La vida que no esperas

Rebecca Serle

Fragmento

Capítulo 1

1

Veinticinco. Cuento hasta veinticinco todas las mañanas antes de abrir los ojos. Es una técnica meditativa relajante que mejora la memoria, la concentración y la atención, aunque esa no es la verdadera razón por la que lo hago, sino porque es lo que tarda David, mi novio, en levantarse y poner la cafetera, y yo en captar el olor del café.

Treinta y seis. Son los minutos que me lleva lavarme los dientes, ducharme, aplicarme tónico, sérum, crema y maquillaje, y vestirme para ir a trabajar. Si me lavo el pelo, tardo cuarenta y tres. Dieciocho. Esos son los minutos que dura el trayecto entre nuestro piso de Murray Hill y la calle Cuarenta y siete Este, donde está el bufete de Sutter, Boyt y Barn.

Veinticuatro. Son los meses que me parece que hay que salir con una persona antes de irse a vivir con ella.

Veintiocho. La edad adecuada para prometerse.

Treinta. La edad adecuada para casarse.

Me llamo Dannie Kohan y creo en una vida basada en los números.

—Feliz «Día de la Entrevista» —me dice David hoy, 15 de diciembre, cuando entro en la cocina. Voy en albornoz, con el pelo envuelto en una toalla. Él sigue en pijama. Todavía no ha cumplido los treinta y ya tiene el pelo castaño abundantemente salpicado de canas, pero me gusta. Le aporta prestancia, sobre todo cuando lleva gafas, lo cual es habitual.

—Gracias —le respondo. Lo abrazo, le beso el cuello primero y los labios después. Yo ya me he lavado los dientes, pero David nunca tiene mal aliento por las mañanas. Jamás. Cuando empezamos a salir, creía que era porque se levantaba antes para lavárselos, pero cuando nos fuimos a vivir juntos, me di cuenta de que es algo natural en él. Se levanta así, algo que no puede decirse de mí precisamente.

—El café está listo. —Él me escudriña y el corazón me da un vuelco al ver cómo se le contrae la cara cuando trata de enfocar la vista. Todavía no se ha puesto las lentillas.

Coge una taza y me la llena. Abro la nevera y, cuando me la da, le añado un poco de crema de café con aroma de avellana. David lo considera un sacrilegio, pero me la compra para complacerme. Así es él: crítico y generoso.

Me siento con la taza en el rincón de la cocina que da a la Tercera Avenida. Murray Hill no es el barrio con más encanto de Nueva York y tiene mala fama —todos los jóvenes judíos de las fraternidades y hermandades de la zona de Nueva York, New Jersey y Connecticut se vienen aquí a vivir cuando se gradúan. Las sudaderas de la Universidad de Pennsylvania son lo que más se ve por la calle—, pero en ningún otro podríamos permitirnos un piso de dos dormitorios y cocina completa en un edificio con portero y eso que entre los dos ganamos más de lo que una pareja de veintiocho años se merece ganar.

David se dedica a las finanzas. Trabaja como especialista en inversiones en Tishman Speyer, un holding inmobiliario. Yo me dedico al derecho empresarial y hoy tengo una entrevista en Wachtell, la firma de abogados más importante de la ciudad. La meca. La cima. La mítica sede ubicada en una fortaleza negra y gris de la calle Cincuenta y dos Oeste. Los mejores abogados del país trabajan allí. La cartera de clientes es inconmensurable; están todos: Boeing, ING, AT&T... Todas las grandes fusiones, los acuerdos que determinan las vicisitudes del mercado global tienen lugar entre sus cuatro paredes.

He querido trabajar para Wachtell desde que tenía diez años y mi padre me traía al centro para almorzar en Serendipity y ver una sesión de cine matinal. Pasábamos por delante de todos los grandes edificios de Times Square y luego yo insistía en que fuéramos andando hasta la calle Cincuenta y dos Oeste para echar un vistazo al rascacielos de la CBS, que alberga la sede de Wachtell desde su fundación, en 1965.

—Los vas a impresionar —dice David, y se despereza enseñando un poco la tripa. Es alto y larguirucho. Todas las camisetas se le quedan pequeñas cuando se estira, por suerte para mí—. ¿Estás preparada?

—Claro.

Cuando me propusieron la entrevista me lo tomé a broma. Un cazatalentos que me llamaba de Wachtell..., sí, claro. Bella, mi mejor amiga (esa rubia voluble amante de las sorpresas como bien sé) había sobornado a alguien, seguro. Pero no, era cierto. Los de Wachtell, Lipton, Rosen & Katz querían entrevistarme. Hoy, 15 de diciembre. Anoté el día en la agenda con rotulador permanente. Nada iba a borrar esa marca.

—No olvides que esta noche saldremos a cenar para celebrarlo —me dice David.

—No sabré si me dan el trabajo hoy mismo. Las entrevistas de trabajo no funcionan así.

—Ah, ¿no? Explícame eso.

David coquetea conmigo. Se le da muy bien. Nadie lo diría, con lo conservador que parece siempre, pero es muy ingenioso. Es una de las cosas que más me gustan de él y fue una de las primeras que me atrajeron.

Enarco las cejas y abandona su actitud.

—Pues claro que te darán el trabajo. Forma parte de tu plan.

—Te agradezco la confianza.

No le rebato porque sé lo que ocurrirá esta noche. David es un desastre guardando secretos y todavía peor mintiendo. Esta noche, en este segundo mes de mi vigesimoctavo año, David Andrew Rosen me va a proponer matrimonio.

—¿Dos cucharadas de copos de avena con pasas y medio plátano? —me pregunta, ofreciéndome un cuenco.

—Los días importantes son días de bagel de ensalada de bacalao, ya lo sabes.

Antes de un caso importante siempre paro en Sarge’s, en la Tercera Avenida. Su ensalada de bacalao no tiene nada que envidiar a la del restaurante Katz’s del centro y nunca hay que hacer cola más de cuatro minutos y medio. Me encanta su eficiencia.

—No te dejes los chicles —me aconseja David, sentándose a mi lado. Pestañeo y tomo un sorbo de café. Noto cómo desciende hasta mi estómago, dulce y cálido.

—¿Sigues aquí? —le digo. Acabo de darme cuenta. Hace horas que tendría que haberse marchado. Su horario es el de los mercados. Pero a lo mejor no piensa ir al despacho en todo el día. A lo mejor todavía tiene que comprar el anillo.

—Quería verte marchar. —Mira el reloj. Es un Apple. Se lo compré hace cuatro meses, por nuestro segundo aniversario—. Pero me voy volando a hacer ejercicio.

David nunca hace ejercicio. Paga la cuota del Equinox, pero me parece que ha ido dos veces en dos años y medio. Es de complexión delgada y algunas veces corre los fines de semana. Ese gasto inútil es un motivo de discordia entre ambos, así que esta mañana no se lo echo en cara. No quiero que nada estropee el día, y menos tan temprano.

—Claro —le digo—. Voy a arreglarme.

—Si te sobra tiempo... —Me atrae hacia sí y mete una mano por el escote de mi bata. Se lo permito durante uno, dos, tres, cuatro...

—¿No tenías prisa? Además, no puedo perder la concentración.

Asiente. Me besa. Lo entiende.

—En

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