de todo un tejido de recurrencias.

El mismo Cela sabía muy bien cuándo se había tomado el trabajo y cuándo no, y en qué medida. Desde que obtuvo el Nobel, Cela no cesó de hablar de una novela que tenía en mente y que se proponía escribir a despecho de tantos requerimientos que se lo impedían: Madera de boj, que no conseguiría concluir hasta 1999, y que sería la última de las suyas. Pero antes de Madera de boj escribió El asesinato del perdedor y La cruz de San Andrés, novelas también notables, que sin embargo no forman parte de la secuencia vertebral de la trayectoria de Cela, respecto a la cual vienen a ser como ejercicios de mantenimiento, o de entretenimiento, sin duda portentosos, pero desprovistos de la tensión superior de otras.

Esta última observación no debería resultar disuasoria para nadie. La prosa novelística de Cela constituye siempre un espectáculo asombroso, repleto de sorpresas. Está trenzada —como bien se deja ver en El asesinato del perdedor— con cuerdas de la más varia procedencia: lirismo, brutalidad, humor, delirio, sexo, mucho sexo, escatología, sabiduría existencial, onirismo, anecdotismo... En este caso, alrededor de un hilo tan leve y tan borroso que apenas cumple la función de simple pretexto para poner en marcha la maquinaria de la escritura.

El lector haría bien en empezar esta novela por el final, leyendo antes que nada la «Carta de aviso» con que se cierra. Dispondrá de este modo de una brújula que le permitirá recorrerla sin falsas expectativas. La novela entera no es otra cosa que la grasa narrativa —por así decirlo— con que Cela envuelve el «caso» de que se sirve. Un caso judicial, en el que se pone de manifiesto el abuso de poder de un juez puritano y celoso de su oficio que malogra la vida de un hombre a quien sorprendió en un local público metiéndose un lote con su novia. No es mucho más lo que «cuenta» El asesinato del perdedor, que ya desde su arranque se distrae por completo de este argumento y se entretiene en referir un gratuito y anacrónico episodio atribuido a un tal caballero Michael Percival. A partir de ahí, suma y sigue el relato, de una sola tirada, sin líneas divisorias, amontonando voces, noticias de todo lance, diálogos más o menos escacharrantes, situaciones arbitrarias, unas veces enigmáticas, otras muchas jocosas, casi nunca pertinentes al supuesto argumento que, conforme va dicho, queda literal y literariamente sepultado por la avalancha de la balbuciente y desnortada humanidad que brota incesante, incontinente, de la imaginación de Cela.

El asesinato del perdedor admite ser vista como el contrapunto trágico de un libro al que Cela alude por dos veces en la novela y que en su día le valió un gran éxito de público: La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona, del año 1977. También en ese libro se refería un caso judicial alrededor de una pareja que se había dejado llevar por la calentura del sexo. En este caso, la pareja se estaba pegando el lote en un cine, y la eyaculación del hombre salpicó de semen a un matrimonio sentado varias filas atrás, que denunció a los amantes. Cela narraba el asunto sirviéndose de cartas y documentos reales. No consta que el «caso» de Mateo Ruecas, «el perdedor», tenga un fundamento real, y esta vez Cela emplea una estrategia radicalmente distinta para narrarlo. Pero en uno y otro libro se ilustra —ya con espíritu festivo, como en La insólita y gloriosa hazaña..., ya con espíritu amargo y denunciador, como en El asesinato del perdedor— el cortocircuito entre el orden, la moral y la justicia que rigen la sociedad y las muy particulares ansias y singladuras de los individuos que la componen.

«Todavía pervive la España negra», dijo Cela durante el acto de presentación de su novela. «No es algo deseable pero quizá no lo debamos lamentar: No crean que por ahí son muy distintos.»

Las crónicas de ese acto de presentación, las entrevistas a que dio lugar y las reseñas de que fue objeto el libro testimonian a las claras las dificultades que para entonces tenía Cela de ser leído al margen del estruendo de su personalidad y de sus siempre estentóreas declaraciones. Salvo contadas excepciones, El asesinato del perdedor no fue muy bien recibida por la crítica. En cuanto al público, a esas alturas, cuando de Cela se trataba, respondía siempre al reclamo de la bien labrada fama de un autor que, si bien no hacía concesiones a su gusto (lejos de eso, redoblaba de una ocasión a otra la apuesta experimental, vanguardista), le suministraba un caudal suficiente de procacidades, de chistes y anécdotas suculentas, de enormidades de toda índole, de provocación, de pimienta sexual, también de poesía y de belleza,

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