Los peones son el alma del juego

Homero Aridjis

Fragmento

Los peones son el alma del juego

La Siempreviva

Peón cuatro rey. Ese movimiento en el ajedrez es semejante al momento en que aventamos una piedra al agua y se produce una forma que se expande en círculos concéntricos hasta alcanzar el límite del pensamiento lúdico. Ésta es la acción del pensamiento sobre la materialidad de las piezas. El deslumbramiento es mayor si jugamos bajo la lluvia. Más aún, si creemos que el destino de un hombre consta de un solo momento, el momento en que se da jaque mate a sí mismo.

Rodeado de piezas inanimadas, Alex tenía la capacidad de animarse y animarlas con un movimiento de mano. Se sentía vivir en los tiempos oscuros cuando a la luz de las antorchas cuatro jugadores simbolizaban la lucha de las Estaciones, los Elementos, los Colores y los Humores en el Acedrex de los quatros tiempos.

Alex sabía que, al frente de las piezas blancas, Adolfo Anderssen jugó contra Jean Dufresne, en Berlín, en 1852. La partida fue llamada la Siempreviva. En términos musicales se calificó como una partitura, como una metáfora lúdica, equivalente en belleza al Trono Ludovisi, esa escultura en mármol blanco que representa el nacimiento de Afrodita.

Lloviera o nevara o corriera el viento, la mente del jugador se oía como el gluglú de una pileta que se vacía y cada movimiento igual que una gota que se desliza en el tablero. Alex, inmerso en su juego, clavado en la eternidad del momento, no apartaba los ojos de las piezas transfiguradas por el sol del poniente.

En el Kiko’s, esa cafetería con piso de mosaicos blancos y negros como un tablero de ajedrez, Alex había hallado mesa junto a una pared con espejos y cada vez que hacía una jugada era como si abriera una ventana por la cual su otro yo, con cara similar a la suya, le contestaba. Y así hasta el fin de la partida. El problema era que cada vez que él trataba de mirarse a sí mismo el otro yo le daba la espalda, como en un espejo giratorio.

Hasta que de repente, haciendo suyo el espacio del juego, se puso a oír el sonido de las piezas cayendo en el tablero, mientras clavaba la vista en la azucarera como en una reina de vidrio.

Alex tenía dieciocho años. En 1958 había llegado de la provincia a la ciudad con el pretexto de estudiar periodismo, pero con la intención secreta de escribir poesía. Se instaló en una casa de huéspedes en Mazatlán 70. La dueña se llamaba Rodolfa, una vieja chihuahuense de cuerpo seco y cara de loro que pasaba las tardes frente a la televisión viendo con ojos entrecerrados películas de la Época de Oro del cine mexicano. Por la ventana se veía un árbol y a veces se oía gorjear a un pájaro. Cada mañana, antes de ponerse a escribir, Alex paseaba por el parque México. Después de la comida jugaba ajedrez por dinero con dos agentes de los laboratorios Atlantis, amigos de su hermano. Para hacerlo jugar ellos apostaban dinero, que él aceptaba para comprar libros. Leía autores hispanos, franceses, anglosajones, alemanes, rusos, grecolatinos y todo libro que caía en sus manos. Por la tarde, cogía el autobús Mariscal Sucre rumbo a la colonia Roma entre chicas primaverales que tomaban clases vespertinas. Juan Carbajal, un empleado de la Librería Juárez, al notar su pasión por los libros, y sabiendo que escribía, una noche le contó que Juan José Arreola impartía un taller literario donde poetas y cuentistas compartían experiencias.

Cuando la librería cerró, Alex se fue con el gerente Antonio Tirado y el escritor José de la Colina por avenida Juárez.

“Franco es asesino, pero no es corrupto”, dijo De la Colina.

“Franco es corrupto y asesino”, contradijo Tirado.

Uno decía que sí, otro que no. Hasta que De la Colina citó un verso de Luis Cernuda: “España ha muerto”, y el verso fue como un disparo en la cabeza de Tirado.

“Pepe, eres un miserable, un traidor, por lo que has dicho te voy a matar”, el librero se detuvo como si le hubiesen pisoteado la patria, se quitó las gafas, peló los dientes y esgrimió los puños.

“No lo dije yo, lo dijo Cernuda”, de la Colina, con el cuerpo encogido, se puso los brazos sobre el pecho como escudo.

“Tú lo repites, infeliz.” Tirado lo colocó contra la pared y le apretó el cuello.

“Lo dijo Cernuda.”

“Me asombra el poder de la poesía, que un verso pueda provocar un asesinato”, Alex, con un movimiento de adiós, siguió su camino.

El miércoles por la tarde, Alex se dirigió a Río Volga. El taller que impartía Arreola se llevaba a cabo en la cochera del Centro Mexicano de Escritores. Tocó a la puerta verde y, como nadie abría, la empujó. Al entrar en el salón todos se le quedaron viendo. Les llamaba la atención ese muchacho de ojos claros, melena alborotada y zapatos sin lustrar que nadie conocía. Estaban en sesión. No había una silla desocupada. De pie, él no sabía dónde meterse.

Arreola, flaco y desgarbado, con manos que hablaban solas, leía “Tristuso piensa en Tristusa”, poema de Juan Martínez, un joven jalisciense de mirar intenso, barba partida, cejas pobladas y pelo rizado. Llevaba abrigo negro y camisa blanca. Parecía exaltado al oír su poema en boca del maestro. Alex no se atrevía a moverse de su sitio, junto a la puerta fijaba la vista en los pantalones negros con rayas rojas del maestro. Bebía sus palabras como de un gurú letrado.

En la primera fila, maquilladas y enjoyadas, con las piernas cruzadas, se sentaban tres bellezas judías: Fanny, Germaine y Niki, esta última, una poeta húngara refugiada en México a causa de la invasión soviética de Budapest. Sentados atrás estaban Carlos Payán, Fernando del Paso y Eduardo Lizalde.

Cuando acabó la sesión, Alex se acercó a Arreola para decirle que escribía y le gustaría asistir a su taller. El maestro lo miró dubitativo y José Antonio Camargo, su chaperón, aclaró que las sesiones eran de paga y se cubrían por semestre.

“A los que saben ajedrez, los invito a casa”, dijo Arreola.

“¿Juega?”, preguntó Alex.

“No sólo juego, me desvelo jugando, ¿y usted?”

“En Morelia jugué en el Club Carlos Torre.”

“Venga con nosotros.”

Arreola, envuelto en su capa negra, pisando charcos, precedía al grupo por las calles con nombres de ríos: Guadalquivir, Nilo, Ganges, Mississippi. Camargo disertaba sobre Ortega y Gasset y la rebelión de las masas.

“Aquí es.” Escritores y jugadores se detuvieron en Río de la Plata, donde vivía Arreola en un edificio sin elevador. Su departamento pequeño en el cuarto piso no tenía cortinas en las ventanas ni más muebles que las mesas de ajedrez, pero él recibía generosamente la visita de ajedrecistas y jóvenes escritores. Adentro, lo primero que Alex vio fue a Claudia y Fuensanta, sus hijas adolescentes de ojos brillantes y sonrisas prontas. Las piezas en los tableros esperaban a los jugadores.

Arreola sentó a Alex a jugar contra Eduardo Lizalde.

“¿Quién ganó?”, preguntó el maestro al final de la partida, cuyo desarrollo habí

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