Fármaco

Almudena Sánchez
Almudena Sánchez

Fragmento

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EL DEMASIADO VÉRTIGO

Hablando de cabezas: habría que empezar a explosionar ya. No son necesarias tantas explosiones en el Líbano como en nuestras cabezas occidentales. El mundo sería mejor con cabezas dispuestas a albergar una bomba antidogmática con efectos colaterales empáticos. Aunque yo no soy nadie para dar órdenes, pues tan solo soy una escritora que empieza. Siempre seré una escritora que empieza. En el año 2087 se­guiré siendo esa escritora que empieza, que tiembla, que se arriesga y sigue temblando con un tenedor en la mano.

Cada cual que haga lo que quiera con su cabeza, al fin y al cabo, es todo lo que tenemos. Cabezas pensantes. La mía ha estallado y aquí lo cuento sin intención de que sea un texto informativo ni de autoayuda e intentando con todas mis fuerzas que haya más literatura que morbo, más literatura que detalles técnicos, más literatura que aquello que no sea literatura. O de forma más esquemática: que mi depresión sea tan literaria como lo ha sido mi vida desde que empecé a leer.

Leer bien, leer con calma, leer con asiduidad, leer la línea blanca que viene después de la línea escrita y la línea escrita que antecede a la línea blanca, es lo mejor que me ha pasado. Leer y visualizar, leer y masticar, leer y medio llorar, leer y admirar. Leer y entremezclar luego mis palabras: que sean un descoloque sensorial.

Al principio, no creía en ello. No creía en la depresión, ni en el término blue, ni en el TOC, ni en los ataques de pánico. Me resultaban ajenos. Los consideraba una tontería pasajera. Me han enseñado, de toda la vida, que eso «es gente que no espabila», «no tira p’alante», o «tiene mucho cuento». En fin, que me ha costado, igual que con todo prejuicio, dinamitarlo en mi cabeza.

He leído maravillas relacionadas con la caída del cerebro. La fiebre nos obliga a crecer: crecemos a base de fiebre y más fiebre. Los buenos libros tienen una temperatura alrededor de los 39,5 grados. Es la que te puede dar con el mal de altura. El cuerpo agoniza. El demasiado vértigo. Es cuando más nos parecemos al demonio y eso es también la depresión.

Nos encontramos, de golpe, incendiados y frágiles.

Para no caer solo en episodios trascendentales —no he padecido ninguna tragedia en los últimos años— que me sucedieron durante la infancia, he escrito sobre mi incapacidad para escribir (puesto que a eso me dedico) durante el tiempo en que la depresión se manifestó más severa. En muchos casos me dolía pensar en la nostalgia de la escritura cuando brotaba a través de mí de manera más fácil. Cuando era una escritora con ánimo de serlo. Es atroz perder las ganas, es seguramente lo más mortífero que me ha pasado. Durante varios meses, creí que jamás —lo juro con solemnidad—, jamás de los jamases, volvería a escribir.

Hay un mar en la infancia. Está alterado por mis recuerdos, por supuesto, pero he tratado de contrastar parte de esas memorias con mi hermano y con mi tía Antonina, que están bastante de acuerdo conmigo, y con mis padres, que no lo están en absoluto. He observado durante más tiempo del normal mis fotos de niña. De cerca, con lupa. De lejos, con prismáticos. Con el corazón en la mano, con ceniza en la mano. En muy pocas salgo sonriendo. En algunas salgo preguntándome qué hago ahí. ¿Por qué sale una niña en una foto con cara de pregunta?

La niñez es inmemorial.

Tengo la certeza de que cuando muera, si muero un día de estos, no pasará (¿cómo es ese dicho?) «la vida ante mis ojos», sino mi niñez entera, mi niñez buceadora, mi niñez podrida, mi niñez en un coche que va de arriba abajo, hacia una punta de la isla, por los campos de Castilla y tiene sed y se desmaya con el olor a gasolina.

Escribir tiene que ver con el agua. Los escritores (Cheever ya lo anuncia) son nadadores en diferentes aguas. Hay tantos tipos de aguas. Hay tantas texturas en el agua. Tantos colores en el agua. Cada vez estoy más convencida: escribo el agua y quiero que mis textos fluyan como el agua. En la imitación del agua está la clave.

Bebo agua con limón y jengibre cada día para no amanecer desgastada.

¿Realmente dispongo de unos genes incapaces de controlar? Mi psiquiatra me hablaba muy en serio de esto: de lo endógeno. De lo inevitable que ha sido mi depresión y de que no me echara la culpa, de que no me echara la culpa, de que hiciera el favor de no echarme la culpa. Y empecé a pensar en mi abuela. En una abuela que no conocí. En una abuela que tuve y no fue feliz.

Fármaco está escrito hacia atrás.

Rectifico: está escrito hacia delante y hacia atrás, hacia atrás y hacia adelante. Como cuando rebobinábamos en el pasado las películas. Cómo echo de menos ese gesto. Darle al botón del mando. Los personajes se volvían locos: era gracioso verlos salir por una puerta de espaldas. Del revés. Despegar rápidamente el culo de una silla: casi volaban. El botón de rebobinar inspiró al realismo mágico, si no ¿qué? ¿Cómo empezamos a volar en los libros? Creo que la modernidad no quiere que trastoquemos a nuestros personajes.

Rebobinar era alterar el mundo, las normas sagradas del buen vivir.

Hoy ya no existe ese botón. Puedes ver la secuencia anterior y posterior: los quince segundos que van delante de la escena y los quince que van detrás. En breve no existirá ni el mando.

En ocasiones pienso que los seres humanos que hemos vi­vido antes de internet y después de internet somos importan­tes. Pronto desapareceremos y no habrá testimonios del cata­clismo. La Tierra supura megabytes, perfiles falsos y sueña wifis. Es como haber vivido antes de la rueda y después de la rueda.

Mi madre se lamenta de que le faltan conocimientos informáticos. A pesar de que para ahondar en mi madre necesitaría doscientos folios de papel, es decir, una novela íntegra. Mi madre se parece mucho a la madre de Enriqueta, el personaje creado por Liniers, que nunca está y a la vez siempre está. De hecho, físicamente dibujada no aparece nunca. Tengo un tomo gordo de Liniers y la madre de Enriqueta solo es una voz que grita. Mi madre es como Dios: yo no la veo nunca pero ella me ve a mí.

Así es Dios, ¿no? Un ente omnipresente.

A lo mejor Dios son las madres.

Me interesan esas presencias fantasmales. En cierto modo, las infancias interesantes se las debemos a los padres: a lo que hicieron en su momento y a lo que dejaron de hacer. Y para nada quiero culparlos, todo lo contrario, este libro es para que me comprendan un poco mejor. Para que lean mi punto de vista.

Mi punto de vista que empieza en el interior de una herida y termina besando la piel de la herida, con los labios agrietados, pero yo beso mis cosas, las beso día y noche. Es lo que soy: tengo que besarme y besarme para curarme en condiciones. No esperes que nadie te bese. Bésate a ti misma.

Estoy en contra de Walt Disney y muy a favor de las farmacias.

Larga vida a la química y a la venlafaxina. Larga vida a los polvos blancos que nos alegran la existencia, al ibuprofeno que en ocasiones me salva de una ciática horrorosa. A la pasiflora en extracto seco, me da igual. ¡Mi gato se emborracha con valeriana y se revuelca por el suelo! Estoy más cerca que nunca de esas pastillas, me las tomo sin pensar y sin ningún miedo. Antes les tenía un respeto. Ahora me he dado cuenta de que no pasa nada, de que solo

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