La Puerta Roja

Claudia Catalán

Fragmento

La importante era la puerta Roja. Por allí era por donde entraban todas las historias interesantes. Era la puerta grande. La puerta principal. Era la que mejor recibía y también la que mejor callaba. Porque fue la gran protagonista de entonces, para lo bueno, pero también para lo malo. Era una puerta de dos alas, y eso para mí la dotaba de todo su sentido. Era como una gigantesca y vieja mariposa. Cerrada conservaba un ancestral halo de misterio, con sus maderas leñosas, sus bisagras y su oscuro pomo y, sobre todo, sus azulejos. Sí, cerrada maravillaba, con ese color que la hacía única en el pueblo y, para mí, única en el mundo. La arcada completa quedaba contorneada por esa masilla rugosa y blancuzca que de hecho no servía para nada más que para resaltar su corazón: las brillantes piezas de un rojo tan profundo como la sangre que, irguiéndose en un majestuoso pilar central, dividían las dos alas de mi mariposa. Pero, como decía, el folclórico exterior no era sino una tapadera. Lo realmente sorprendente ocurría cuando la mariposa batía sus alas y el mundo interior que quedaba oculto tras ellas hacía guiños al exterior. Entonces, cuando se abría a parpadeos esa frontera, era cuando de verdad se iniciaba algo digno de verse…

La casa de la abuela Candelaria siempre fue la casa «del Rojo». Nunca tuve claro si tomó el sobrenombre de mi abuelo o del color de la entrada. En cualquier caso, a mí me parecía muy adecuado. Nos aunaba a todos, a nuestro edificio, nuestras pasiones y nuestros miedos. Aquel día estábamos en la Cocina Grande en torno al fuego, el corazón de la casa. Fuente de luz y de calor, en aquel momento nos daba justo aquello que más necesitábamos. Aún no había despuntado el alba, pero el frío del miedo nos encogía el alma y nos mantenía despiertos y a la espera. Tañeron las campanas, aquellas que tantas veces marcarían mi vida, y nos concentramos en mantener la vista en el crepitar de las llamas y el oído atento a la puerta principal. Y a medida que los primeros rayos de sol se filtraban por la ventana, oímos el golpecito amortiguado que avisaba de que el mundo que había ahí fuera llamaba a la puerta. Todos nos miramos, y fue la abuela quien dijo:

—Voy.

Capitulo I

I

Sí, ese día aquella carta lo cambió todo. Mi padre se fue a la guerra y los demás nos mudamos definitivamente a casa de la abuela Candelaria, más protegidos al parecer por la puerta Roja que por cualquier otra. Había pasado más de un año de aquello. Y yo había aprendido mucho desde entonces. Sobre todo, había descubierto que el funcionamiento de aquella casona contaba con su propio ritual y que más me valía cumplir con él puntualmente.

La pequeña Mo ya había nacido y ocupaba prácticamente toda la atención de mi madre; al menos en cuerpo, porque la mente de mi madre daba para mucho más que eso. Mi hermano era el hombrecito de la casa y cargaba con sus propias tareas, indescifrables para mí. Así pues, quedábamos la tía Juliana, la abuela y yo para ocuparnos de todo.

Y todo era mucho.

El invierno se acercaba y costaba mantener la casa en forma. La humedad se combatía con fuego, pero el fuego se alimentaba de la leña, que no era fácil de conseguir ahora que mi padre no estaba. Así pues, el privilegio de un buen crepitar sólo estaba reservado para los fogones que nos daban de comer, mientras la majestuosa chimenea de la Cocina Grande —también Salón— permanecía tan oscura y silenciosa como los fogones que la acompañaban y que nunca se usaban. Contar con semejante chimenea era lo que la había convertido en la estancia más relevante de la casa, donde se recibía a las visitas y se reunía la familia para celebraciones, pero ahora sólo era en las noches más frías que se encendía el poderoso hogar, como un fiel guerrero que nos defendiera del cruel invierno. El resto del tiempo teníamos que conformarnos con enrollar toallas y trapos en las rendijas de las ventanas y arrebujarnos bajo un montón de mantas para luchar contra el frío. La abuela Candelaria, la tía Juliana y yo dormíamos juntas y la vieja cama de matrimonio nos acogía bien juntitas para darnos calor; yo junto a la abuela, Juliana a nuestros pies. Mamá y Mo tenían la habitación más grande para ellas y mi hermano dormía en el sofá de la Cocina Grande, protegido por el silencioso hogar.

Así que, por la mañana, cuando me escurría entre mis guardianas, debía esquivar también el sueño profundo del muchacho para poder salir al patio, porque sólo desde el Salón se accedía a nuestra habitación.

Pero una vez en el patio el aire cambiaba.

Y eso también lo descubrí muy pronto.

Se disipaban las cenizas de la noche y alboreaba el día en el rocío de ese pequeño rellano que era el pulmón de la casa. El aire de finales de otoño parecía limpiar el mundo con ese frío que me tensaba las mejillas, arrancando así el sueño de mi piel y del cielo que ya clareaba con los primeros brochazos de luz. Miles de gotitas se congregaban sobre los adoquines y parecía que todas las estrellas hubieran dejado ahí sus centelleos nocturnos. Me encantaba ese momento, tan intenso en su silencio, tan efímero que parecía un espejismo, un secreto compartido entre el patio y el alba, del que sólo yo era testigo. La tierna despedida de una noche que dejaba gotitas cristalizadas sobre el pobre suelo gris, convirtiéndolo en una alfombra de diamantes, duraba sólo unos minutos, cuando los primeros rayos del sol las acariciaban y chispeaban, danzarinas. Pero parecían querer eternizar aquellos instantes de regocijo en los que, con aquel lenguaje de guiños y reflejos, de luces y sombras, intercambiaban algo tan etéreo y sutil que a los humanos nos resultaba completamente indescifrable en su belleza. Me acerqué de puntillas, con cuidado de no romper el hechizo, para recoger con el dedo una gota que resbalaba lentamente por una vieja hoja de parra. Pero en cuanto la toqué se esparció por la yema sin ton ni son; sólo agua. Y entonces un pequeño berrido rasgó la cúpula de silencio que nos envolvía: Mo se quejaba tras los muros de su estancia y oí el eco del arrullo de mamá para calmarla. Volví rápidamente la vista al patio, pero una nube había cubierto el sol y ya se oía movimiento al otro lado de la puerta Roja. El día se había puesto en marcha.

Así que crucé rauda ese patio que hacía unos instantes me había parecido el escenario de un mundo resplandeciente de milagros y pactos secretos y sue

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos