El inmoralista

André Gide

Fragmento

Al señor D.R. Presidente del consejo

AL SEÑOR D. R.

PRESIDENTE DEL CONSEJO

Sidi b. M., 30 de julio

de 189...

Sí, estabas en lo cierto: Michel nos ha hablado, querido hermano. He aquí el relato que nos hizo. Tú lo habías pedido; yo te lo había prometido; pero, en el momento de enviártelo, todavía dudo, y cuanto más lo releo más horrible me parece. ¡Ah!, ¿qué vas a pensar de nuestro amigo? Por otra parte, ¿qué pienso yo mismo?... ¿Le reprobaremos simplemente, negando que puedan mejorar facultades que se muestran crueles? Pero más de uno hay hoy en día, eso temo, que osaría reconocerse en este relato. ¿Habrá que inventar un empleo para tanta inteligencia y tanta fuerza, o habrá que negar a todo ello el derecho de ciudadanía?

¿En qué puede Michel servir al Estado? Confieso que lo ignoro... Necesita una ocupación. ¿La elevada posición que tus méritos te han valido, el poder que tienes, bastarán para encontrarla? Date prisa. Michel es fiel: todavía lo es; muy pronto solo lo será para consigo mismo.

Te escribo bajo un azul perfecto; en los doce días que Denis, Daniel y yo llevamos aquí, ni una nube, ni mengua de sol. Michel dice que el cielo es puro desde hace dos meses.

Yo no estoy triste ni alegre; el aire de aquí le llena a uno de una vaguísima exaltación y le hace alcanzar un estado que parece tan alejado de la alegría como de la pena. Tal vez sea la felicidad.

Permanecemos junto a Michel; no queremos dejarle; comprenderás por qué si tienes a bien leer estas páginas. Así pues, es aquí, en su casa, donde aguardamos tu respuesta; no tardes.

Ya conoces la amistad que, entonces fuerte y cada año más grande, nos unía, desde el colegio, a Michel, a Denis, a Daniel y a mí. Entre los cuatro concluimos una especie de pacto: a la menor llamada de uno, debían responder los otros tres. Por ello, cuando recibí aquel misterioso grito de alarma de Michel, advertí enseguida a Daniel y a Denis y, abandonándolo todo, los tres partimos juntos.

Hacía tres años que no veíamos a Michel. Se había casado, se había llevado a su mujer de viaje y, cuando pasó por última vez por París, Denis estaba en Grecia, Daniel en Rusia y yo, como sabes, retenido junto a nuestro padre enfermo. Sin embargo, no nos faltaron noticias suyas; pero las que nos dieron Silas y Willi, que le habían visto, no dejaron de asombrarnos. En él se producía un cambio que todavía no alcanzábamos a explicarnos. Ya no era el muy docto puritano de antes, de gestos torpes de puro convencidos, de tan puras miradas que ante ellas nuestras libres expresiones se interrumpían con frecuencia. Era... pero para qué indicarte ahora lo que su narración va a decirte.

Te envío, pues, este relato tal como Denis, Daniel y yo lo escuchamos; Michel lo hizo en su azotea, donde, junto a él, estábamos tumbados a la sombra y bajo la claridad de las estrellas. Al finalizar el relato, vimos amanecer sobre la llanura. La casa de Michel la domina, así como el pueblo, del que dista poco. Por el calor, y por las cosechas ya recogidas, esta llanura se parece al desierto.

La casa de Michel, aunque pobre y extraña, es encantadora. En invierno se pasa frío, porque no hay cristales en las ventanas, o, mejor dicho, no hay ventanas en absoluto, sino vastos agujeros en las paredes. El tiempo es tan bueno que dormimos fuera, sobre esteras.

Deja que te diga aún que tuvimos buen viaje. Llegamos aquí por la noche, agotados de calor, ebrios de novedades, parando apenas en Argel y, luego, en Constantina. Desde Constantina un nuevo tren nos condujo a Sidi b. M., donde nos aguardaba una tartana. La carretera termina lejos del pueblo. Cuelga este de lo alto de una peña, como determinados burgos de Umbría. Subimos a pie; dos mulos llevaban nuestras maletas. Cuando se llega por este camino, la casa de Michel es la primera del pueblo. La rodea un jardín cerrado por muros bajos o, mejor, un cercado, en el que crecen tres granados retorcidos y una soberbia adelfa. Había allí un muchacho cabila que, al acercarnos, huyó, escalando el muro sin miramientos.

Michel nos recibió sin demostrar alegría; simplemente, parecía temer toda demostración de ternura; pero ya en el umbral, nos abrazó con gravedad a cada uno de los tres.

Hasta la noche no intercambiamos ni diez palabras. Una cena, en extremo frugal, estaba dispuesta en un salón cuyas suntuosas ornamentaciones nos asombraron, pero que el relato de Michel te justificarán. Después nos sirvió el café, que tuvo el cuidado de hacer él mismo. Luego subimos a la azotea, desde donde la vista se tendía hacia el infinito, y los tres, como los tres amigos de Job, aguardamos, admirando el brusco declinar del día sobre la llanura incendiada.

Cuando se hizo de noche, Michel dijo:

Primera parte

PRIMERA PARTE

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos