Las furias invisibles del corazón

John Boyne

Fragmento

La buena gente de Goleen

Mucho antes de que descubriéramos que había engendrado dos hijos con dos mujeres distintas, una de Drimoleague y la otra de Clonakilty, el padre James Monroe se subió al altar de la Iglesia de Nuestra Señora Estrella del Mar, en la parroquia de Goleen, West Cork, y acusó a mi madre de ser una puta.

Toda la familia se había sentado en el segundo banco. Mi abuelo, junto al pasillo, lustraba con un pañuelo la placa de bronce en memoria de sus padres, clavada en el respaldo del banco de madera de delante. Llevaba su traje de los domingos, planchado la noche anterior por mi abuela, que retorcía un rosario de jaspe entre sus dedos nudosos mientras movía los labios en silencio, hasta que mi abuelo puso la mano sobre las suyas y le ordenó que se estuviera quieta. Mis seis tíos, todos con su reluciente pelo negro rociado de laca con aroma a rosa, estaban sentados al lado de mi madre en orden ascendente de edad y estupidez. Cada uno de ellos era unos dos centímetros más bajo que el de al lado, y esa diferencia se apreciaba claramente viéndolos desde atrás. Aquella mañana los chicos a duras penas podían mantener los ojos abiertos: la noche anterior se había organizado un baile en Skull y todos habían bebido como descosidos y llegado a casa en un estado lamentable, por lo que sólo llevaban durmiendo unas horas cuando su padre los había despertado para ir a misa.

Al final de la fila, debajo de un grabado en madera de la décima estación del Via Crucis, se encontraba mi madre, con un nudo en el estómago, aterrorizada por lo que iba a ocurrir. Apenas se atrevía a levantar la cabeza.

La misa empezó de la manera habitual, según me contó ella, con el cura recitando cansinamente los ritos introductorios y la congregación cantando el Kyrie fuera de tono. William Finney, un vecino de mi madre procedente de Ballydevlin, se acercó muy pomposo al púlpito y, tras aclararse la garganta delante del micrófono, se hizo cargo de las dos primeras lecturas litúrgicas, declamando con gran dramatismo, como si actuara sobre el escenario del teatro Abbey. El padre Monroe, sudando visiblemente por el grueso de sus vestiduras y la intensidad de su ira, dio paso a la aclamación y a la lectura del Evangelio antes de invitar a sus feligreses a que tomaran asiento. Tres monaguillos de mejillas sonrosadas corrieron a sentarse en su banco lateral intercambiando miradas nerviosas. Tal vez habían leído las notas del sacerdote en la sacristía, o lo habían oído repasar el sermón mientras se ponía la sotana por la cabeza. O tal vez, conocedores de la crueldad de la que era capaz ese hombre, simplemente se alegraban de que en esa ocasión no fuera dirigida a ellos.

—Toda mi familia es de Goleen, al menos hasta donde se remontan los registros —empezó el padre Monroe, contemplando ciento cincuenta cabezas levantadas y una inclinada hacia abajo—. Una vez me llegó el terrible rumor de que mi bisabuelo tenía parientes en Bantry, pero jamás he encontrado una sola prueba que lo confirmara. —El comentario provocó la risotada generalizada de los feligreses; un poco de fanatismo local no le hacía mal a nadie—. Mi madre —continuó—, una buena mujer, amaba esta parroquia. Se fue a la tumba sin haberse alejado más de unos pocos kilómetros de West Cork en toda su vida y nunca se arrepintió de ello. «Aquí vive buena gente», me decía siempre. «Buena, honesta y católica.» ¿Y sabéis una cosa? Nunca había tenido motivos para dudarlo. Hasta el día de hoy.

Un murmullo se extendió por toda la iglesia.

—Hasta el día de hoy —repitió lentamente el padre Monroe, negando con la cabeza en señal de pesadumbre—. ¿Ha venido Catherine Goggin esta mañana?

Miró a su alrededor como si no tuviera la menor idea de dónde podía encontrarla, a pesar de que ella se sentaba en el mismo banco todas las mañanas de domingo desde hacía dieciséis años. En ese momento, todos los hombres, mujeres y niños allí reunidos movieron la cabeza en su dirección. Todos excepto mi abuelo y mis seis tíos, claro, que mantuvieron la vista clavada al frente con decisión, y mi abuela, que inclinó la suya justo cuando mi madre la levantaba, en un sube y baja cargado de vergüenza.

—Catherine Goggin, ahí estás —dijo el cura, esbozando una sonrisa. Le indicó con un gesto que se acercara—. Sube aquí conmigo, como si fueras una buena chica.

Mi madre se levantó poco a poco y avanzó hacia el altar, un lugar donde hasta entonces sólo había estado para recibir la comunión. No se sonrojó, según me contaría años después, sino que se puso pálida. Ese día hacía calor en la iglesia, a la humedad del verano se había sumado el aliento de los inquietos parroquianos. Ella sintió que le flaqueaban las piernas y tuvo miedo de desmayarse y que la dejaran allí tirada, marchitándose y pudriéndose en el suelo de mármol para servir de ejemplo a las otras chicas de su edad. Miró nerviosa al padre Monroe y, por un segundo, percibió todo el rencor de sus ojos.

—Parece tan inocente —dijo el padre Monroe con una media sonrisa y mirando a su rebaño—. ¿Cuántos años tienes, Catherine? —le preguntó.

—Dieciséis, padre —dijo mi madre.

—Dilo más fuerte. Para que esa buena gente del fondo pueda oírte.

—Dieciséis, padre.

—Dieciséis. Ahora levanta la cabeza y mira a tus vecinos. A tu madre y a tu padre, que han llevado una vida decente y cristiana y que han supuesto un orgullo para sus propios padres. A tus hermanos, de quienes todos sabemos que son jóvenes buenos e íntegros, que trabajan duro y que jamás han llevado a ninguna muchacha por el mal camino. ¿Los ves, Catherine Goggin?

—Sí, padre.

—Si tengo que volver a decirte que hables más alto, te daré una bofetada aquí mismo, en el altar, y no habrá alma en esta iglesia que pueda culparme por ello.

—Sí, padre —repitió ella, más fuerte.

—«Sí.» Acabas de pronunciar por primera y última vez esta palabra en una iglesia. ¿Te das cuenta, pequeña? Nunca tendrás tu día de boda. Veo que te llevas las manos a la barriga. Un poco abultada, ¿no? ¿Escondes algo ahí?

Un murmullo se elevó entre las hileras de bancos. Obviamente, en la congregación se sospechaba desde hacía tiempo —¿qué otra cosa podía ser?—, pero les faltaba la confirmación. Amigos y enemigos intercambiaron miradas de reojo, anticipando mentalmente las conversaciones. «Los Goggin. Qué puede esperarse de esa familia.» «Él apenas es capaz de escribir su nombre y ella no puede ser más rara.»

—No lo sé, padre —dijo mi madre.

—No lo sabes. Claro que no lo sabes. Porque no eres más que una fulana ignorante y tienes el cerebro de un conejo. Y la misma moral, debería añadir. Todas las jovencitas que estáis aquí —dijo alzando la voz, al tiempo que se volvía para mirar a los habitantes de Goleen, que permanecían sentados sin quitarles ojo de encima—, todas vosotras, jovencitas, fijaos bien en Catherine Goggin y ved lo que les sucede a las muchachas dispuestas a entregar alegremente su honra y su virtud. Acaban con un bebé en el vientre y sin marido

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